domingo, 30 de diciembre de 2007

La Iglesia católica o el imperio del mal

La jerarquía eclesiástica está que se sale. Uno ya no sabe si es puro afán de notoriedad o, simplemente, que a un colectivo tan provecto como protervo se le va la olla y, en el desquicio, aflora lo mejor de un pensamiento cultivado desde siempre y atesorado con mimo en los años en que tanta barbaridad no parecía estar de moda. De la inmensidad del anecdotario con que nos suelen regalar los oídos y las meninges, hay dos perlas recientes que merecen alguna consideración.

La primera, como no podía ser de otro modo, se debe a ese prodigio intelectual, a medio camino entre la antropología, la psiquiatría y la prospectiva social, con que la Iglesia ha tenido a bien honrar a los tinerfeños, a cuantos por aquella diócesis se acercan y, gracias a la tecnología, a los que consumíamos nuestra existencia ignorantes de que tan ubérrimas tierras esconden semejante dechado. El curita ha resuelto de un plumazo el gran problema de la Iglesia católica, integrada en sus niveles superiores por un colectivo —el clero— particularmente proclive (abruma la rotundidad de los datos) a la pederastia.

Los homosexuales «del siglo», esto es, los laicos, son unos enfermos que siempre pueden contar con la caridad de la Iglesia en el afán por salvar sus almas. Algo hay de morboso (tal vez inquietante) en esa obsesión por abrir amorosamente los brazos (¿serán sólo los brazos?) al colectivo gay. Pero con la clerigalla es otra historia, porque son los niños (qué malvados, y eso que Jesús les concedió el reino de los cielos... ¡uy!) los que provocan y los pobres sacerdotes sólo son culpables del pecado (pecadillo, tampoco hay que dramatizar) de flaqueza. Así que en la Iglesia no hay homosexuales sino pobres víctimas de los manejos de pérfidos niños. De paso, los ingenuos pederastas ya saben a qué (a quién) se debe su desgracia.

No se trata ya de que, como tan a menudo ocurre, la Iglesia —un representante cualificado— ignore o desprecie a las víctimas. Es más grave aún, porque en este caso culpa a las víctimas de su propia desgracia y hace buenos a los verdugos. El argumento tampoco es nuevo. Que se lo digan a tantas mujeres violadas a las que encima se reprende porque es que van provocando, a los parados que lo están por vagos o a los países pobres que lo son por carecer de ética del trabajo...

Las segunda perla no es, alegrémonos por ello, del mismo calado social, aunque también lo tiene conceptual, doctrinal y político. Y es que el obispo de Valencia, Agustín García-Gasco ha afirmado que el laicismo es un fraude y que nos dirigimos, gracias al aborto, al divorcio exprés y a ideologías manipuladoras de los jóvenes, a la mismísima «disolución de la democracia». Ahí es nada. Sorprende, para empezar, que la palabra «democracia» surja en un discurso episcopal sin pretender condenarla o alertar sobre sus degeneraciones sino, por el contrario, para quejarse de su desaparición. Algo no está bien. El argumento es tramposo y deshonesto de principio a fin. Para empezar, es la propia Iglesia la que ha generado y puesto en circulación toda una teorización del laicismo que es la que conviene a sus intereses: el laicismo, como el pecado, sólo existe en las calenturientas mentes de los ideólogos eclesiásticos. En segundo lugar, no se me alcanza cómo la resolución de problemas sociales mediante la ampliación de derechos puedan terminar con un sistema cuya esencia debería ser, precisamente, obtener el máximo espacio de libertad. En tercer lugar, sólo la Iglesia, por una patente autoconcedida, no manipula: millones de damnificados por los colegios de la Iglesia lo atestiguan. Lo que hay detrás de todo esto es miedo. Miedo a la pérdida de influencia y de poder político y económico. Y en coherencia con su historia, la única salida que se le ocurre a la Iglesia es trasladar al Código Penal sus peculiares concepciones de la vida y la moral. Su «democracia» es un régimen opresivo y vigilado en el que sólo es realmente libre la Iglesia. Ahí está el Estado de la Ciudad del Vaticano: obras son amores...

Deberíamos estar ya hechos al disparate. Pero hay que reconocer a Rouco y sus demoníacos secuaces la capacidad para sorprender una y otra vez (¿no serán ellos las huestes del Anticristo? Se echa de menos la autorizada opinión de Iker Jiménez). El portavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino, llegó a afirmar (según recogió la prensa) que «el matrimonio homosexual es la cosa más terrible que ha ocurrido en veinte siglos». Nada más y nada menos. No las guerras, las matanzas, el desprecio a los derechos humanos, la opresión de unas personas (las más) por otras (las menos), la sistemática discriminación de la mitad de la humanidad (las mujeres) en nombre de principios «sagrados» y un largo etcétera en el que la Iglesia ha tenido mucho que ver (véase, sólo como muestra, Colosenses, 3, 18-19). No, lo peor ha sido que se reconozca la igualdad civil de un colectivo de ciudadanos. Habrá que pensar que la verdadera desgracia en estos veinte siglos ha sido que a un emperador romano se le ocurriera crear una estructura para dominar mejor su imperio y pusiera en marcha ese mecanismo infernal mejor conocido como Iglesia católica.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Juan Pablo II y el callejero

Mientras se dibuja ya en Pamplona el trazado de lo que será —en las estrechas lindes del término municipal— el último ensanche, por agotamiento del suelo disponible, grandes carteles proclaman la magnitud de la obra junto a la denominación de la principal vía que se va a abrir: avenida de Juan Pablo II. Funcionarios municipales se han ocupado, también, de colocar la placa en lo que será el inicio de la nueva calle.

La decisión de denominar así la vía la tomó la alcaldesa Barcina en un malhadado pronto, quizá llevada por la emoción del óbito papal, quizá por pura solidaridad ideológica reaccionaria, tal vez persiguiendo crear una situación irreversible. Haciendo memoria, el lamentable espectáculo —por más que a los apologistas del dolor y del sacrificio les parezca edificante y digno de imitación— de la decadencia física, agonía, muerte y velatorio de Karol Wojtyla siguió magistralmente las pautas marcadas por el propio papa y la dirección de la Iglesia católica desde el comienzo mismo del reinado. En este sentido, lo sucedido tras el fallecimiento mostró que el manejo de los tiempos, de la imagen y de los efectos especiales no era sólo una habilidad personal —innata o aprendida— del papa difunto, sino que impregnaba e impregna —seguramente por el magisterio de aquél, aunque ahora con matices— todo el quehacer eclesiástico.

De Juan Pablo II se dijo que era el papa más aclamado de la historia pero el menos obedecido. Desde luego, puede decirse que a su muerte dejaba una Iglesia más influyente en lo político y menos en lo espiritual. Cultivó con un esmero ribeteado más de soberbia que de humildad cristiana a los poderosos de la Tierra. Fue muy amigo del mesurado Reagan y ávido consumidor —si no generador— de información de la CIA. Parecía experimentar por los dictadores esa fascinación que a menudo sienten hacia sus símiles las gentes de talante autoritario. Pese a los juicios precipitados tributarios de la emoción del momento, hoy la Iglesia está de capa caída y continuará así, dado que el actual pontífice católico es un esencialista que parece preferir una Iglesia corta pero convencida a otra extensa pero mas diluida en sus principios, no necesariamente «cristianos». Por supuesto, como ocurre siempre que desaparece algún líder carismático (venga de donde venga el carisma), abundaron las muestras de dolor y las proclamaciones de santidad. Hasta de Franco se decían cosas así en los días siguientes a su muerte. La globalización acentúa y multiplica esos efectos. Pero la composición del santoral es cosa de la Iglesia y allá ella y sus criterios de calidad.

Otra cosa es que, al calor de un acontecimiento de indudable magnitud y repercusión, se intente ganar unos miserables puntitos entronizándolo en el callejero. Sin entrar en la conveniencia o no de asignar nombres propios a las calles —al menos recientes o poco «reposados»—, estamos hablando de un líder religioso y político a un tiempo, cuya actuación, con implicaciones para personas y grupos sociales, es difícil de asignar con nitidez a uno u otro campo. Así, el Estado de la Ciudad del Vaticano es una monarquía absoluta que no reconoce derechos básicos como la igualdad de sexos o la libertad religiosa y discrimina a las personas por ambos conceptos. Es costumbre criticar con dureza visitas de Estado a países con regímenes discutidos. Cuba es un buen ejemplo. Venezuela también está ahora en el candelero. Sin embargo, no se dice lo mismo de las visitas de alto nivel al Vaticano para bailar el agua a cardenales ultramontanos con motivo de beatificaciones de claro contenido político reaccionario.

¿Qué decir de la política de Juan Pablo II hacia las mujeres? No sólo fue contumaz en negarles la igualdad con los varones, con argumentos circunstanciales y nada teológicos (si Jesús de Nazaret hubiera querido que las mujeres fuesen sacerdotes, decía, habría designado alguna para su selecto grupo de apóstoles). Su aliento a posiciones intransigentes en el tema de los anticonceptivos le hace cómplice de la negación a tantas y tantas adolescentes de países pobres de derechos fundamentales, como consecuencia del matrimonio en la infancia y la maternidad precoz. Como muestra, la actitud de las delegaciones vaticanas en conferencias sobre población o sobre la mujer, que sólo con mucha bondad cabe calificar de irresponsable. Cierto que Juan Pablo II no inventó esa política, pero la llevó al extremo con una intransigencia inaudita. Ahí quedan sus críticas al gobierno de Zapatero y las presiones ejercidas con el fin de evitar el reconocimiento de derechos y la propia igualdad ante la ley (no ante Dios: el Dios de los católicos puede ser todo lo sectario que estime oportuno en su omnisciencia) a determinados ciudadanos. Incluso el apoyo a la actuación de Rouco y sus secuaces y su maridaje con el gobierno del PP terminó con la imposición de obligaciones a los no católicos, mediante la legislación educativa, sólo para que los católicos puedan ser adoctrinados a cuenta del erario público. Por no hablar de la delirante incursión papal en la planificación hidrológica (es de suponer que no hablaba ex catedra; de lo contrario, habrá que concluir que al Espíritu Santo no le preocupa la sostenibilidad ambiental: que consulte con Al Gore.

Con esos mimbres parece más que discutible la decisión de asignarle una calle, salvo que se apliquen criterios sectarios en el callejero, como ya ocurriera en otro tiempo y sin que en muchos casos —como en Pamplona— se haya hecho más que una limpieza somera, subsistiendo una buena porción de individuos y símbolos fascistas (ya veremos qué consigue la alicorta ley de la memoria histórica, abortada en sus mismos inicios por el propio Zapatero). Buena prueba de ello es la abundancia de calles dedicadas precisamente a otro papa, Pío XII, debido sobre todo a su apoyo ideológico e institucional al franquismo. Felicitó a Franco por su victoria (calificada de «católica») y equiparó los principios del dictador con los de la Iglesia, considerando el Estado franquista como «sociedad perfecta». Juan Pablo II es una personalidad controvertida incluso entre los católicos y cuenta con demasiados ángulos oscuros en su personalidad y biografía como para hacer mucho ruido honrándole, por más que hoy sea seguramente el principal negocio de la Iglesia católica.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Decoración navideña en Barcinópolis

Barcina, ya saben, la señora del gris, de la especulación, de los grandes negocios de empresas privadas (privatización de beneficios, socialización de pérdidas), de la depauperación del pequeño comercio en favor de las grandes superficies, del autoritarismo, de la incapacidad para el diálogo y la agresión permanente y enfermiza (por lo obsesiva) al euskera, ha dado una muestra más de su talante. Esta vez ha sido con la decoración navideña. Para empezar, es discutible que tal cosa se siga haciendo en los tiempos que corren, y no por motivos estéticos o religiosos —que darían para otro debate— sino éticos y ambientales. Es difícilmente comprensible que el Ayuntamiento de Pamplona se una al apagón promovido por ONGs contra el cambio climático y, al mismo tiempo, inunde las calles de luces navideñas, por más que sean de bajo consumo y sólo corra parcialmente con los gastos. Pero hace tiempo que Barcina se dedica, no a gobernar la ciudad, sino a hacer gestos para la galería, poniendo hoy una vela a un santo y mañana a otro, si de quedar bien se trata y siempre que haya cemento de por medio.

Pues bien, ni siquiera el mito navideño de la paz, la armonía y los buenos deseos son capaces de doblegar a la inflexible y férrea Barcina que da buena cuenta de su carácter con esos sucedáneos de árboles que, a un coste exorbitante, ha instalado en Carlos III. Lucen enhiestos con regueros longitudinales de bombillas que de noche remarcan aún más su fálica apostura. El fraude continúa en los oropeles que revisten la arborescencia. Aquí y allá se desparraman simulacros de regalos en dorado envoltorio, lazos, bolas, en suma, la parafernalia navideña al uso.

Pero la sorpresa surge en los bajos del artefacto (que suele ser, sobre todo en el caso de la gente menuda, lo primero que se ve). Si uno se quiere acercar a apreciar el primor de la obra, se tropieza con una reja de pretencioso diseño, muro metálico que aleja el objeto del espectador, enfría los ánimos y ofende la sensibilidad. La omnisciente y ubicua Barcina deja bien claro lo mucho que podría ofrecer, si no fuera porque la ignorancia y el afán depredador de una ciudadanía poco propensa a entender y apreciar sus desvelos le obligan a mantenerlo fuera de su alcance. Como a un niño al que se muestra un pastel que no va a probar porque se lo comerán los adultos cuando él no esté presente. Despotismo de sedicente ilustración, pasado por el tamiz del aldeanismo casposo (pensamiento navarro, ya saben).

Y puestos a hablar de decoración navideña, hay que rendir público homenaje a la de las plazas circulares del Segundo Ensanche (Príncipe de Viana y Merindades). Para quien no la haya visto, consiste en unos postes visualmente agresivos que sostienen unas cuerdas de las que cuelgan lo que se supone que son luces, pero que asemejan —especialmente de día— andrajos puestos a secar al frío y escuálido sol invernal de Pamplona. Aunque, a decir verdad, lo más impresionante son las bolas de Barcina, exhibidas con tanta arrogancia como impudicia sobre felpudos de césped (algunas están colocadas con tanto acierto que diríanse partes (sensibles) cruelmente desgajadas de alguna escultura de Botero), quizá sólo con afán de combinar los colores municipales y forales; quizá, quién sabe, con añoranza del blanco que termine por dar cuerpo y solvencia al rojo y al verde...

Una cosa es cierta, Barcina es partidaria de la variedad y sorprende, además, la perspicacia con que se eligen los motivos. Quizá haya algo de revelación de pulsiones inconscientes en la selección. Y es que en la orgía de simulacros todavía queda uno que constituye una eficaz metáfora de Barcina, tal vez la mejor: se trata de las cajas desparramadas por la plaza del Castillo. Cajas grandes, rotundas, de apariencia impecable, con lazos rígidos, perfectamente simétricos, sin la menor arruga o desviación. Aquí no hay margen para la espontaneidad o la improvisación; nada hay fuera de lugar, se percibe un todo impasible y decididamente dispuesto a soportar cualesquiera embates, sean de la inclemente meteorología, sean de la natural curiosidad ciudadana, sean, incluso, de la juventud alegre y combativa. Pero bajo la brillante envoltura, el vacío, nada. Y de tal gobernante tal obra. Así es también la Pamplona de Barcina (y ahora, fruto de la ambición desmedida y de la falta de sentido de la oportunidad, de Torrens), Barcinópolis. Afortunadamente hay otras Pamplonas, diversas, ricas, plurales y coloristas, que sabrán emerger incluso de la vulgaridad oprobiosa de los adornos navideños.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Borbonear

Borbonear. Esa es la palabra clave en todo el embrollo en que se va enredando más y más la monarquía del 18 de julio. Es un verbo transitivo y se conjuga como amar. Tiene la peculiaridad de contar en cada momento histórico (a veces incluso mediando exilio) con un único sujeto, Borbón para más señas. Sólo él (el sujeto, que puede ser ella) borbonea a quien quiere, puede o se deja. Por supuesto, el contenido del vocablo varía al no estar normativizado. Hay quien lo asocia a la habilidad y campechanía que, dicen (es lo que tiene adobar un ya de por sí rico vocabulario con muchos tacos), caracterizan a los integrantes de la casa de Borbón. En términos generales, digamos que se refiere a la intervención directa en política, aunque sea —¿queda otra vía en una monarquía parlamentaria?— mediante la manipulación y el engaño. Juan de Borbón recogía la acepción de «manipular a las gentes, de engatusarlas, de engañarlas, de utilizarlas en provecho propio, astuta, aviesamente» (sorprende la utilización de unos términos con connotaciones tan negativas; quizá sea porque, al mismo tiempo, presuponen alguna sutileza e inteligencia, saltándose la evidencia contrastada de una idiosincrasia familiar que va por otros derroteros).

El paradigma de Borbón borboneador es Alfonso XIII. Claro que se le fue la mano y se quedó sin trono, enfrentado al exilio y al cese temporal (hasta su muerte) de la convivencia con su mujer (ahora se dice así), que no le perdonaba sus muchas infidelidades: paradojas de la majestad católica. Juan de Borbón intentó borbonear a Franco, cuyo entusiasmo por el protocolo monárquico le impedía dejar de ser su protagonista, lo que obligó a los aspirantes a la sucesión a hacerse agradables a los ojos del Señor (y de la Señora), desde la distancia de Ayete o deambulando por los salones de El Pardo.

El Borbón reinante mantuvo un perfil bajo mientras duró el complejo de falta de legitimidad de la monarquía, que surge (también en lo que afecta a su titular) como resultado de la voluntad soberana de un dictador y es «validada» mediante su inclusión en la Constitución, que se convierte así en trágala de un chantaje obsceno. Con la victoria del PP esa discreción se rompió y hubo algún intento de borbonear a Aznar, malogrado por la arrogancia de éste, siempre dispuesto a dejar claro quién mandaba y humillar al jefe del Estado.

A estas alturas ya habrá descubierto que con los socialistas su posición es más confortable. Llegarán adonde haga falta (incluso a envolverse en la bandera monárquica) con tal de evitar perturbaciones en su ejercicio del poder o ganar algunos votos a la derecha. Con su habitual desparpajo revestido de ingenuidad, Zapatero terminará por hacer creer que la monarquía es de izquierdas y la república cosa de falangistas y del irredentismo episcopal.

La reacción ante la caricatura de El Jueves tiene distintas lecturas. Puede ser, como se ha apuntado reiteradamente, una muestra de nerviosismo. Pero también de arrogancia por parte de quien se siente ya bien instalado y seguro. Si el matrimonio Borbón-Ortiz sintió mancillado su derecho al honor y a la propia imagen, debería haberlo denunciado y no servirse de la fiscalía. Si ésta tuviera que intervenir cada vez que un famoso estima que alguien se entromete en su honor, no ganaríamos para fiscales. Por cierto, que resulta llamativa la reacción de gran parte de esa progresía de salón —PSOE y aledaños incluidos— que todo lo invade, defendiendo la libertad de expresión pero arremetiendo a continuación contra el mal gusto de los dibujantes o la inoportunidad de la caricatura. Lo cierto es que unía con tino y pericia gráfica la crítica a una medida gubernamental más que discutible y a una institución parasitaria en su esencia, cuyos beneficios para la sociedad, se diga lo que se diga, no son en absoluto evidentes. Sonado enredo del que, mal que bien, se intentó salir con el argumento (difundido por la prensa bienpensante, la rosa y el propio Gobierno) de que el Rey trabaja, y mucho. Sintomático.

Con motivo de la visita del jefe del Estado a Girona, hay manifestaciones republicanas en las que se queman fotografías del Rey. Nuevamente, las reacciones más sorprendentes, por virulentas y acomplejadas, vienen de un sector necesitado, al parecer, de hacerse perdonar pasadas veleidades republicanas; o poco dispuesto a que se le perturbe en sus bien ganadas posiciones. Actos así son más habituales de lo que el pensamiento único está dispuesto a reconocer, aunque es ahora cuando se le da relevancia, quizá para intentar apuntillar el activismo republicano. Pero llama la atención que no sea eso lo que más molesta al Rey, al decir de algunos, sino la campaña de la extrema derecha pidiendo su abdicación (entiéndase, no un cambio de régimen). Al fin y al cabo, de los republicanos no va a esperar gran cosa, pero sí de la jerarquía eclesiástica y ciertos grupos empresariales. Hay que saber elegir mejor a los amigos.

El Gobierno y sus corifeos pretenden minimizar la importancia del pensamiento republicano, metiendo a todos en el mismo saco y de paso intentando que el PP dé algún mal paso que le comprometa con su electorado natural. Las protestas antimonárquicas son, dicen, cosa de grupúsculos radicales de extrema izquierda y algún periodista de la extrema derecha. Quizá fruto del nerviosismo que empieza a cundir, el Rey se lanza —cosa inédita y hasta sorprendente— a justificar la monarquía y su propio puesto, por sus pretendidos beneficios para el país, planteando un silogismo falaz: los últimos treinta años han sido los más prósperos y estables en la historia de España; el sistema de gobierno de esos treinta años ha sido la monarquía; luego la monarquía es la causa del mayor período de estabilidad y prosperidad de la historia de España. Pueril.

Con tanto vaivén, el Rey se ha ido acostumbrando a intervenir por su cuenta, a hacer y decir, a salirse de su papel institucional, en suma, a borbonear. Y termina metiendo la pata. Del tuteo a Chávez se ha hablado ya mucho. De la inoportunidad de su intervención (aunque fuera para que Zapatero siguiera en el uso de la palabra) también. Su salida de la sala es, quizá, aún más grave. Pero lo que de verdad está sin explicar es por qué asiste a esas reuniones, cuando carece de competencias y de responsabilidad (jurídica).

La perspicacia no va a ser rasgo definitorio de la dinastía más destronada de la historia. El borboneo termina dando malos resultados: Alfonso XIII se quedó sin trono, Juan de Borbón nunca lo obtuvo... ¿qué será, en esta tesitura borboneadora, de Juan Carlos Capeto?

miércoles, 7 de noviembre de 2007

La oportunidad perdida con EHN

En octubre de 2004 se cerró un acuerdo en virtud del cual Acciona adquiría el 50% del capital de Energía Hidroeléctrica de Navarra (EHN) a Sodena (39,58%) y Caja Navarra (10,42%). De esta manera Acciona se convertía en propietario único de EHN, puesto que en 2003 ya había adquirido el otro 50% a Cementos Portland (21%), Sodena y Caja Navarra (17%), así como la autocartera generada tras la retirada de Iberdrola (12%). Acciona es un conglomerado diversificado que, en el momento de su entrada en EHN contaba con una potencia instalada en energía eólica de 138 megavatios, frente a los 573 megavatios de EHN.

La operación suscitó considerable polémica, por su justificación, por el procedimiento seguido —de dudosa legalidad— y por el uso que se dio a los 307 millones de euros en plusvalías obtenidos por el Gobierno de Navarra, invertidos en Iberdrola en unas condiciones más que discutibles. Entre las razones para justificar la venta, se adujo que ya había sido completado el mapa eólico de Navarra o que el plan estratégico de EHN preveía unas inversiones de 2.000 millones de euros que el sector público navarro no podía asumir. Y, sobre ellas, la fundamental, la más esclarecedora: era, en palabras de Sanz, «positiva para los intereses generales de los navarros». Dejando aparte esta última, por vacía e inconsistente, las otras dos tampoco tienen demasiada enjundia y parecen más bien dictadas por la necesidad de decir algo: la primera porque EHN estaba ya experimentando una expansión que, en la medida en que podía permitir la adquisición de una dimensión adecuada para enfrentarse a las necesidades financieras que impone mantenerse tecnológicamente en puestos de cabeza, ha de ser considerada saludable; la segunda, porque el mencionado plan fue elaborado estando ya Acciona en EHN y, seguramente, atendiendo a sus intereses corporativos.

No es raro que una empresa llegue a un punto en su existencia en el que se enfrente a la disyuntiva de dar el salto más allá de su mercado de origen (muchas veces regional o local) o desaparecer en el torbellino de la competencia internacional. Es, pues, una cuestión de pura supervivencia, que puede asegurarse (de tener éxito) por dos vías: el crecimiento a partir de los propios recursos o la integración en una empresa o grupo más grande, a menudo multinacional. El grupo cooperativo de Mondragón (con 4.000 empleos en Navarra) es un ejemplo de lo primero; la fuerte presencia de multinacionales en Navarra refleja, en parte, lo segundo). Que se opte por una u otra vía depende tanto de la idiosincrasia empresarial como del contexto, es decir, del sesgo de la política industrial y tecnológica (cuando existe).

Tradicionalmente la políticas de fomento han consistido en Navarra en la atracción de inversiones foráneas. Ello ha dado buenos resultados y ha permitido un crecimiento sostenido, con sus efectos ya conocidos sobre la renta y el empleo. A cambio, los centros de decisión están fuera. Además, los grupos multinacionales tienden a localizar sus actividades de I+D allí donde se ubica la sede social de la empresa, normalmente su lugar de origen. Navarra puede terminar, como consecuencia de este proceso, reducida a una región puramente manufacturera, con el riesgo consiguiente —esta vez sí— de deslocalización.

EHN reunía las condiciones para superar estos dos obstáculos. Por un lado, podía haber sido el centro de un grupo industrial potente con centro en Navarra (toma de decisiones, I+D); por otro, constituir el motor del desarrollo tecnológico en un campo tan sensible y con tantas posibilidades de futuro como el de las energías alternativas. A pesar del compromiso de Acciona, las decisiones de mayor trascendencia ya no se toman aquí y, en cualquier caso, se está al albur de la conveniencia de una empresa cuyo grado de compromiso puede variar por circunstancias que quedan fuera del control del Gobierno de Navarra. Cuando tantos gobiernos desearían tener una herramienta como EHN para incidir en el desarrollo económico y tecnológico, en Navarra se desperdicia con razones, las oficiales, de escaso fuste.

(Publicado en El Debate de Navarra el 10 de noviembre de 2007)

lunes, 5 de noviembre de 2007

¿Quién mató a Kennedy?: historias «verosímiles» sobre el 11-M

Hace ya algún tiempo que en Estados Unidos se exponen hipótesis variopintas, algunas peregrinas, sobre la autoría y la motivación de los atentados del 11 de septiembre. Así, hay quienes atribuyen la responsabilidad a la propia administración o a perversos intereses empresariales o políticos. Los motivos van desde forzar la intervención militar en Afganistán e Irak (el negocio de la droga y el petróleo; o incluso la pretensión iraquí de operar en euros y no en dólares) hasta la especulación por oscuras tramas inmobiliarias con los terrenos ocupados por el World Trade Center. Algunos niegan que se estrellara ningún avión contra el Pentágono o aventuran que las torres gemelas fueron voladas desde abajo, probablemente por judíos. Normalmente estas historias las propagan grupos marginales, iluminados o gentes con olfato para el negocio editorial.

Ya se sabe que el hombre no estuvo en la Luna: todo es un montaje de la NASA. El holocausto fue una invención de la internacional judía, cuyas intenciones quedaron patentes en los Protocolos de los Sabios de Sión. Y hay muchos más ejemplos. El truco es sencillo. Se trata de, a partir de hechos no discutidos, entretejer una maraña de medias verdades junto a puras invenciones hasta construir una historia con apariencia de verosimilitud. Nada nuevo. Es, por ejemplo, la base de la fortuna editorial de autores como J.J. Benítez o de los programas de Iker Jiménez en radio y televisión, contumaces en la manipulación y el vapuleo del método científico. Lo que no es habitual es que organizaciones «serias» —y mucho menos del stablishment— den pábulo a estas historias o, lo que es peor, que las generen.

Justamente es lo que ha ocurrido —y sigue ocurriendo tras conocerse la sentencia— con la actuación del PP en relación con los atentados del 11 de marzo. Se genera una explicación rocambolesca, pasando incluso por encima (y contra) los mandos policiales nombrados por el propio gobierno popular (y olvidando que era Acebes quien mandaba las fuerzas de seguridad), para encubrir un error garrafal, seguramente el mayor cometido por un gobierno en circunstancias similares y que le costó al PP las elecciones. Si Aznar hubiera aparecido a media mañana en la estación de Atocha en mangas de camisa y prometiendo mano dura contra los islamistas, hoy Rajoy presidiría el Gobierno español. Pero en vez de eso, opta por la solución que, pensaron, les sería más rentable, esto es, atribuir los atentados a ETA contra todas las evidencias y el parecer de los expertos, con una insistencia insultante para los ciudadanos.

La incapacidad para asumir el resultado electoral y la necesidad de justificarse lleva a urdir una historia delirante (de la que han sido principales exponentes Zaplana, Del Burgo y el bufón Martínez Pujalte), apuntalada mediante medias verdades y completas mentiras, dando credibilidad a testimonios de delincuentes procesados, aun a costa de socavar (quién lo iba a imaginar) las bases mismas del Estado, insinuando una oscura trama en la que se unen islamistas radicales, etarras, mandos policiales, servicios secretos españoles y marroquíes y políticos socialistas. Demasiado parecido al contubernio judeo-masónico-comunista de otros tiempos.

Bien pensado, no es tan difícil construir historias verosímiles. Se me ocurre un ejemplo (cualquier parecido con la realidad…): Madrid, 8 de marzo de 2004. Falta menos de una semana para las elecciones generales. Aunque la ley no permite difundir sondeos, nada impide que se hagan. Uno realizado apresuradamente esa mañana trae malas noticias para el PP y sus estrategas: el PSOE aparece como ganador, culminando la tendencia iniciada semanas antes de pérdida lenta pero inexorable de la ventaja con que había contado el PP tiempo atrás. De seguir así, el domingo 14 cabe esperar cualquier cosa, incluso una mayoría absoluta socialista.

El margen de maniobra es escaso, pero la pérdida del Gobierno resulta inadmisible. Demasiada basura que limpiar y que no se puede arrumbar u ocultar sin más debajo de las alfombras. Afortunadamente, siempre hay un roto para un descosido y no faltan conocedores avezados de las cloacas políticas, sociales y policiales. Un subalterno eficiente, de esos que andan permanentemente rumiando algún «plan B», pone encima de la mesa una solución. Drástica, pero solución al fin.

Se sabe que grupos de islamistas radicales andan instalándose en España, buscando la manera de responder a la intervención en Irak. Se les ha detectado por redes «paralelas», estando como está la policía atada de pies y manos por la doctrina oficial de que todos los males vienen de ETA. Ni siquiera hay un control riguroso de los explosivos, habida cuenta de que ETA se aprovisiona en Francia y no utiliza goma 2. Manipulando adecuadamente alguno de estos grupos, se puede conseguir que se inmolen a mayor gloria de Alá, dejando indicios que permitan culpar a ETA. Se trata de llegar al domingo cabalgando la ola de la indignación popular. Después ya se verá.

Se hacen consultas, siempre en círculos reducidos. Se recurre incluso a algún ideólogo vociferante, a fin de asegurarse su anuencia y la colaboración de medios afines para desviar responsabilidades. Hay que moverse rápido, porque los plazos apremian y las cosas deben suceder de manera que la población tenga justo el tiempo de asimilar lo sucedido y atribuir responsabilidades, sin mayores análisis.

Dicho y hecho. El engranaje se pone en marcha. La predisposición de algunos islamistas radicales facilita su manipulación. Enseguida empiezan a actuar como si la idea hubiera sido suya. Se decide actuar en los ferrocarriles, porque ese parecía ser el objetivo etarra en los últimos tiempos. Reciben instrucciones sobre cómo disimular la autoría y poder escapar. Pero es difícil controlar un mecanismo de este tipo cuando se pone en marcha. Lo que debía ser una explosión controlada en un tren semivacío, se convierte en una serie de atentados en trenes atestados, fruto de la «creatividad» de los islamistas.

Lo que vino después es de sobra conocido, con el Gobierno actuando según el guión previsto. Pero no coló. Algo había fallado. Los islamistas olvidaron detalles esenciales. Extraviaron las tarjetas del Grupo Mondragón que debían dejar en la furgoneta; como sonaba parecido, se hicieron con un disco compacto de la Orquesta Mondragón. Para colmo, se olvidaron la cinta con los versículos del Corán que les servía para motivarse. Alguna mochila no estalló y proporcionó información comprometedora. ETA y Batasuna negaban cualquier implicación. Demasiados indicios para un Gobierno inmovilizado, sin capacidad de reacción ante una situación que no era la esperada y que rápidamente se torna contra él. La opinión pública, que ante el desastre se vuelve con naturalidad hacia la autoridad, se siente insultada con un engaño tan evidente. A pesar de todo, la inseguridad creada evita el hundimiento total y asegura al PP algunos votos que de otra forma hubiera perdido.

Es otra visión de las cosas, tan verosímil como la difundida por el PP. Con un poco de creatividad y los recursos de un grupo editorial como el de El Mundo, sería cosa de no mucho tiempo. Pero, como dice Proust, «pese a la idea que se hace el mentiroso, la verosimilitud no es del todo la verdad». Hay, no obstante, más alternativas. Siempre está el recurso a los extraterrestres. O a los fantasmas del Reina Sofía, quizá perturbados en su descanso por el ruido de los trenes. Pero esos son andurriales más propios de Iker Jiménez. De haber seguido gobernando el PP, hoy tendríamos, en lugar de la sentencia del 11-M, un Informe Warren a la española. Y no se olvide que buena parte del mundo sigue preguntándose quién mató a Kennedy.

(Una versión muy similar de este texto apareció en Diario de Noticias el 16 de septiembre de 2006. La publicación de la sentencia del 11-M y las reacciones de los dirigentes del PP hacen que siga vigente, por lo que me permito reproducirlo con ligeras modificaciones)

martes, 16 de octubre de 2007

Empleo precario: economía precaria, sociedad precaria

Más allá de las proclamas políticas, de la propaganda o de presentaciones interesadas —por no decir manipuladas— de datos, la crisis de la empresa Sysmo pone de manifiesto con crudeza la realidad en la que nos toca movernos, los rasgos de la política industrial (por llamarla de alguna manera) que se ha venido realizando y, lo que es más grave, el marasmo profesional, laboral y humano a que se condena a buena parte de la mano de obra y especialmente a los más jóvenes.

Así, estamos acostumbrados a que se exhiba la buena evolución económica de Navarra, cifras de paro que nos sitúan de hecho en el pleno empleo (masculino) o una posición destacada en energías renovables. Las magnitudes macroeconómicas, las grandes cifras, son necesarias para estudiar, diagnosticar y, en su caso, diseñar medidas de política económica. Pero no deben tomarse como indicadores absolutos porque no son más que un resumen y, en cuanto tal, esconden situaciones que pueden ser muy dispares (la injusticia de las medias). Es, pues, necesario rascar en esas cifras para ver qué es lo que realmente contienen o si, como a veces ocurre, no son más que artefactos vacíos.

También es verdad que se tiende a demonizar a Volkswagen como si fuera la causa de todos los males industriales de Navarra. El sistema productivo no funciona como un apacible intercambio de cromos en el patio de un colegio; se asemeja más a una jungla en la que todos los actores intentan apoderarse del mayor trozo de pastel posible, en forma de beneficios, salarios u otras rentas. En ausencia de mecanismos sociales equilibradores, el más fuerte se termina por imponer. Seguramente esta forma de operar es más evidente en la industria del automóvil y, en parte, lo ocurrido con Sysmo es buen ejemplo de ello. Hubo un tiempo en que trabajar en ese sector significaba salarios elevados y buenas condiciones laborales. Eso ya sólo es cierto para algunas empresas, entre las que no se cuentan ni el propio ensamblador ni la mayoría de las instaladas en el parque de proveedores de Volkswagen que, en esencia, son talleres de montaje final, sin actividad productiva. Pero la situación se generaliza. En muchas actividades industriales y, por supuesto, en el sector servicios, el empleo que se crea es, en general, de muy baja calidad y mal pagado. La precarización es un hecho.

El primer problema que se plantea es que los bajos salarios no son una fuente duradera de ventajas competitivas, máxime en la industria, donde el peso de aquéllos en el coste total es pequeña, por lo que para obtener reducciones significativas de costes es necesario rebajar los salarios de forma notable. Y la reducción de salarios lleva consigo una menor calidad del empleo. Las consecuencias no afectan sólo a los directamente implicados (quienes pasan indiferentes ante las pancartas y manifestaciones de los trabajadores de Sysmo deberían reflexionar sobre ello) sino a la economía en su conjunto, cuya vulnerabilidad aumenta al reducirse la calidad del tejido productivo y, por tanto, la exposición a la competencia de países y regiones que siempre podrán ofrecer salarios más bajos.

Así pues, reducirlo todo a simples consideraciones logísticas o salariales, reclamar por enésima vez la liberalización del mercado de trabajo o respuestas similares impiden llegar a la raíz del problema. Tampoco hay que confiar en novedosos remedios mágicos fruto de la inspiración de iluminados. Los remedios son bien conocidos y nada espectaculares: se trata de mejorar la calidad de la inversión y la mano de obra, así como el nivel tecnológico de la economía. Hasta el consejero Miranda lo ha reconocido al hablar de un «nuevo modelo económico»: nuevo, con veinte años de retraso.

Ello requiere dos tipos de políticas: la industrial y tecnológica, por un lado, y la educativa por otro. En Navarra no ha existido, al menos en la última década, una política industrial merecedora de tal denominación. Las tímidas e inconexas actuaciones al respecto han tenido dos ejes: la industria del automóvil y la energía eólica. En el primer caso, el dinamismo del sector genera por sí mismo inversiones e implantaciones nuevas (no todas de igual calidad), por lo que las medidas públicas, especialmente si, como ha ocurrido, no son selectivas, tienen escaso efecto, subvencionándose actividades que surgirían igualmente sin esas ayudas. En el segundo, la claridad de ideas quedó de manifiesto palmariamente con la venta de EHN, un error de largo alcance, por la renuncia a desarrollar un sector con grandes posibilidades de futuro a partir de una empresa de gran tamaño y, lo que es más importante, con centro de decisión en Navarra. Entre otros efectos negativos, el Gobierno de Navarra contribuyó así a agudizar uno de los mayores problemas de nuestra economía, cual es que las decisiones de los principales agentes se toman en otros lugares y dando prioridad a otros intereses.

La política tecnológica, por su parte, sólo puede calificarse de tímida, a remolque de las circunstancias y aplicando patrones estandarizados, como si todo consistiera en rellenar formularios. El último plan tecnológico aprobado (el tercero) ganó algo en ambición y la proximidad de las elecciones no fue seguramente ajena a ello. Pero, en conjunto, los planes aplicados se han propuesto objetivos modestos, con un enfoque exclusivamente de demanda y renunciando a hacer apuestas de futuro.

Por último, el sistema educativo viene sufriendo un deterioro fruto tanto del menor esfuerzo presupuestario como del adelgazamiento del sistema público, que deja un campo tan sensible social y económicamente como el de la formación profesional a la intemperie. Las perspectivas no son halagüeñas, si nos atenemos a lo anunciado por Sanz en el discurso de investidura.

En última instancia, se trata de decidir en qué lugar insertar nuestra economía: si compitiendo salarialmente con otras de nivel de desarrollo medio o bajo, o bien con las áreas más avanzadas, mediante la tecnología y el capital físico y humano. A pesar de pronunciamientos y declaraciones (el papel lo aguanta todo), los datos objetivos indican que, de seguir así las cosas, es más probable terminar en el primero.

(Diario de Noticias, 16 de octubre de 2007)

miércoles, 3 de octubre de 2007

La paradoja foral del voto

Como es sabido, el PSN en cuerpo de comunidad pasó por la humillación de ser abroncado sin contemplaciones por José Blanco, un leninista con hechuras blandas e inconsistentes de seminarista. En su exhibición entre arrogante y chulesca, aclaró el porvenir de la sufrida militancia del PSN: el que no esté contento que se vaya, porque el PSN hará lo que Ferraz quiera. También dejó claro que si fuera del PSN no se sabe si hay salvación, dentro seguro que no, al menos para socialistas de pro, porque la probabilidad de acordar gobiernos alternativos a UPN es prácticamente cero.

Con debates o sin ellos y al margen del enfado de buena parte de la militancia, la dirección del PSN ha seguido a lo suyo, lo que mejor sabe hacer, el acaparamiento de cargos con una voracidad sin límites, sin pararse en barras ni inmutarse en el siempre comprometido trance de decir diego donde dijo digo. El PSN se ha convertido en una eficaz máquina para que un exiguo grupito, firmemente instalado en sus engranajes clave, se gane tan ricamente el pan a costa del escarnio de sus votantes y el sudor de los contribuyentes (de vez en cuando se les escapa y lo expresan con crudeza: «tenemos que colocar a 200», oí decir hace poco).

Y se confirma, si alguna duda quedaba, la coalición UPN-PSN (y el agónico CDN, al que también se ha aparecido José Blanco en carne mortal), un engendro que pudiera antojarse extraño a observadores poco avezados y que la costumbre ha convertido en natural. Pero de tal coyunda no cabe esperar sino monstruos (y es, además, mercenaria, habrá que ver su coste presupuestario: Sanz invita y pagamos todos). La unión de un nacionalismo español autoritario y elemental y de un sedicente socialismo, descafeinado en las formas y desprovisto de armazón ideológico, conducen a lo que en otros lugares tendría una denominación altisonante (y siniestra); pero que en versión minimalista navarra, foral y española, es simplemente regionalsocialismo. Ni en la indignidad o la desvergüenza son capaces de dar la talla. Luego dirán que el tamaño no importa.

Cuando Sanz ya tenía pergeñado el pacto con Blanco, se permitió la osadía de lanzar la exigencia del decálogo que debía suscribir el PSN para que el entonces lehendakari en funciones aceptara la pesada carga de presidir el nuevo gobierno (vocación de servicio, que decían los ministros de Franco). Como un Moisés justamente enojado, reprendía con voz tonante y gesto airado a los descarriados que, habiendo perdido de vista a su munificente proveedor, se disponían a adorar el becerro de oro del cambio de gobierno. Entre las condiciones, el compromiso expreso de que el PSN no presentaría ni apoyaría ninguna moción de censura. Puras el Breve, candidato virtual (tercera acepción del DRAE: «que tiene existencia aparente y no real»), rechazó categóricamente tal pretensión. Entre otras cosas, significaba la renuncia a cualquier iniciativa política autónoma, a todo lo que no fuera bendecir las decisiones de UPN. Esto es, la condena de sus votantes al limbo, ese lugar de tránsito para almas no iniciadas, que hasta para los católicos carece ya de tangibilidad.

Pero hace unos días nos enteramos por el propio Sanz (su locuacidad e incontinencia no tienen precio) que hay un compromiso para asegurar la estabilidad del gobierno. Eso sí, gracias a un cambio de posición del PSN-PSOE, porque él, dice, no se ha movido un milímetro y, sobre todo, no piensa hacerlo. O sea, va a hacer lo que le venga en gana con la seguridad de que el PSN dirá amén a todo. La humillación es ya completa. A la bronca del padre («hay que saber aguantarse») se añade la colleja del padrino. Algún concejal del PSN proclive a mesarse los cabellos a cada barrabasada de sus conmilitones, llegará pelón al final de la legislatura.

Prueba fehaciente de cuanto antecede (la coalición UPN-PSN y la enfermiza propensión al acaparamiento de cargos) es lo ocurrido en la Mancomunidad de la Comarca de Pamplona. Torrens corre a negociar para sí la presidencia —siendo el cuarto grupo, que tome nota José Blanco— tras pactar con UPN el apoyo (o la no oposición, qué mas da, Barcina respira al fin tranquila) en el Ayuntamiento de Pamplona. Otra renuncia, otro jirón de dignidad —si es que alguno quedaba— perdido por los rincones de los salones del poder, a sabiendas de que UPN manifiesta una y otra vez que no cederá en nada. Hay una relación entre los dos partidos que tiene todos los ingredientes del sadomasoquismo: UPN castiga y el PSN acepta con mal disimulada complacencia los correctivos. Para colmo, las pocas iniciativas que exhibe el PSN en el Parlamento (y que UPN se apresura a rechazar) consisten en medidas acordadas durante las malhadadas negociaciones con Nafarroa Bai e IUN: hipocresía, mala fe, afán de engañar.

Así que cuando Chivite, Felones o algún otro salen hablando de oposición contundente, de condicionar la acción del gobierno, de realizar su programa electoral y zarandajas de parecido cariz, queda la duda de si es para salvar la cara y salir del apuro con la menor indignidad posible, o consideran a los ciudadanos incapaces y susceptibles de manipulación en cualquier grado; la hipótesis de que se crean ese discurso no es creíble. Hay en román paladino abundantes expresiones, a cual más recia, para expresar lo acontecido; en casi todas intervienen los pantalones (el habla popular sigue siendo sexista), ciertas antifonales partes y alguna variante más o menos expeditiva del pecado nefando.

En Economía se estudia un caso conocido como la paradoja del voto, que muestra que los mecanismos de votación pueden llevar a resultados no deseados por la mayoría, dependiendo, por ejemplo, del orden en que se presenten las alternativas a los votantes (las preferencias expresadas colectivamente no son transitivas, aunque lo sean las de los individuos). También en Navarra tenemos nuestra propia paradoja foral del voto, que podemos expresar en forma de silogismo: votar PSN es votar UPN (la apabullante evidencia empírica avala la solvencia de esta premisa). Votar UPN es votar PP (aunque sus diputados engrosen el Grupo Canario). Por tanto (y me adelanto a la monserga del voto útil que seguro esgrimirán los socialistas en Navarra) cualquier voto al PSN es un voto para Rajoy. Así pues, en Navarra es imposible votar a Zapatero. Para otra ocasión queda dilucidar si Zapatero es un digno destinatario, al menos en Navarra, del voto progresista decente.

El elefante en la cacharrería: los papeles de Crawford, Aznar y México

El acta de Crawford, recientemente publicada, constituye la enésima constatación de que la arrogancia, la torpeza, la estupidez y el sectarismo fueron la marca de fábrica de Aznar, también en su política exterior, que se fue deslizando de manera imparable hacia la irrelevancia, con la consiguiente pérdida de peso del país como interlocutor internacional, diga lo que diga ahora el PP. No es que España haya sido, desde los mismos albores del siglo XIX, un agente muy a tener en cuenta, pero durante algunos años —aproximadamente entre 1978 y 1996— parecía contar con un cierto respeto internacional. La guinda de la política exterior de Aznar —junto a un minucioso trabajo de zapa para socavar la construcción europea— fue precisamente el asunto de Irak, apresurándose a adoptar sin ningún reparo maneras de procónsul del Imperio. La diplomacia del exabrupto tan de moda por entonces en Washington no podía imaginar mejor complemento que el de un duendecillo saltarín paseándose de aquí para allá haciendo el trabajo sucio, se supone que para acumular méritos (algunas recompensas ha tenido después).

Sin pretender resucitar fantasmas, hay un aspecto colateral en toda esta historia que resulta muy ilustrativo. Antes de rendir su peculiar visita ad limina y renovar juramentos de vasallaje al Emperador en sus posesiones tejanas, Aznar se dio una vueltecita por México, en una visita que dejó al desnudo sus resabios ideológicos, su papel en la farsa y la falta de pudor en la exhibición de tanto servilismo. Naturalmente, Aznar tuvo cuidado de manifestar que no iba a México a convencer a nadie de nada y mucho menos a presionar. Pero, como dijo entonces un periodista de la televisión mexicana: Si no vino a lo que vino, ¿a qué vino? México era uno de los miembros no permanentes en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y, por tanto, con derecho de voto sobre las resoluciones que se pudieran presentar. En ese contexto, la visita de Aznar tenía un tufillo a presión difícil de ignorar. Y, naturalmente, ello produjo considerable indignación entre políticos, periodistas y la opinión pública mexicana.

Pero el asunto tenía más calado que el de la mera visita. ¿Por qué iba Aznar a México? Una posibilidad es que Bush le hubiera encomendado esa gestión. Posible, pero no creíble. Los Estados Unidos han tenido ambiciones imperiales y han actuado de acuerdo con ellas desde el mismo momento de su independencia. Primero territorialmente: con Francia, con la corona española y con México, al que sustrajeron la mitad de su territorio. Pero también por medio del control económico y político del continente entero. Para cuando se formuló la doctrina Monroe (América —el continente— para los americanos —estadounidenses—), ya llevaba años aplicándose. De tal manera que desde antes incluso de la independencia de las colonias castellanas, los Estados Unidos fueron tendiendo sus redes en el continente, mientras la influencia española se esfumaba repentina y completamente. De hecho, España no gozó de ninguna presencia en América durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. Sólo tras el fin de la dictadura y el interés que generó la denominada transición política se puede hablar de una ampliación de las relaciones de España con Latinoamérica, más allá de las puramente diplomáticas (también contribuyó a ello, por supuesto, la oleada de fuertes inversiones de empresas españolas, al socaire de las privatizaciones de servicios públicos en los años ochenta y noventa). En estas condiciones, y dada la falta de sutileza para la diplomacia que reiteradamente ha exhibido la administración Bush, parece poco probable pensar que éste encargase a Aznar una gestión en territorio que considera suyo y, además, de gestión exclusiva.

Desechada la hipótesis del recadero (ya de por sí humillante) queda la aún más humillante del meritorio que, sin encomendarse a Dios ni al diablo y a fin de ser agradable a ojos del señor, acaricia la idea de presentarse al besamanos con un regalo inesperado, cual es el cambio de posición de México, en un momento en que Estados Unidos sólo tenía tres votos seguros en el Consejo de Seguridad. Así que este gachupín de concepciones rancias aparece por México con el aire de suficiencia que le da el pasado imperial para llamar al orden a las colonias. Tampoco era nueva esta orientación. Por aquellos años las alocuciones del Jefe del Estado solían contener abundantes evocaciones orgullosas de glorias imperiales y afanes evangelizadores; la perla fue aquel discurso en que se decía que el castellano nunca se había impuesto a nadie por la fuerza. Por cierto que, coincidiendo más o menos con la reunión de Tejas, la prensa norteamericana se preguntaba de dónde había sacado Bush esos aliados tan irrelevantes, colocando a España en la misma lista que Chequia o los estados bálticos.

México es un país grande, con personalidad política y económica muy marcada, un sentimiento de identidad que, por ejemplo, no existe en España y unos intereses bien delimitados en sus relaciones con los Estados Unidos. Depende económicamente de su vecino del norte, al que va más del 80 por ciento de sus exportaciones y es el origen de una parte muy significativa de las inversiones. Pero también es el destino de millones de mexicanos que emigran legal o ilegalmente. El gobierno mexicano era consciente de su debilidad negociadora. Además, el entonces presidente, el conservador Fox, era claramente pronorteamericano. Sin embargo, supo mantener su posición con notable dignidad y no se prestó a las maniobras de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad. Nada que ver con el servilismo aznarita, su doblez y su obsesión por pasar a la historia a costa de lo que sea. En eso —y en su afán de emular el protocolo monárquico— recordaba a otro personaje igualmente empeñado en responder sólo ante Dios y ante la Historia (lo consiguió y ahí están Rouco y César Vidal para absolverlo).

miércoles, 8 de agosto de 2007

PPSOE, UPSN: debitum sexum?

Quod natura non dat Salamanticam non praestat. Así dice el aforismo, recogiendo una idea de sentido común y validez general... salvo en Navarra, donde debe ser adaptado y hasta rebatido o contradicho para expresar adecuadamente su realidad política: lo que las urnas no dan Ferraz lo presta, en el que quizá sea el mayor fiasco político que se haya dado en Navarra en los últimos treinta años; y eso que se puede exhibir un abultado muestrario. Como suele ser habitual, el protagonista es el PSN. Más bien sus dirigentes, porque la militancia ha dado una lección de dignidad, coherencia (Dios, que buen vassalo si ouesse buen sennor!) y ahora resignación. Algo le pasa a ese partido —experto en captar voto de izquierdas para entregar el poder a la derecha— porque desde las trapazas de Urralburu no deja de pifiarla una y otra vez. Cuando el electorado parece haber olvidado, perdonado o, al menos, superado la última, la vuelven a hacer. Curiosamente, los sucesivos protagonistas han ido a parar, en su mayor parte, a la cárcel o —de hecho o de derecho— a UPN.

La última, la alianza UPN-PSN (ahí andarán a la greña socialistas y convergentes toda la legislatura por ver quién se lleva los caramelos y se queda como bisagra), arrumbados como si nunca hubieran existido el «decálogo» de Sanz o las condiciones de Chivite para el pacto (la palabra de José Blanco es ahora suficiente para Sanz). Por supuesto, cada partido es libre de pactar y ayuntar sus votos y escaños con quien le parezca, aun a costa de alterar o contradecir flagrantemente los mensajes preelectorales.

Ahora bien, la manera como se ha llegado a la actual situación muestra, contradiciendo el chovinismo casposo y sucursalista de UPN (Navarra siempre p’alante, así se estrelle) o el engolamiento tecnocrático del PSN, que ni uno ni otro tiene capacidad de decisión sobre Navarra, convertida en juguete de intereses espurios, objeto de un peloteo desganado, como si los jugadores estuvieran —están— en otra cosa. Desde hace mucho se alimenta la autoestima de los navarros con el mito de que Navarra es una cuestión de Estado. Y se repite tanto que se asume con naturalidad como un dato. Lo ocurrido los últimos meses prueba que, lejos de eso, Navarra no es más que un instrumento cómodo para conseguir otros fines, porque si se pierde el envite el coste es reducido.

Muestra también la contumacia de Zapatero en gobernar según encuestas y sondeos, un vicio poco recomendable en política porque lleva a olvidarse de los principios y aboca a un pragmatismo desmedido. La primera consecuencia en el tema que nos ocupa —enésimo ejemplo de lo poco que cuenta Navarra en Madrid— es que el voto de un navarro (especialmente si va al PSOE) se valora mucho menos que el de un extremeño, un castellano o un murciano. Menos que esos votos que —dicen— perdería el PSOE en la España profunda si se aliara con Nafarroa Bai, votos de la manipulación, la mentira y la ignorancia. La segunda consecuencia es que Zapatero se echa en brazos —o se acerca un poco más— a ese sector del PSOE jacobino, nacionalista (español), y con un ramalazo autoritario y rancio, tan bien representado por gentes como Bono, Rodríguez Ibarra, Vázquez y hasta Guerra. Queda ya poco de ese Zapatero que llegó al Gobierno («no nos falles», le decían) cabalgando una ola de indignación pero también de convicción, dada la situación de auténtica emergencia democrática a que abocó el gobierno de Aznar. Además, los sondeos que tanto mira Zapatero muestran que entrar en el discurso mentiroso y manipulador del PP y actuar a la defensiva, justificándose continuamente en lugar de hacer pedagogía política, es una estrategia perdedora. De hecho, sólo han sido capaces de conseguir una ventaja de tres puntos (que se puede esfumar en cualquier momento), a pesar de algunos logros sociales y un panorama macroeconómico inmejorable (crecimiento, desempleo, inflación; otra cosa es lo que sale cuando se rasca en las cifras). Pero nadie en el PSOE se escandaliza ni responde a las impúdicas y vergonzosas declaraciones de San Gil a costa de Navarra en su rentrée política (contra lo que pueda parecer, quien más se inmiscuye desde la Comunidad Autónoma Vasca en los asuntos de Navarra es el PP que, para colmo, insiste en equipararla con Álava: la cuarta provincia que decía Sanz, es una realidad para el PP y el diktat llega no pocas veces desde Vitoria).

En Navarra hay un acuerdo, explícito o tácito, entre UPN y PSN para dejar fuera de cualquier cargo a Nafarroa Bai, con la justificación de una supuesta deslealtad institucional. Tanta pureza democrática parece ocultar únicamente miedo. Miedo a que si Nafarroa Bai asume responsabilidades de gobierno, se evidencie capacidad de gestión y un proyecto alternativo sin que, para colmo, pase nada. Porque la única fuerza política que, hoy por hoy, defiende la identidad de Navarra y pretende profundizar su autogobierno (su capacidad de decisión) es Nafarroa Bai. Así, unos y otros se quedarían sin coartada ideológica y, quizá, sin parte de sus votantes. El precio de esa actitud es el deterioro de la calidad de la democracia: se puede votar a Nafarroa Bai, pero no sirve de nada, porque para ello ya se apañan alianzas imposibles. Tampoco hay que sorprenderse mucho, cuando hay opciones a las que no es posible votar, la monarquía sigue siendo intocable y hasta se secuestran semanarios o se persiguen periódicos por ironizar sobre noticias nunca desmentidas.

Para el PP, que no oculta su alegría por una victoria más de su política de miedo y chantaje, es el triunfo de los que defienden España. Triste España la suya, que sólo puede mantenerse unida por la fuerza o desnaturalizando la democracia. Han optado por el palo en lugar de la convicción («venceréis, pero no convenceréis») y el PSOE se ha sumado obedientemente a esa estrategia. A mayor abundamiento, queda la sospecha de que el PSOE renunció a forzar unas nuevas elecciones (posibilidad que se barajó en algún momento) precisamente porque los sondeos mostraban que UPN no obtenía la mayoría absoluta.

Una de las imágenes de la campaña electoral del PSN presentaba a Puras aplaudido por Zapatero y el lema «el cambio que Navarra se merece». Ahora queda claro qué es lo que, para el PSOE, nos merecemos. En el siglo XVIII los moralistas distinguían entre la sodomía y la bestialidad, porque la primera era accessus ad non debitum sexum y la segunda concubitus cum individuo alterius speciei. ¿A cuál de ellas corresponderá el engendro UPSN? ¿O nos estaremos dejando engañar por las apariencias y no será más que debitum sexum?


(Diario de Noticias, 8 de agosto de 2007)

viernes, 20 de julio de 2007

PSN: déjà vu?

Lo ocurrido desde el 27 de mayo muestra con toda claridad que el PSN no ha aprendido —diríase que no ha querido aprender— nada de su propia historia. O, quizá, sólo quiere saber hasta dónde puede llegar —hasta dónde puede caer— tensando la discrepancia entre votantes y dirigentes, a menudo más interesados en salvaguardar beneficios y prebendas que en construir una alternativa de gobierno. Los resultados del último congreso así lo corroboraron, al forzarse un cambio en la dirección para frenar la disposición favorable del anterior equipo a entenderse con otras fuerzas progresistas. El PSN de Chivite carecía —carece— de vocación de gobierno y su único fin era conseguir el número de escaños suficiente para evitar cualquier mayoría alternativa a UPN. La intervención de la dirección federal del PSOE para evitar que Chivite fuera candidato pretendía precisamente corregir esa situación y el propio discurso del candidato Puras, así como los lemas electorales, parecían indicar un cambio. Con todo, el mal ya estaba hecho, la desconfianza se extendía y pasó lo que tenía que pasar: a fuerza de querer no ser los primeros han terminado —cumpliendo el objetivo primordial, hay que reconocerlo— por ser los terceros (y esto no ha hecho más que empezar).

Pasadas las elecciones, la coyuntura política cambia drásticamente en Madrid. ETA anuncia el fin de la tregua, quizá no por casualidad en el momento en que más podía perjudicar a Nafarroa Bai. Al mismo tiempo, Rajoy y Zapatero se embarcan en un vergonzoso chalaneo
(«Cambalache: ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!», dice el tango y dice bien) a costa de Navarra en el que, para colmo, la torpeza del presidente no tiene parangón y el PP se mofa de él cambiando una y otra vez los términos de la negociación. Rajoy promete inicialmente moderación a cambio de Navarra y Zapatero accede, aunque «lo que le pide el cuerpo» es propiciar un gobierno alternativo. Navarra termina reducida para ellos a un puro proceso fisiológico, tal vez intestinal (la aportación de José Blanco está siendo inestimable). A pesar de todo, el PP no cambia un ápice —no puede, es lo único que sabe hacer— su estrategia de siempre, y se dedica a preparar el terreno para cuando se produzca ese atentado que todo el mundo está esperando. Digan lo que digan en UPN, se trata de una partida que se juega en Madrid en la que Navarra es sólo una arma arrojadiza sin nada que ver con lo que realmente se ventila y en la que los intereses de Navarra no sólo no se tienen en cuenta, sino que son conculcados flagrantemente. A tal punto llega la cosa que, por lo que se dice, el PP ha vetado iniciativas de UPN para llegar a un acuerdo con el PSN.

¿Qué ha sido de toda esa verborrea de los últimos meses? ¿Quién defiende realmente los intereses de Navarra y quién los quebranta? ¿No será el verdadero enemigo de la identidad institucional de Navarra (de que Navarra siga siendo Navarra) quien, como UPN-PP, se está ocupando de destrozar la autonomía de Navarra en unos tribunales bien domesticados? ¿O quien, como el PSOE, fía su actuación en Navarra al albur de unas elecciones generales a un año vista, desanimando y engañando a sus propios votantes? Sanz, por su parte, hace lo que puede, añadiendo a su infinito anecdotario una muestra más de la profundidad de sus convicciones democráticas: pretende ahora que se debe excluir sine díe, no ya del Gobierno, sino de cualquier cargo institucional, a la segunda fuerza política de Navarra. Es propio de demócratas intentar torcer la voluntad de los electores con maniobras pre o postelectorales o quejarse de las reglas del juego cuando ya no convienen. Habría que ver en qué pararía el partido del lehendakari en funciones si se le aplicara a rajatabla el fundamentalismo constitucional que profesa el PP (con la misma adhesión inquebrantable que en su día profesaron por principios fundamentales de movimientos inmutables).

El PSN, por su parte, aprovecha la coyuntura volviendo por sus fueros. Recuerda muchos episodios de la época de Urralburu, cuando se exhibía una voracidad desmedida por la acumulación de cargos sin ninguna justificación ideológica o política, y que parecía responder más a ambiciones individuales que a estrategias de gobierno (¿prebendas y honores compensan la indignidad política? Elena Torres tendrá, seguro, la respuesta). Lo que pasó después es de sobra conocido y sirvió para que UPN hiciera de Navarra su cortijo y Sanz mantuviera firmemente las riendas del PSN. Baste recordar la forma en que cayó el gobierno de Otano y los motivos reales de la maniobra. Quién sabe si ahora no se estará representando el mismo sainete, cada uno sabrá hasta dónde es vulnerable.

Es de sobra conocido que Puras no está donde está por sus dotes políticas o su brillantez negociadora. Está porque no generaba rechazos frontales: podía ser aceptado por Madrid sin incomodar demasiado a la dirección de Navarra. Pero su impasibilidad y cinismo al comentar idas y venidas, propuestas de negociación o la composición del gobierno, suscitan alguna alarma sobre sus dotes para la refriega política. A no ser que esté cometiendo un error que cualquier buen estratega debe evitar: minusvalorar, en la negociación o en el enfrentamiento, al socio o al adversario. Por no hablar de esa actitud que pretende ser equidistante entre la derecha y la izquierda, como si fuera el independiente perfecto, una suerte de «hombre bueno», capaz de traer el equilibrio a nuestro convulso panorama político y la paz a nuestros atribulados corazones.

Tanto devaneo, tanta vuelta y revuelta llevan a una única conclusión: salvo que en Madrid se diga otra cosa, el PSN hará lo posible porque no haya pacto de Gobierno progresista. Hasta Sanz está actuando con más coherencia. Y el PSN debería reflexionar si, como dice el lehendakari en funciones, sus programas coinciden en más de un noventa por ciento. Así las cosas, seguramente la única opción sea la repetición de las elecciones. Quizá a costa de la mayoría absoluta para UPN; pero servirían, al menos, para situar a cada uno, y especialmente el voto progresista y de izquierdas, donde corresponde.

La estomagante sensación de déjà vu que lo invade todo acrecienta la convicción de que con ANV o sin ella en el Ayuntamiento de Pamplona, el PSN nunca hubiera votado a Uxue Barkos, sino a su cabeza de lista, emulando la trampa de Balduz, que parece haberse convertido en
paradigma de lo que ese partido entiende por alta política. El resultado, simplemente que Barcina tendría hoy que dirigir su gratitud a Torrens en lugar de a ETA.

(Diario de Noticias, 20 de julio de 2007)

viernes, 15 de junio de 2007

Cambalache: ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!

Después de tanto ruido en los últimos meses, después de proclamar unos que Navarra no se vende y otros que Navarra, siempre, les ha faltado tiempo para empezar a trapichear a costa de Navarra. El comunicado de ETA anunciando el final del alto el fuego ha contribuido decisivamente a embrollar aún más las cosas. Nada inesperado, por otra parte. Quedaba por saber el momento y ETA ha dejado clara su opción. Ha elegido la mejor coyuntura para dinamitar las negociaciones para la formación de gobiernos alternativos y, concretamente, la posibilidad de que Nafarroa Bai obtuviera la alcaldía de Pamplona. Existe un curioso maridaje entre ETA y UPN-PP, una confluencia de intereses que hace que cada uno se beneficie de las decisiones del otro. De hecho, el PP necesita a ETA y así lo ha reconocido implícitamente con su obsesión enfermiza tras el 11-M, que sólo ha comenzado a ceder cuando el juicio ha ido refutando las peregrinas hipótesis que sucesivamente se ponían sobre la mesa; pero para entonces el PP ya disponía de un nuevo juguete con el que mantener prietas las filas y arremeter contra Zapatero: Navarra.

A su vez, ETA también necesita al PP. Diríase que ha llegado a la conclusión de que Zapatero carece de capacidad de decisión a causa del estrecho marcaje al que está sometido, y que quien puede tomar decisiones efectivas es Rajoy. El corolario es obvio: hacer lo posible para que el PP vuelva al poder. Y hablando de ETA ese «hacer lo posible» pone los pelos de punta.

En medio, Zapatero. Su gran preocupación tras la ruptura del alto el fuego es suavizar la actitud del PP, para mitigar su repercusión en las próximas elecciones generales y lo que, como consecuencia, pueda ocurrir hasta entonces. Curiosamente, el cambio de estrategias da lugar a un nuevo escenario en el que todo vuelve a ser posible. Por un lado, la moderación del PP le puede facilitar la vuelta al gobierno. Por otro, ETA puede acobardarse y facilitar las cosas a Zapatero. Por último, el PSOE puede descubrir que la mano dura vende y optar por seguir esa vía...

Sea lo que sea, la primera víctima de la reunión Zapatero-Rajoy fue el Ayuntamiento de Pamplona. Podrán decir lo que quieran, el PSN podrá intentar salvar la cara —y la dignidad— apelando a que la decisión fue suya. Pero la evidencia es abrumadora, incluyendo la críptica apelación de Rajoy a Zapatero para que «cumpliera lo que habían acordado el lunes», tras su «absurda» pregunta en la sesión de control al Gobierno.

Por cierto, que la lectura del acuerdo del PSN de no apoyar candidaturas que requieran los votos de ANV puede llevar a situaciones curiosas. Por ejemplo, ¿qué pasaría en una votación de los presupuestos de Pamplona en la que NaBai, PSN y ANV estuvieran en contra? Como los votos de ANV serían decisivos para el resultado de la votación el PSN se abstendría, lo que implicaría la aprobación de los presupuestos con la mayoría relativa de UPN. Es decir, el PSN sólo se involucrará en cuestiones de poca enjundia. Entonces, ¿para qué se ha presentado a las elecciones? ¿hay votos más inútiles que los que ha recibido ese partido? En estas condiciones, enternecen las declaraciones de Torrens sobre la oposición que va a hacer. Quizá Mori sepa explicarle lo que significa estar en la oposición en un ayuntamiento, dado el carácter presidencialista de su gobierno (no digamos nada si, además, lo preside alguien del talante autoritario y despótico de Barcina).

Pese a quien pese, ETA marca la agenda política y las decisiones de PSOE y PP. Pese a quien pese, Barcina debe la alcaldía a ETA. Si está dispuesta a aceptar el cargo en una situación de excepcionalidad como la presente y satisfaciendo los deseos de una organización terrorista, debería aplicar criterios igualmente excepcionales y gobernar por consenso, dando entrada en el equipo de gobierno al menos al grupo que, previsiblemente, hubiera obtenido la alcaldía de no mediar el chantaje de ETA.

En resumen, Navarra no se vende pero Zapatero nos ha vendido (y al peor postor).

lunes, 11 de junio de 2007

Iter facite: accesibilidad y movilidad en Pamplona

«Un hombre que cumplidos los treinta acude a trabajar en autobús puede considerarse un fracasado». Esta frase de Margaret Thatcher —además de machista— resume con gran claridad la posición de la derecha sobre el transporte público: políticamente conservadora, económicamente regresiva, ambientalmente insostenible y socialmente poco democrática. Y ésa es la política que se ha seguido en la Comarca de Pamplona las dos últimas legislaturas, liderada por el equipo de Barcina y seguida sumisamente (a pesar de postular de boquilla ideas a veces opuestas) por la Mancomunidad.

Al fomento incesante de las necesidades de movilidad se ha respondido facilitando el trasiego de coches, mediante, por ejemplo, la habilitación de viales de gran capacidad o la construcción de aparcamientos en el centro. Y ello, además, sin un sistema integrado de transporte público, porque el existente es el resultado de la mera yuxtaposición de dos redes diferentes en sus objetivos y en sus planteamientos: una de transporte urbano y otra de transporte interurbano, que deja amplias zonas y franjas horarias sin atender y alimenta los flujos de tráfico. Una muestra de la falta de voluntad real de fomentar el transporte público (se diga lo que se diga en los informes y pronunciamientos institucionales) es la política de tarifas. La financiación pública —de enorme rentabilidad social— es cicatera (el vigente Plan deTransporte se ha financiado con las nuevas licencias de taxi) y, para colmo, las tarifas vienen aumentando sistemáticamente por encima del IPC, especialmente las sociales. El resultado es un encarecimiento para el ciudadano del transporte público en relación con el privado, lo que disuade su uso, y se agravan los problemas del tráfico: congestión, contaminación, ruido, dificultades de accesibilidad (en tiempo, coste y molestias) para personas y colectivos no motorizados y, en definitiva, deterioro de la calidad de vida urbana. Todo ello contribuye a su vez a una menor calidad del transporte público, en un círculo vicioso que termina con la ciudad colapsada, ante la indiferencia de la Administración.

En un intento de encubrir el desinterés por encarar el problema, se exhibe el incremento del número de viajeros como prueba de que se sigue la política acertada. Sin embargo, para que tal incremento pueda ser considerado síntoma de una mayor eficacia del transporte público, parece necesario que vaya acompañado de un cambio de modos de transporte, especialmente del coche al autobús. No sólo no ha ocurrido eso, sino que el volumen de desplazamientos en transporte privado ha crecido más deprisa. Si aumenta el número de viajeros, se debe sobre todo al crecimiento de la población y a que ésta está más dispersa, lo que incrementa notablemente las necesidades de movilidad: los municipios que más crecen en la Comarca son los de menor tamaño y más alejados del centro, mientras que Barañáin, Burlada, Pamplona o Villava crecen por debajo de la media. Si dividimos el número de viajeros entre la población, vemos que desde el año 2000 hay una tendencia clara a la reducción del indicador, es decir, que la población aumenta a mayor ritmo que el número de viajeros. En resumen, lo que se exhibe con tintes triunfalistas como prueba de éxito esconde, en realidad, un empeoramiento de la calidad y una menor eficiencia del transporte público.

Hay una vieja idea —puesta, por cierto, estos días en el candelero por Aznar con su apología de la libertad para conducir borracho— propia de un liberalismo superficial y zafio, que identifica las normas de convivencia social (salvo, claro, las que protegen la propiedad privada y aseguran el orden público) con restricciones de la sacrosanta libertad individual, asociada en el caso del transporte con la posesión y el uso del vehículo privado en cualquier contexto, también el urbano. Nada más lejos de la realidad. Incluso, por paradójico que parezca, la permisividad con el coche no sólo no favorece la igualdad, sino que la reduce; por el contrario, la restricción del tráfico privado y el fomento del transporte público contribuye a democratizar la calle, puesto que facilita la accesibilidad de personas que, de otro modo, encontrarían su movilidad restringida. Buena prueba de ello es que la mejora de los sistemas de transporte público da lugar normalmente a un aumento de los desplazamientos —la denominada movilidad inducida—, es decir, desplazamientos, sobre todo por razones de ocio o compras, que en la situación anterior no se producían. Esto enlaza con otro tópico muy extendido y no avalado —al contrario, la evidencia disponible apunta en la dirección opuesta— por los estudios empíricos: se trata del supuesto de que restringir el aparcamiento en el centro debilita la actividad económica, especialmente la comercial.

La situación de la Comarca de Pamplona requiere actuaciones decididas de fomento del transporte público para asegurar el derecho de la ciudadanía a la movilidad en condiciones social, ambiental y económicamente sostenibles, y garantizar la accesibilidad al centro de la ciudad, como elemento vertebrador de todo el tejido urbano (que desborda con generosidad los límites administrativos que imponen los términos municipales). Así, Nafarroa Bai ha lanzado una propuesta que, junto a la mejora de los modos existentes o la ordenación urbana pensando en modos alternativos al coche (no recluyendo a la bicicleta o al peatón en espacios residuales sin interés para el automóvil), incluye un modo nuevo en la Comarca, como es el tranvía (salvando, por supuesto, honrosos antecedentes ferroviarios). El tranvía presenta numerosas ventajas desde el punto de vista de la accesibilidad, el consumo, el ruido, la sostenibilidad o la estética urbana. Incluso un presunto inconveniente como la reserva de suelo no es tal, ya que la ocupación dinámica de espacio del tranvía es mucho menor que la del automóvil. En la Comarca hay itinerarios con un número de viajeros que supera ya los límites que el autobús puede cubrir con solvencia, con lo que no sólo no se atiende debidamente la demanda, sino que se contribuye a la congestión. Pero, sobre todo, ha de ser entendido —además de como un modo de transporte— como una herramienta de gestión del tráfico y de ordenación del espacio urbano.

Se ha llegado a un punto en que no basta con la pura gestión de temas concretos tomándolos por separado. Toca hacer ciudad y para ello es necesaria una visión global e integradora —una idea de ciudad— y, sobre todo, voluntad. La política de transporte es una herramienta fundamental en la consecución de ese objetivo, para que efectivamente Iruñerria sea más que la suma de sus partes (municipios, barrios, personas). El tándem UPN-CDN —apocado y marchito— carece del bagaje, la capacidad y, mucho menos, la voluntad de acometer la tarea.

(Diario de Noticias, 11 de junio de 2007)

jueves, 7 de junio de 2007

El buhonero Rajoy y sus trapicheos

A punto estuvo nuestro lehendakari en funciones de quedarse sin voz, clamando contra la venta de Navarra o para evitar que Navarra fuese moneda de cambio. La derecha, quizá por afinidad, ha demostrado su aprovechamiento del magisterio de Goebbels, dedicando su mucha
pericia a la fabricación de artefactos con los que atacar al gobierno y acceder de nuevo a un poder del que se considera dueña natural. La mencionada venta de Navarra es un buen ejemplo, al igual que la ruptura de España a cuenta del Estatut , o la teoría de la conspiración , una y otra vez desmentida en las sesiones del juicio por el 11-M, sin que a nadie se le pase por la cabeza rectificación alguna o pedir disculpas por el vilipendio que han sufrido las víctimas.

Lo que son las cosas (arrieros todos al fin), apenas unas horas después de conocerse los resultados de las elecciones, Rajoy —cada vez más metido en su papel de duque de Alba— se dedicaba ya a usar Navarra, no ya como moneda sino como un cromo en un cambalache de patio de colegio: yo te doy Canarias, tú me das Navarra. Después de juntar unos miles de personas para gritar, entre otras cosas, que Navarra no se vende (o lindezas como esto es España y al que no le guste que se vaya), suena más bien a fraude. A lo mejor la costumbre de pertenecer al grupo parlamentario canario les lleva a mezclar churras con merinas y confundir territorios fiscales.

Usan Navarra como arma arrojadiza en sus obsesivas trapazas anti Zapatero, devaluándola (y devaluándonos) hasta extremos a los que sólo el capricho de los números pone coto (nada puede perder más del 100% de su valor), para escarnio e indignación —supongo— de tantos militantes y votantes de UPN que creyeron el discurso tremendista y votaron el 27 de mayo pensando que se ventilaba algo más que la permanencia de la derecha en el poder y el cambio político (no es que hayan cogido cariño a los cargos, beneficios, canonjías y prebendas, es que parecen haberse fundido con ellos, hasta considerarlos parte de su esencia —aquello por lo que una cosa es lo que es, que diría Aquino—).

En el colmo de la humillación para UPN y, sobre todo, para Navarra, el presidente del PP se pone a discutir nuestro futuro con el PSOE, primero a través de la prensa y después en el Congreso, pero siempre en Madrid; porque no se olvide que no ha sido Sanz quien, en un ejercicio más de su acreditado y acrisolado patriotismo, ha ofrecido el sacrificio de Navarra en el altar de la grandeza de España, sino Rajoy. Ignorando olímpicamente, por cierto, a Coalición Canaria, su antigua (y, al parecer, próxima) aliada: sería bueno tomar nota del sentido de la lealtad que se practica en el PP.

Que la palabra escrúpulos no está en el diccionario de Sanz (de la misma forma que reyno no está en el de la Academia) es cosa sabida, por reiterada. Pero que hayan tardado —él y Rajoy— tan poco en mostrar su verdadera cara asombra, porque hasta del más cínico se espera que
guarde las formas. La expresión de Rajoy ha sido, en este sentido, ilustrativa, puro franquismo sociológico: espera que en Navarra suceda lo que ha ocurrido siempre (y si no, manifestación, habrá que añadir). También dijo en su día que «Navarra será lo que los navarros y el resto de los españoles quieran»; la matización no es inocente. Y si no, hagan cuentas: según los datos oficiales, la población de Navarra es el 1,35% de la española. Lo que significa que, de hecho, Rajoy está diciendo que Navarra será «lo que el resto de los españoles quieran». Y se demuestra día a día. El mismo Acebes se ha dignado a dar la venia a UPN, al declarar que este partido «tiene toda la confianza del PP» para negociar: esto va adquiriendo tintes de sucursalismo bananero.

Los ejemplos se han sucedido la pasada semana y seguirán apareciendo perlas de calibre y calidad crecientes, a medida que se aproximen los momentos decisivos y —esperemos— se vayan difuminando las esperanzas de la derecha en la eficacia de sus chantajes. En el colmo de la incongruencia, ahora resulta que para Rajoy lo natural es un gobierno UPN-PSN, cuando hasta hace bien poco lo hubiera considerado contra natura, pecado nefando merecedor de todos los anatemas. Por supuesto, añade, si el PSN gobierna con Nafarroa Bai, significará que detrás hay un pacto. ¡Acabáramos! Es que de eso se trata, y sería deseable que, de darse el caso, se haga con transparencia. Aunque tal como lo ha formulado Rajoy suena igual que aquello que le dijo a Zapatero: «Si usted no cumple le pondrán bombas y, si no hay bombas, es porque ha
cedido». Manipulador y obsceno.

Elorriaga también ha aportado su granito de arena en esta feria del disparate, al afirmar que la voluntad del PP es llegar a acuerdos con partidos cuyas ideas y programas sean afines, evitando pactos extravagantes. Ahora resulta que UPN y PSN persiguen los mismos fines; que el pacto
de fuerzas progresistas para gobernar es extravagante , y no lo es un pacto entre un partido conservador y el PSN, cuyo único fundamento sería una supuesta amenaza inventada por la derecha precisamente para poner en el brete a los socialistas. Porque para Elorriaga el principal problema de Navarra es la presión del nacionalismo vasco y no el estado en que UPN deja la sanidad (la peor valorada), la educación, las desigualdades sociales o el fuero. Hay algo que nubla el entendimiento de estas gentes; esperemos que no sea contagioso.

UPN ha generado en estos años un clima de enfrentamiento civil entre navarros, siguiendo la estela del PP en Madrid, simplemente para mantenerse en el poder, renunciando a la pedagogía política. La consecuencia es visible en el mapa de Navarra a poco que se analicen los
resultados: hay una fractura que no sólo es política o social, sino espacial, alimentada por UPN en una estrategia insensata para consolidar los votos en el sur. El PSN tiene la oportunidad de frenar ese proceso —y, de paso, de asegurar su supervivencia política y organizativa— contribuyendo a la cohesión territorial de Navarra y convenciendo a los ciudadanos —el movimiento se demuestra andando— de que las mentiras vienen todas del mismo sitio y de que el cambio no sólo es posible, sino deseable.

En enero de este año Rajoy —erigiéndose una vez más en mercachifle de los intereses de Navarra— dijo a Zapatero en el Congreso: «No está en sus manos torcer la voluntad de los navarros». Esperemos que así sea. Pero no se olvide que quien eso dice busca a su vez hacerlo, con mentiras y manipulaciones.

(Diario de Noticias, 7 de junio de 2007)

miércoles, 16 de mayo de 2007

Barcinópolis o la negación de la ciudad

La idea de ciudad está ligada a la de comunicación humana en su forma más avanzada y así se ha venido formulando desde hace siglos. Incluso en el ámbito de la árida y fría economía, la explicación última de la existencia de las ciudades suele atribuirse —por banal que parezca— a la necesidad que los humanos tienen de relacionarse con sus semejantes. No está de más recordarlo porque, bien pensado, es sorprendente que la ciudad conserve ese papel cuando objetivamente se hace lo posible para que lo pierda, cuando se despueblan los centros en favor de espacios puramente comerciales en las afueras (a los que, para colmo, sólo se accede en coche), donde la interacción, la relación interpersonal, deviene en tráfico mercantil y queda supeditada al puro consumo.

Estas reflexiones pueden parecer inconvenientes —y más en un medio tan mudable y fugaz como la prensa diaria— por demasiado abstractas. Pero no es ocioso ni fútil detenerse en ellas, porque son las que realmente nos darán la medida de las cosas concretas. Y son particularmente oportunas ahora que se acercan las elecciones municipales. De lo que resulte el 27 de mayo dependerá el modelo de ciudad que disfrutaremos o padeceremos los próximos años. Modelo que, además, no se desprende de lo que las distintas opciones expresan en sus programas electorales, cuñas publicitarias, panfletos (incluso los distribuidos contra derecho por el propio Ayuntamiento) y hasta tramposas campañas institucionales.

Habrá quien no se canse en estas semanas de exhibir logros, obras, esto es, cemento, losas (ese gris barcina), sin plantear —y mucho menos responder— a preguntas tan básicas como por qué, para quién o a qué coste (no sólo monetario). Asistimos a la puesta de primeras piedras de edificios casi terminados, inauguraciones de garajes privados como si fueran públicos, de cascarones vacíos que algún día serán museos y otros despropósitos cuyo fin último es confundir al ciudadano y llevarle a conclusiones erróneas. Si nos fiamos de la propaganda, se puede llegar fácilmente a la conclusión de que el actual equipo municipal lleva gobernando dos meses. El resto de la legislatura es un enorme agujero negro, dedicado quizá a los preparativos de un frenesí inaugurador —reflejo sociológico e ideológico de aquellos buenos tiempos (dicen los vates de UPN) de los generalitos pantaneros— que sólo se explica dando por buena la premisa de la estupidez como rasgo distintivo de la ciudadanía.

Por ejemplo, ¿sabemos cuántas de las innumerables obras e iniciativas que se exhiben últimamente en Pamplona son atribuibles al actual equipo municipal? ¿Sabemos si obedecen al interés público o sólo al afán de generar beneficios privados? ¿Conocemos su coste real? ¿Somos conscientes de que el justamente denominado «lucro incesante» de la plaza del Castillo va a costar (nos va a costar) seis millones de euros (más de treinta euros por cabeza; que tiemblen las familias numerosas) como consecuencia de una alcaldada? Por cierto, que en su momento Barcina tildaba a quienes se oponían al aparcamiento de algo así como incautos atrapados por manipuladores: una prueba más de la idea que tiene de la capacidad de discernimiento de la ciudadanía. Alguien dijo que la falta de conciencia histórica incapacita para la experiencia emocional de la obra de arte arquitectónica. Si a ello se une el autoritarismo, se llega con naturalidad a la destrucción como forma suprema de ejercicio del poder y afirmación de la propia autoridad, lúbrica entrega a un placer desenfrenado y salvaje. El caso del aparcamiento es buena prueba de ello.

Hay más anécdotas que revelan claramente ese talante autoritario. Por ejemplo, el monumento al encierro. Pocas esculturas habrá tan adecuadas para estar a pie de calle. El propio escultor ha reconocido que está pensada para ser vista desde arriba y ha pedido que se levante una grada para ello. Lejos de ello, Barcina la ha colocado bien alta, alejada del público, distante y hasta vigilada: Arnold Hauser, notable historiador social del arte, considera marcos, proscenios, podios y pedestales elementos definitorios del arte en las autocracias. A no ser, claro, que lo que se pretenda sea mostrar la dotación gonadal de los animalitos, símbolo por excelencia de la reciedumbre ibérica.

Para ser justos, hay que reconocer a Barcina un mérito en sus años de alcaldesa, y es que ha facilitado el tránsito peatonal por el centro de la ciudad: lo ha dejado tan congestionado, con el tráfico tan atascado a cualquier hora, que se puede cruzar por donde a cada cual le apetezca. Mejor, desde luego que donde hay semáforos, porque hace falta estar en buena forma para cruzar la avenida de la Baja Navarra en veinte segundos.

Es habitual cantar las excelencias de Pamplona; las paisajísticas son evidentes cuando, como ahora, estalla la primavera y se desparrama en lujuriosa y abigarrada variedad cromática, con el verde como rey indiscutible. Pero si se piensa bien, y contra lo que pudiera parecer, es una ciudad de escasa fortuna: sus mayores tesoros, sus elementos definidores, han sobrevivido por pura casualidad y, demasiado a menudo, a pesar de sus gestores. Por ejemplo, las murallas se conservan porque carecen de atractivo inmobiliario. De hecho, desaparecieron precisamente en la meseta, allí donde la ciudad podía prolongarse sin obstáculos orográficos, para dar lugar, sucesivamente, a los tres ensanches. La Rochapea, extramural y transrúnica, queda para huertanos (cada vez menos: el signo de los tiempos) y trabajadores, como la Chantrea, la Milagrosa y tantos otros barrios cuya identidad proletaria es bien visible en los pecados urbanísticos que a su costa se perpetraron (para todo hay clases). Y quedan dos meandros del Arga como quien dice vírgenes (¿se puede ser casi virgen?) por pura causalidad: de tan ciego, al mercado se le escapan cosas. De seguir Barcina en la alcaldía, cabe aventurar que por poco tiempo. El vial de Iru Bide es el primer mordisco a la Magdalena y habrá quien se prometa un banquete pantagruélico.

Tal como están las cosas, nos hallamos ante una encrucijada y el camino que se tome será vital para el futuro de Pamplona. Dice el escritor belga Stefan Hertmans que «tan pronto como empezamos a sentirnos en casa en una ciudad extraña, esa ciudad empieza a sufrir un proceso de desaparición. Al cabo de diez días, recorremos las calles principales con los ojos cerrados, porque aparece la meta en lugar del trayecto». Barcina ha conseguido que lo que en otros lugares es pura familiaridad con el entorno, en Pamplona sea una reacción defensiva (la de cerrar los ojos) para no ver ese ente inhóspito, esa no-ciudad, en que nos la ha convertido. Ahora toca aplicarse a la tarea.

(Diario de Noticias, 16 de mayo de 2007)

sábado, 28 de abril de 2007

Canovismo foral

El 24 de noviembre de 1885, con Alfonso XII agonizando, Cánovas y Sagasta acordaron lo que se conoce como Pacto de El Pardo , que sancionaba la alternancia en el Gobierno —vigente de hecho desde 1881— entre el Partido Conservador y el Liberal. Se alumbró así un sistema político con apariencia democrática pero autoritario en su esencia. En su diseño fue fundamental la profunda aversión de Cánovas al sufragio universal y su convicción (tan querida por la derecha actual) de que la nación es una realidad externa, independiente y ajena a la voluntad del pueblo que la forma; el sufragio censitario y el sistema caciquil se encargaron, en cualquier caso, de barrer todo resquicio de concesión a la voluntad popular.

Un buen puñado de historiadores —y desde luego los oficialistas— ha tejido una imagen de Cánovas como gran estadista, artífice de una larga etapa de paz y estabilidad en el marco de una monarquía constitucional. Incluso se ha convertido en la referencia totémica de la actual derecha española, y tanto Fraga como Aznar han soñado ser el nuevo Cánovas de la, por enésima (y esperemos que última) vez, restaurada monarquía borbónica: pero Fraga se queda en simple teórico de la democracia orgánica y apropiador desabrido de calles; Aznar, por su parte, no pasa de un mal remedo del peor Gil Robles. Cánovas como figura histórica representa la desconfianza en la democracia y las maniobras para desvirtuarla, la adaptación en la forma para preservar el fondo, esto es, un estado de cosas y un reparto del poder (como Dios manda ) más propio del Antiguo Régimen (se opuso tenazmente a la libertad religiosa). No obstante, a diferencia de sus epígonos posfranquistas, fue un individuo brillante, con el punto de cinismo que suele ir unido a esa cualidad y lo bastante escéptico para no creerse su propio discurso y ser bien consciente de sus limitaciones. A él se atribuye la famosa (y más acabada) definición de los españoles: los que no pueden ser otra cosa.

Tampoco el lehendakari Sanz se ha podido sustraer (¡qué malo es leer!) al magnetismo de la figura de Cánovas. O quizá es simplemente que está muy nervioso (táchese lo que no proceda). Pero hace unas semanas todos asistimos al lamentable y bochornoso espectáculo de un presidente de Navarra ofreciendo al PSN nada menos que consensuar algún tipo de alternancia entre los dos partidos, para dejar fuera del Gobierno sine die a Nafarroa Bai. En sus propias palabras, «un reparto en las cuotas de poder en cuanto al acceso a las instituciones». No se trata de abundar aquí en lo que significa semejante oferta (rápidamente repudiada por Puras, dicho sea de paso) por cuanto adultera el sistema democrático, degrada las elecciones a mera farsa e implica que una pandilla de iluminados se autoadjudique la potestad de decidir sobre lo que conviene o no a Navarra. Más aún, de haberse quedado ahí las cosas, la historia no habría pasado de una anécdota grotesca.

Pero parece que alguien avisado ha convencido a nuestro lenguaraz lehendakari de que estas cosas es mejor ventilarlas al abrigo de la vergonzante discreción de conciliábulos y contubernios, huyendo del escrutinio público. Así al menos parecen indicarlo los rumores sobre una nueva y mucho menos aireada oferta al PSN que consistiría, en lo esencial, en permitir que el PSN formara Gobierno, con el apoyo de CDN (¿adónde vas, CDN? porque si de lo que se trata es de destacar, en Lagartera confeccionan unos trajes muy apropiados); hasta meten en el saco a IU. UPN se comprometería a no obstaculizar la labor de Gobierno, pactando previamente con el PSN las principales iniciativas políticas, en una especie de benign neglect, un dejar hacer condescendiente y hasta negligente, a modo de perdonavidas de patio de colegio. Partiendo de que seguramente IU no se prestaría a semejante componenda, esta situación sólo sería factible si PSN y CDN obtuvieran más escaños que Nafarroa Bai e IU. En otro caso, se requeriría el apoyo activo de UPN, sea dentro o fuera del Gobierno. Cualquiera de las dos posibilidades es impensable en el estado actual de relaciones PSOE-PP, aunque la segunda sería mucho más escandalosa, en Pamplona y en Madrid.

Pero lo más ilustrativo de la situación es lo que deja traslucir. En primer lugar, estas ofertas están ya lejos de los tiempos en que Sanz trataba al PSN a base de exabruptos, chantajes o, simplemente, amenazas. De ahí se pasó al cortejo displicente con aires de superioridad, pero con la obsesión de fondo por los pactos poselectorales de los socialistas. La última fase (la tercera, la de los encuentros alienígenas) consiste llanamente en ceder el Gobierno al PSN. Es decir, se ha pasado de la incertidumbre sobre los resultados a la certeza de que van a ser malos y se atisban mayorías alternativas.

En segundo lugar, muestra una vez más la debilidad de las convicciones democráticas de esta derecha nuestra, que cuando intuye que las cosas no van a salir como le gustaría —como debe ser, porque identifican ambas cosas con demasiado desenfado— comienza a maniobrar para subvertir los resultados, aun a costa, si hace falta, de componendas o pucherazos. Siguen anclados en el siglo XIX. Ni siquiera tienen el fondo de armario ideológico suficiente como para haber asimilado el bagaje intelectual de la derecha del siglo XX (aunque alguna complicidad han tenido con la más perversa o sanguinaria).

Una vez más, Sanz consigue avergonzar a buena parte de la opinión pública navarra, quedar en ridículo fuera y demostrar que carece de cualquier respeto a Navarra, su ciudadanía y sus instituciones. Involucra a la monarquía, a la Iglesia (Sebastián siempre estará dispuesto a rezar por la Navarra de siempre) y a quien haga falta en sus delirios histéricos y ultramontanos. Dice querer blindar Navarra, quizá para poder saquearla (en lo poco que queda ya por vender) con mayor soltura e impunidad. Van a hacer falta años de trabajo para reparar el daño al régimen foral y a esos servicios que son la base del bienestar de la sociedad a que ha conducido un gobierno tan vociferante e irresponsable como falto de ideas y programas. Puede que Sanz aspire a ser Cánovas (o Gamazo, porque parece no tener muy claros algunos conceptos). Pero se queda en trasunto patético del conde de Lerín, ese personaje escaso de escrúpulos y sobrado de desparpajo que vendió Navarra (éste sí que la vendió) y se ganó merecidamente un puesto de honor en nuestra particular historia de la infamia.

(Diario de Noticias, 28 de abril de 2007)