miércoles, 19 de diciembre de 2007

Juan Pablo II y el callejero

Mientras se dibuja ya en Pamplona el trazado de lo que será —en las estrechas lindes del término municipal— el último ensanche, por agotamiento del suelo disponible, grandes carteles proclaman la magnitud de la obra junto a la denominación de la principal vía que se va a abrir: avenida de Juan Pablo II. Funcionarios municipales se han ocupado, también, de colocar la placa en lo que será el inicio de la nueva calle.

La decisión de denominar así la vía la tomó la alcaldesa Barcina en un malhadado pronto, quizá llevada por la emoción del óbito papal, quizá por pura solidaridad ideológica reaccionaria, tal vez persiguiendo crear una situación irreversible. Haciendo memoria, el lamentable espectáculo —por más que a los apologistas del dolor y del sacrificio les parezca edificante y digno de imitación— de la decadencia física, agonía, muerte y velatorio de Karol Wojtyla siguió magistralmente las pautas marcadas por el propio papa y la dirección de la Iglesia católica desde el comienzo mismo del reinado. En este sentido, lo sucedido tras el fallecimiento mostró que el manejo de los tiempos, de la imagen y de los efectos especiales no era sólo una habilidad personal —innata o aprendida— del papa difunto, sino que impregnaba e impregna —seguramente por el magisterio de aquél, aunque ahora con matices— todo el quehacer eclesiástico.

De Juan Pablo II se dijo que era el papa más aclamado de la historia pero el menos obedecido. Desde luego, puede decirse que a su muerte dejaba una Iglesia más influyente en lo político y menos en lo espiritual. Cultivó con un esmero ribeteado más de soberbia que de humildad cristiana a los poderosos de la Tierra. Fue muy amigo del mesurado Reagan y ávido consumidor —si no generador— de información de la CIA. Parecía experimentar por los dictadores esa fascinación que a menudo sienten hacia sus símiles las gentes de talante autoritario. Pese a los juicios precipitados tributarios de la emoción del momento, hoy la Iglesia está de capa caída y continuará así, dado que el actual pontífice católico es un esencialista que parece preferir una Iglesia corta pero convencida a otra extensa pero mas diluida en sus principios, no necesariamente «cristianos». Por supuesto, como ocurre siempre que desaparece algún líder carismático (venga de donde venga el carisma), abundaron las muestras de dolor y las proclamaciones de santidad. Hasta de Franco se decían cosas así en los días siguientes a su muerte. La globalización acentúa y multiplica esos efectos. Pero la composición del santoral es cosa de la Iglesia y allá ella y sus criterios de calidad.

Otra cosa es que, al calor de un acontecimiento de indudable magnitud y repercusión, se intente ganar unos miserables puntitos entronizándolo en el callejero. Sin entrar en la conveniencia o no de asignar nombres propios a las calles —al menos recientes o poco «reposados»—, estamos hablando de un líder religioso y político a un tiempo, cuya actuación, con implicaciones para personas y grupos sociales, es difícil de asignar con nitidez a uno u otro campo. Así, el Estado de la Ciudad del Vaticano es una monarquía absoluta que no reconoce derechos básicos como la igualdad de sexos o la libertad religiosa y discrimina a las personas por ambos conceptos. Es costumbre criticar con dureza visitas de Estado a países con regímenes discutidos. Cuba es un buen ejemplo. Venezuela también está ahora en el candelero. Sin embargo, no se dice lo mismo de las visitas de alto nivel al Vaticano para bailar el agua a cardenales ultramontanos con motivo de beatificaciones de claro contenido político reaccionario.

¿Qué decir de la política de Juan Pablo II hacia las mujeres? No sólo fue contumaz en negarles la igualdad con los varones, con argumentos circunstanciales y nada teológicos (si Jesús de Nazaret hubiera querido que las mujeres fuesen sacerdotes, decía, habría designado alguna para su selecto grupo de apóstoles). Su aliento a posiciones intransigentes en el tema de los anticonceptivos le hace cómplice de la negación a tantas y tantas adolescentes de países pobres de derechos fundamentales, como consecuencia del matrimonio en la infancia y la maternidad precoz. Como muestra, la actitud de las delegaciones vaticanas en conferencias sobre población o sobre la mujer, que sólo con mucha bondad cabe calificar de irresponsable. Cierto que Juan Pablo II no inventó esa política, pero la llevó al extremo con una intransigencia inaudita. Ahí quedan sus críticas al gobierno de Zapatero y las presiones ejercidas con el fin de evitar el reconocimiento de derechos y la propia igualdad ante la ley (no ante Dios: el Dios de los católicos puede ser todo lo sectario que estime oportuno en su omnisciencia) a determinados ciudadanos. Incluso el apoyo a la actuación de Rouco y sus secuaces y su maridaje con el gobierno del PP terminó con la imposición de obligaciones a los no católicos, mediante la legislación educativa, sólo para que los católicos puedan ser adoctrinados a cuenta del erario público. Por no hablar de la delirante incursión papal en la planificación hidrológica (es de suponer que no hablaba ex catedra; de lo contrario, habrá que concluir que al Espíritu Santo no le preocupa la sostenibilidad ambiental: que consulte con Al Gore.

Con esos mimbres parece más que discutible la decisión de asignarle una calle, salvo que se apliquen criterios sectarios en el callejero, como ya ocurriera en otro tiempo y sin que en muchos casos —como en Pamplona— se haya hecho más que una limpieza somera, subsistiendo una buena porción de individuos y símbolos fascistas (ya veremos qué consigue la alicorta ley de la memoria histórica, abortada en sus mismos inicios por el propio Zapatero). Buena prueba de ello es la abundancia de calles dedicadas precisamente a otro papa, Pío XII, debido sobre todo a su apoyo ideológico e institucional al franquismo. Felicitó a Franco por su victoria (calificada de «católica») y equiparó los principios del dictador con los de la Iglesia, considerando el Estado franquista como «sociedad perfecta». Juan Pablo II es una personalidad controvertida incluso entre los católicos y cuenta con demasiados ángulos oscuros en su personalidad y biografía como para hacer mucho ruido honrándole, por más que hoy sea seguramente el principal negocio de la Iglesia católica.

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