La jerarquía eclesiástica está que se sale. Uno ya no sabe si es puro afán de notoriedad o, simplemente, que a un colectivo tan provecto como protervo se le va la olla y, en el desquicio, aflora lo mejor de un pensamiento cultivado desde siempre y atesorado con mimo en los años en que tanta barbaridad no parecía estar de moda. De la inmensidad del anecdotario con que nos suelen regalar los oídos y las meninges, hay dos perlas recientes que merecen alguna consideración.
La primera, como no podía ser de otro modo, se debe a ese prodigio intelectual, a medio camino entre la antropología, la psiquiatría y la prospectiva social, con que la Iglesia ha tenido a bien honrar a los tinerfeños, a cuantos por aquella diócesis se acercan y, gracias a la tecnología, a los que consumíamos nuestra existencia ignorantes de que tan ubérrimas tierras esconden semejante dechado. El curita ha resuelto de un plumazo el gran problema de la Iglesia católica, integrada en sus niveles superiores por un colectivo —el clero— particularmente proclive (abruma la rotundidad de los datos) a la pederastia.
Los homosexuales «del siglo», esto es, los laicos, son unos enfermos que siempre pueden contar con la caridad de la Iglesia en el afán por salvar sus almas. Algo hay de morboso (tal vez inquietante) en esa obsesión por abrir amorosamente los brazos (¿serán sólo los brazos?) al colectivo gay. Pero con la clerigalla es otra historia, porque son los niños (qué malvados, y eso que Jesús les concedió el reino de los cielos... ¡uy!) los que provocan y los pobres sacerdotes sólo son culpables del pecado (pecadillo, tampoco hay que dramatizar) de flaqueza. Así que en la Iglesia no hay homosexuales sino pobres víctimas de los manejos de pérfidos niños. De paso, los ingenuos pederastas ya saben a qué (a quién) se debe su desgracia.
No se trata ya de que, como tan a menudo ocurre, la Iglesia —un representante cualificado— ignore o desprecie a las víctimas. Es más grave aún, porque en este caso culpa a las víctimas de su propia desgracia y hace buenos a los verdugos. El argumento tampoco es nuevo. Que se lo digan a tantas mujeres violadas a las que encima se reprende porque es que van provocando, a los parados que lo están por vagos o a los países pobres que lo son por carecer de ética del trabajo...
Las segunda perla no es, alegrémonos por ello, del mismo calado social, aunque también lo tiene conceptual, doctrinal y político. Y es que el obispo de Valencia, Agustín García-Gasco ha afirmado que el laicismo es un fraude y que nos dirigimos, gracias al aborto, al divorcio exprés y a ideologías manipuladoras de los jóvenes, a la mismísima «disolución de la democracia». Ahí es nada. Sorprende, para empezar, que la palabra «democracia» surja en un discurso episcopal sin pretender condenarla o alertar sobre sus degeneraciones sino, por el contrario, para quejarse de su desaparición. Algo no está bien. El argumento es tramposo y deshonesto de principio a fin. Para empezar, es la propia Iglesia la que ha generado y puesto en circulación toda una teorización del laicismo que es la que conviene a sus intereses: el laicismo, como el pecado, sólo existe en las calenturientas mentes de los ideólogos eclesiásticos. En segundo lugar, no se me alcanza cómo la resolución de problemas sociales mediante la ampliación de derechos puedan terminar con un sistema cuya esencia debería ser, precisamente, obtener el máximo espacio de libertad. En tercer lugar, sólo la Iglesia, por una patente autoconcedida, no manipula: millones de damnificados por los colegios de la Iglesia lo atestiguan. Lo que hay detrás de todo esto es miedo. Miedo a la pérdida de influencia y de poder político y económico. Y en coherencia con su historia, la única salida que se le ocurre a la Iglesia es trasladar al Código Penal sus peculiares concepciones de la vida y la moral. Su «democracia» es un régimen opresivo y vigilado en el que sólo es realmente libre la Iglesia. Ahí está el Estado de la Ciudad del Vaticano: obras son amores...
Deberíamos estar ya hechos al disparate. Pero hay que reconocer a Rouco y sus demoníacos secuaces la capacidad para sorprender una y otra vez (¿no serán ellos las huestes del Anticristo? Se echa de menos la autorizada opinión de Iker Jiménez). El portavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino, llegó a afirmar (según recogió la prensa) que «el matrimonio homosexual es la cosa más terrible que ha ocurrido en veinte siglos». Nada más y nada menos. No las guerras, las matanzas, el desprecio a los derechos humanos, la opresión de unas personas (las más) por otras (las menos), la sistemática discriminación de la mitad de la humanidad (las mujeres) en nombre de principios «sagrados» y un largo etcétera en el que la Iglesia ha tenido mucho que ver (véase, sólo como muestra, Colosenses, 3, 18-19). No, lo peor ha sido que se reconozca la igualdad civil de un colectivo de ciudadanos. Habrá que pensar que la verdadera desgracia en estos veinte siglos ha sido que a un emperador romano se le ocurriera crear una estructura para dominar mejor su imperio y pusiera en marcha ese mecanismo infernal mejor conocido como Iglesia católica.
Estimado Longás: felicidades por tu artículo
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