miércoles, 16 de mayo de 2007

Barcinópolis o la negación de la ciudad

La idea de ciudad está ligada a la de comunicación humana en su forma más avanzada y así se ha venido formulando desde hace siglos. Incluso en el ámbito de la árida y fría economía, la explicación última de la existencia de las ciudades suele atribuirse —por banal que parezca— a la necesidad que los humanos tienen de relacionarse con sus semejantes. No está de más recordarlo porque, bien pensado, es sorprendente que la ciudad conserve ese papel cuando objetivamente se hace lo posible para que lo pierda, cuando se despueblan los centros en favor de espacios puramente comerciales en las afueras (a los que, para colmo, sólo se accede en coche), donde la interacción, la relación interpersonal, deviene en tráfico mercantil y queda supeditada al puro consumo.

Estas reflexiones pueden parecer inconvenientes —y más en un medio tan mudable y fugaz como la prensa diaria— por demasiado abstractas. Pero no es ocioso ni fútil detenerse en ellas, porque son las que realmente nos darán la medida de las cosas concretas. Y son particularmente oportunas ahora que se acercan las elecciones municipales. De lo que resulte el 27 de mayo dependerá el modelo de ciudad que disfrutaremos o padeceremos los próximos años. Modelo que, además, no se desprende de lo que las distintas opciones expresan en sus programas electorales, cuñas publicitarias, panfletos (incluso los distribuidos contra derecho por el propio Ayuntamiento) y hasta tramposas campañas institucionales.

Habrá quien no se canse en estas semanas de exhibir logros, obras, esto es, cemento, losas (ese gris barcina), sin plantear —y mucho menos responder— a preguntas tan básicas como por qué, para quién o a qué coste (no sólo monetario). Asistimos a la puesta de primeras piedras de edificios casi terminados, inauguraciones de garajes privados como si fueran públicos, de cascarones vacíos que algún día serán museos y otros despropósitos cuyo fin último es confundir al ciudadano y llevarle a conclusiones erróneas. Si nos fiamos de la propaganda, se puede llegar fácilmente a la conclusión de que el actual equipo municipal lleva gobernando dos meses. El resto de la legislatura es un enorme agujero negro, dedicado quizá a los preparativos de un frenesí inaugurador —reflejo sociológico e ideológico de aquellos buenos tiempos (dicen los vates de UPN) de los generalitos pantaneros— que sólo se explica dando por buena la premisa de la estupidez como rasgo distintivo de la ciudadanía.

Por ejemplo, ¿sabemos cuántas de las innumerables obras e iniciativas que se exhiben últimamente en Pamplona son atribuibles al actual equipo municipal? ¿Sabemos si obedecen al interés público o sólo al afán de generar beneficios privados? ¿Conocemos su coste real? ¿Somos conscientes de que el justamente denominado «lucro incesante» de la plaza del Castillo va a costar (nos va a costar) seis millones de euros (más de treinta euros por cabeza; que tiemblen las familias numerosas) como consecuencia de una alcaldada? Por cierto, que en su momento Barcina tildaba a quienes se oponían al aparcamiento de algo así como incautos atrapados por manipuladores: una prueba más de la idea que tiene de la capacidad de discernimiento de la ciudadanía. Alguien dijo que la falta de conciencia histórica incapacita para la experiencia emocional de la obra de arte arquitectónica. Si a ello se une el autoritarismo, se llega con naturalidad a la destrucción como forma suprema de ejercicio del poder y afirmación de la propia autoridad, lúbrica entrega a un placer desenfrenado y salvaje. El caso del aparcamiento es buena prueba de ello.

Hay más anécdotas que revelan claramente ese talante autoritario. Por ejemplo, el monumento al encierro. Pocas esculturas habrá tan adecuadas para estar a pie de calle. El propio escultor ha reconocido que está pensada para ser vista desde arriba y ha pedido que se levante una grada para ello. Lejos de ello, Barcina la ha colocado bien alta, alejada del público, distante y hasta vigilada: Arnold Hauser, notable historiador social del arte, considera marcos, proscenios, podios y pedestales elementos definitorios del arte en las autocracias. A no ser, claro, que lo que se pretenda sea mostrar la dotación gonadal de los animalitos, símbolo por excelencia de la reciedumbre ibérica.

Para ser justos, hay que reconocer a Barcina un mérito en sus años de alcaldesa, y es que ha facilitado el tránsito peatonal por el centro de la ciudad: lo ha dejado tan congestionado, con el tráfico tan atascado a cualquier hora, que se puede cruzar por donde a cada cual le apetezca. Mejor, desde luego que donde hay semáforos, porque hace falta estar en buena forma para cruzar la avenida de la Baja Navarra en veinte segundos.

Es habitual cantar las excelencias de Pamplona; las paisajísticas son evidentes cuando, como ahora, estalla la primavera y se desparrama en lujuriosa y abigarrada variedad cromática, con el verde como rey indiscutible. Pero si se piensa bien, y contra lo que pudiera parecer, es una ciudad de escasa fortuna: sus mayores tesoros, sus elementos definidores, han sobrevivido por pura casualidad y, demasiado a menudo, a pesar de sus gestores. Por ejemplo, las murallas se conservan porque carecen de atractivo inmobiliario. De hecho, desaparecieron precisamente en la meseta, allí donde la ciudad podía prolongarse sin obstáculos orográficos, para dar lugar, sucesivamente, a los tres ensanches. La Rochapea, extramural y transrúnica, queda para huertanos (cada vez menos: el signo de los tiempos) y trabajadores, como la Chantrea, la Milagrosa y tantos otros barrios cuya identidad proletaria es bien visible en los pecados urbanísticos que a su costa se perpetraron (para todo hay clases). Y quedan dos meandros del Arga como quien dice vírgenes (¿se puede ser casi virgen?) por pura causalidad: de tan ciego, al mercado se le escapan cosas. De seguir Barcina en la alcaldía, cabe aventurar que por poco tiempo. El vial de Iru Bide es el primer mordisco a la Magdalena y habrá quien se prometa un banquete pantagruélico.

Tal como están las cosas, nos hallamos ante una encrucijada y el camino que se tome será vital para el futuro de Pamplona. Dice el escritor belga Stefan Hertmans que «tan pronto como empezamos a sentirnos en casa en una ciudad extraña, esa ciudad empieza a sufrir un proceso de desaparición. Al cabo de diez días, recorremos las calles principales con los ojos cerrados, porque aparece la meta en lugar del trayecto». Barcina ha conseguido que lo que en otros lugares es pura familiaridad con el entorno, en Pamplona sea una reacción defensiva (la de cerrar los ojos) para no ver ese ente inhóspito, esa no-ciudad, en que nos la ha convertido. Ahora toca aplicarse a la tarea.

(Diario de Noticias, 16 de mayo de 2007)