miércoles, 30 de julio de 2008

A san Fermín pedimos...

Ahora que se han terminado las fiestas y que nos vamos recuperando poco a poco —que el cuerpo ya no está para tanto trote— ahí va alguna reflexión que he ido rumiando estos días, irreverente, quizá desatinada y hasta molesta para algunas personas. Qué le vamos a hacer.

No vamos a negar que los sanfermines son muchas cosas, algunas muy positivas y otras no tanto. Después del consabido y anual baño de ditirambos y autocomplacencia (el balance de la alcaldesa merece capítulo aparte), centrémonos en las segundas. Son los sanfermines, por ejemplo, el lugar por excelencia para el tópico y la mistificación, la horterada y el chovinismo cutre. Por algo esta es la tierra del flamante e insigne premio Príncipe de Viana 2008, Alfredo Landa, cuya definición (autodefinición) de navarro debe quedar para los anales de la antropología social y como monumento por excelencia de esa corriente cultural que es el landismo, prez de la nación navarra y española. Y es que hay mucha falsedad en los sanfermines, empezando por esa espontaneidad de que tanto se alardea y que no es las más de las veces sino mascarada, un papel perfectamente estudiado, ajuste a un tópico urdido de la nada y donde el ingenio consiste, simplemente, en molestar al prójimo y hasta ofenderle o vejarle (las inenarrables despedidas del estado solitario que se suceden a lo largo del año sirven de eficaz ensayo). Lo que ahora se hace o se dice sobre las fiestas es de hace cuatro días. Pero en esta tierra basta repetir una cosa dos veces para que se convierta en costumbre. A la tercera es tradición ancestral.

En esta evolución no hay que desdeñar la eficaz aportación de esa derecha tan rancia que padecemos, pervirtiendo la esencia misma de lo espontáneo, borrando con altanería lo que no le gusta (que es casi todo), pretendiendo encerrar los espectáculos y llevárselos de un centro que quieren vacío (temen la algarabía porque temen al pueblo) y cultivando una pseudocultura folclorista y casposa. Barcina es quien mejor ha encarnado esa política, pero no la única. Jaime (¿recuerdan? el de la apología de la lectura) también la aplicó eficazmente. El resultado, la ciudad convertida en un enorme escaparate, presentándose y representándose a sí misma pugnando por ajustarse al tópico.

Y qué decir de la parte musical. Propongo que, al igual que se hace el día del libro, se organice una lectura pública y en alta voz de letras de jotas. Sería muy ilustrativa. Letras que, con honrosas excepciones, cuando no son reaccionarias o machistas son anacrónicas, como esa que dice
«es la jota de tu Navarra, la que hoy te canta…», porque el destinatario, de existir, no tenía pajolera idea de lo que pudiera ser su Navarra (no entiendo de música, pero a mí siempre me ha parecido que la jota no se canta, se grita).

Otro ejemplo sanferminero del mejor jumelage entre la tradición y las bellas artes se puede ver cada mañana justo antes del encierro en forma de cántico pleno de devoción y de calidad poética («a san Fermín pedimos…»). Y, además, con repetición, como manda una liturgia chabacana que sería explicable en su ridiculez por el poso (sedimento, residuo, zaborra) de los siglos, pero que apenas si tendrá media centuria. Cosas veredes...

El velo de la sospecha recae también sobre la propia existencia del santo, el Ferminico este de nuestras entretelas, del que no se tuvo la más remota noción hasta el siglo XII. ¿Cómo va a existir si quien, se dice, le convirtió, le bautizó y fue primer evangelizador de estas cristianísimas tierras, si es que existió, nunca llegó a este Cantábrico oriental que sólo aparece en los mapas meteorológicos como símbolo de mal tiempo y de lo que no debe ser el cambio climático? De Saturnino sólo se empieza a hablar en Pamplona, qué casualidad, cuando llegan los francos a instalarse en su burgo: llegan con armas, pertrechos y santo tutelar, ya habrá ocasión de encajarlo en el imaginario local. Eso si es que que Cernin y Fermín no son ambos trasunto del mismo mito. Vamos, que la historia de Fermín no tiene más enjundia que las mitologías de toda procedencia y condición —incluida la autóctona— y de las que con tanta suficiencia hablan los que se creen a pies juntillas aquélla y hasta la tratan como conocimiento científico.

Puestos a contar historias (en castellano no hay manera de distinguir lo cierto de la pura invención literaria o de la mentira: todo son «historias»), ahí va la mía.

Como todo el mundo sabe, porque está a la vista, Fermín no tenía piernas. No hay más que ir a su capilla en san Lorenzo o a la de Aldapa para constatarlo. Incluso debía de tener algún problema, porque la posición de sus manos (sosteniendo el báculo la siniestra, bendiciendo la diestra) es inverosímil; quizá eran prótesis, y de ahí su textura metálica. Todo lo cual nos conduce a pensar que, dado que la política social de la época era aún más precaria que la de UPN; que la noción de lo políticamente correcto tenía que ver con la calidad de la «carne» que se echaba a las fieras en el circo o el estado de forma de los gladiadores; y, finalmente, que era un uso arraigado que los desvalidos vivieran de la mendicidad, el bueno de Fermín se ganaba la vida como podía en la escalinata de acceso al templo de Vesta, junto al atrio, muy cerca seguramente de la actual catedral (se preguntarán, ¿hay constancia de un templo de Vesta en Pamplona? Pero eso no viene al caso).

Dicho sea de paso, tampoco era Fermín romano, mucho menos patricio (qué manía con convertir a todo el mundo en noble cuando menos; fíjense que quienes creen en la reencarnación siempre han sido en vidas anteriores personajes de nombradía, nunca del común). El nombre procedía, seguramente, del romano a quien servían sus padres. Vamos, que era uno de esos vascos que para la historiografía navarrista al uso nunca han existido, porque aquí sólo ha habido celtas y visigodos. Y quizá hasta tuviese algún rasgo de esa idiosincrasia que con tanto orgullo se exhibe y hasta se cultiva aun hoy, cuando es pura cazurrería (ya saben: ¿A que no hay cojones...?). La cosa es que un buen día, cuando pasaba una vestal (sacerdotisa —lo políticamente correcto manda decir sacerdota, pero no me acostumbro— de Vesta, elegida con esmero y reverenciada social y religiosamente), al bueno de Fermín no se le ocurrió cosa mejor que soltarle un requiebro de mal gusto. En mala hora. La vestal se lo tomó muy mal y lo acusó de sacrilegio. Es cosa sabida que el concepto de proporcionalidad de las penas de los romanos difería del actual. Por ello cabe considerar la pena impuesta, decapitación, benévola, cuando se le podía haber enterrado vivo después de una buena azotaina y obligado a escuchar los discursos completos del lehendakari Sanz hasta morir.

¿No se lo creen? Hacen mal, porque mi historia es tan verosimil como la oficial. Diría incluso que más. Pero así se construyen los mitos. De una historia banal termina por surgir una leyenda dorada donde todo encaja para mayor gloria de quien la inventó y edificación del pueblo ignaro.

martes, 29 de julio de 2008

¿Banca (in)cívica?

Es de sobra conocida —y los excesos publicitarios no son ajenos a ello— la campaña de Caja Navarra de reparto de los fondos destinados a la obra social, denominada «banca cívica», con el lema «tú eliges: tú decides». Las entidades financieras son particularmente proclives a este tipo de campañas, con eslóganes rimbombantes, exhibición de medios y abundante derroche de materiales. Normalmente se refieren a cuestiones relacionadas con el negocio bancario, esto es, la oferta de productos financieros, ya sean de activo o de pasivo, para captar clientes. A veces, especialmente en las cajas por la obligación de destinar parte de sus beneficios a obras sociales, se busca ese objetivo indirectamente, mediante campañas de imagen. Lo habitual es que se una el nombre de la entidad a actividades de promoción y divulgación científica o artística, de recuperación del patrimonio histórico y artístico o de regeneración ambiental.

Caja Navarra da un paso más, pretendiendo que sean los clientes quienes decidan el uso de los fondos destinados a la obra social. La apariencia —tanto en diseño técnico como social— es impecable, pero puede dar lugar —seguramente ya está ocurriendo, por lo que se cuenta— a resultados perversos. Los clientes deben votar a cada proyecto concreto y se obliga a los aspirantes a pelearse por ayudas muchas veces ridículas. Basta con repasar los proyectos ahora en marcha, los que realmente se llevan financiación (y la cuantía obtenida) y el destino que se venía dando a esos fondos anteriormente. De seguir así, Caja Navarra terminará financiando paragüeros para clubes sociales, felpudos en casas parroquiales o porciones de parques infantiles por pueblos y barrios. Que no es que esté mal o sean innecesarios, pero se antoja un triste destino para una obra que se dice social. O quizá es un ejemplo más de la tradicional confusión entre lo social y la beneficencia.

Por supuesto, es una opción, difundir los fondos al máximo y hacerse presente en el último rincón de la Comunidad, aunque suena mucho a uso demagógico de unos fondos, con fines cosméticos. Además, es sabido que en muchas materias susceptibles de empleo de fondos de ese tipo existen mínimos o masas críticas que pueden aconsejar su concentración en proyectos concretos. Caja Navarra parece haber asumido el papel de demiurgo munificente, optando por la visibilidad extrema —no necesariamente transparencia— en la distribución del maná y renunciando de hecho a objetivos de promoción social, cultural y científica que deberían estar entre las prioridades de la entidad, dada su naturaleza. Que se obligue a las universidades a competir, proyecto a proyecto, en esta estrambótica feria, es la mejor prueba de que lo que se busca es exclusivamente imagen (objetivo conseguido, por cierto). Populismo en el reparto de fondo, incluso popularidad, no equivalen a rentabilidad social.

Quizá sería mejor que se dedicara a hacer una banca realmente sostenible, reduciendo el derroche energético de sus oficinas o el enorme e innecesario gasto en folletos, propaganda, revistas, catálogos y demás parafernalia relacionada con la ya desgastada «banca cívica». ¿Cuál será su huella ecológica? Puestos a calcular...

Y ya de paso, que se deje de adorar el becerro de oro de las ratios financieras para ser efectivamente instrumento de progreso económico y social. Todavía hay muchas cosas por aclarar en el asunto de la venta de EHN y la compra de acciones de Iberdrola, pero la información disponible da a entender que en el trasiego de operaciones alguien ganaba siempre (la «banca cívica») y alguien arriesgaba siempre (Sodena, léase Hacienda de Navarra).

No quiero terminar sin una mención a la minúscula presencia del euskera (salvo en la página web), como si no existiera o no fuera con una entidad que presume de estar tan profundamente enraizada. Seguramente habrá que esperar a que se consolide su expansión por la Comunidad Autónoma Vasca para que empiecen a preocuparse de esa lengua. ¿Será que no hay mal que por bien no venga?

jueves, 17 de julio de 2008

Reflexiones sobre la reforma fiscal en Navarra

Aunque a toro pasado, habida cuenta de que la reforma fiscal se ha aprobado, tanto en el Estado como en Navarra, ahí va una reflexión algo extensa en la que se ha basado mi opinión sobre el asunto. Creo que son cuestiones que no conviene olvidar si se parte de que la labor del sector público consiste en algo más que lubricar adecuadamente el sistema productivo para que funcione sin fricciones y asegurar así elevadas tasas de beneficio. No es que eso carezca de importancia, pero es sólo una parte de la historia. Centrarse sólo en ella significa renunciar a las posibilidades de cambio social que ha alimentado la izquierda desde sus mismos orígenes y convertir al sector público en mero agente del capital (productivo y, lo que es más peligroso, financiero).

El esquema del texto es el siguiente:
  1. Introducción
  2. Lo que dice la teoría: la política fiscal como medio para influir en la actividad económica
  3. La rebaja fiscal de los 400 euros
  4. Los 400 euros y la autonomía fiscal de Navarra
  5. Valoración de la medida


1 Introducción

Antes de entrar en materia, conviene hacer tres consideraciones:
  1. La política económica a corto plazo debe ser coherente con la visión de la sociedad y, particularmente, con lo que afecta a la política social, el sistema de prestaciones sociales o la igualdad.
  2. Las subidas y bajadas de impuestos no son simétricas, por cuanto las segundas tienden a ser irreversibles. Por ello, no pueden contemplarse en el mismo plano, por más que en un razonamiento puramente teórico sean similares.
  3. La estructura del presupuesto público da idea de las prioridades sociales, económicas y políticas del gobierno.
Hoy día se admite con generalidad —al menos en el ámbito europeo y con matices— que la reducción de las desigualdades sociales, mediante políticas de redistribución, es un objetivo deseable de la actuación pública. Por supuesto, no es un dogma de fe y también hay quien piensa —es la posición liberal, por ejemplo— que es un mal objetivo y que el bienestar global se hace máximo si no se eliminan incentivos ni se ponen trabas a la libre iniciativa. Pero la percepción de la calidad de vida —y por tanto del bienestar— parece estar muy ligada a menores desigualdades sociales y económicas.

La reducción de tales desigualdades se ha basado en dos elementos: por el lado de los ingresos, un sistema impositivo progresivo centrado en los impuestos directos; por el lado del gasto, un sistema de prestaciones sociales y transferencias redistribuidor a favor de las rentas más bajas. Pues bien, mediciones de desigualdad realizadas en varios países europeos permiten extraer interesantes conclusiones sobre la capacidad redistribuidora de impuestos y transferencias. En todos los países la distribución de la renta efectivamente disponible por las familias (descontando impuestos y cotizaciones sociales y sumando transferencias) es más igualitaria que la renta bruta. Pero, y aquí viene lo llamativo, la responsabilidad de los impuestos en la redistribución de la renta es pequeña. Seguramente la reducción de la progresividad de la imposición directa, el diferente tratamiento de las rentas según su origen, el fraude fiscal o la importancia creciente de los impuestos indirectos han tenido alguna influencia en ello. En consecuencia, el peso de la reducción de las desigualdades recae sobre las transferencias.

Eso no quiere decir, por supuesto, que el diseño del sistema impositivo carezca de importancia. Pero su principal función consiste en proporcionar los recursos para alimentar el sistema de transferencias y prestaciones sociales. Por tanto, habrá de ser capaz para desempeñar esa función, respetándose en su diseño algunos principios básicos, como:
  • Asegurar cierta progresividad.
  • Corregir diferencias de tratamiento según fuentes de renta.
  • Perseguir el fraude fiscal.
Estas consideraciones son relevantes, por ejemplo, a la hora de decidir sobre la conveniencia de desarrollar determinadas políticas a través de beneficios fiscales (deducciones en el IRPF) o bien mediante programas de transferencias, como es el caso que nos ocupa.


2 Lo que dice la teoría: la política fiscal como medio para influir en la actividad económica

Aunque desde los años ochenta la corriente académica y doctrinal dominante («ortodoxa») ha tratado de imponer la idea de la «vía única» para la política económica, dista de ser cierta. Hay distintas posibilidades de actuación, que nos van a dar la medida de las concepciones más o menos progresistas, más o menos conservadoras, de quienes tienen responsabilidades de gobierno.

Por poner un ejemplo, cuando Clinton llegó en 1993 a la presidencia, existía una convicción general de que habría una expansión keynesiana del gasto social, especialmente en educación y sanidad, para contrarrestar los excesos desreguladores de los tres mandatos republicanos anteriores, así como para atender una situación social que muchos sectores del país consideraban preocupante. Sin embargo, no ocurrió eso. Clinton se benefició del llamado «dividendo de la paz» (la reducción del gasto militar como consecuencia del fin de la guerra fría), pero no lo invirtió en políticas sociales sino que siguió una política muy ortodoxa de gestión del presupuesto, saneando las cuentas públicas y dejando el presupuesto federal con superávit.

En Europa, la unión monetaria ha supuesto la atribución de la responsabilidad de la política monetaria al Banco Central Europeo. La política fiscal, sin embargo, queda en manos de los Estados y demás niveles políticos y administrativos con competencias para ello.

La política fiscal actúa sobre los ingresos (impuestos) y los gastos del sector público. En teoría, una expansión del gasto pública y una reducción de impuestos tienen los mismos efectos sobre la economía, expansivos. La reducción del gasto o el aumento de impuestos tendrían efectos opuestos, restrictivos. En el caso de las políticas expansivas, el mecanismo sería el siguiente:
  1. Una rebaja de impuestos incrementa la renta disponible de las familias, que se traduce en un mayor gasto privado y, por tanto, un incremento de la demanda agregada y del ritmo de actividad económica.
  2. Por su parte, el aumento del gasto público supone un incremento del gasto agregado lo que genera también una mayor actividad económica.
Estas medidas deben ser coherentes con los objetivos sociales, económicos y políticos a largo plazo, esto es, con la ideología y las aspiraciones del grupo político. Pero también con el contexto económico: por ejemplo, no es igual una crisis de demanda que una de oferta, como no es igual un contexto inflacionista o deflacionista.

Por otra parte, las economías modernas cuentan con los denominados «estabilizadores automáticos», es decir, mecanismos que hacen aumentar o reducir gastos e ingresos públicos según la coyuntura económica. Por ejemplo, si los ingresos de las familias se reducen, también lo hace su carga fiscal y en una proporción mayor, debido a la progresividad de la tarifa. Igualmente, determinados gastos como los pagos por desempleo se incrementan en fases recesivas.


3 La rebaja fiscal de los 400 euros

La medida aplicada por el Estado consiste en la reducción de la cuota del impuesto en 400 euros. El resultado final es, en determinados casos, un incremento de la renta disponible del declarante hasta esa cuantía:
  • Afecta a los rendimientos del trabajo y de actividades económicas.
  • Las retenciones deben superar esa cuantía.
  • Las rentas del trabajo exentas no obtienen el beneficio fiscal.
Se ha aducido como un inconveniente que la deducción es lineal, esto es, la misma cantidad sea cual sea la renta del contribuyente. Es un inconveniente relativo, puesto que al tratarse de una deducción de la cuota su impacto es proporcionalmente superior en las rentas más bajas y, por tanto, respeta la progresividad. Se trata, en suma, de una medida limitada con el objeto declarado de mejorar la situación económica de las familias.


4 Los 400 euros y la autonomía fiscal de Navarra

La deducción de 400 euros se pone en práctica, jurídicamente, mediante una reforma de la ley estatal que regula el IRPF (Ley 35/2006 de 28 de noviembre) y no es de aplicación en Navarra.
De acuerdo con el vigente Convenio Económico con el Estado, Navarra «tiene potestad para mantener, establecer y regular su propio régimen tributario», con la condición de que la presión fiscal efectiva global sea equivalente a la existente en el resto del Estado.

Por tanto, la medida en sí no es aplicable en Navarra, donde para aplicar una medida similar es necesaria una reforma de la legislación fiscal foral. Tampoco es posible descontar su coste recaudatorio del cupo, por razones técnicas y conceptuales:
  1. Por razones técnicas, porque es ajeno a la mecánica del Convenio.
  2. Por razones conceptuales, porque supondría poner en cuestión la misma autonomía fiscal de Navarra o convertir la negociación con el Estado en un tira y afloja por ver quién engaña a quién. Es un juego peligroso que sólo serviría para generar desconfianza. Es cierto que habría alguna repercusión en el cupo, puesto que éste se fija para el primer año y en los restantes de vigencia del acuerdo se actualiza según la evolución de la recaudación del Estado por los tributos convenidos, pero sería de escasa cuantía.

5 Valoración de la medida

La medida plantea problemas y objeciones desde distintos puntos de vista. Dada la forma en que se ha planteado el debate, se puede abordar desde dos ángulos: su efectividad y su coherencia con una visión progresista. La referencia será Navarra. Por tanto, se trata de dilucidar la conveniencia de trasladar a Navarra la reforma del IRPF estatal o no, dando por zanjada la discusión sobre el descuento de su coste del cupo. El Gobierno de Navarra se negó a aplicarla tal cual, pero, en cambio, ha pactado con el PSN una reforma fiscal del mismo tipo, aunque matizada, al introducir cierta progresividad en la deducción que, por tanto, tendrá un alcance más limitado. De hecho, el coste recaudatorio es aproximadamente la mitad del que hubiera supuesto la traslación mimética de la norma estatal.

Si la efectividad parece que va a ser reducida en el Estado —así lo ha manifestado, por ejemplo, el Banco de España—, en Navarra lo será (razonando en términos relativos) mucho más, debido a que al ser la navarra una economía completamente abierta, las filtraciones o desbordamientos hacia el exterior son mayores; es decir, de traducirse una proporción significativa de la rebaja fiscal en incremento del consumo privado, una parte del mismo serviría para adquirir bienes y servicios producidos fuera de Navarra. Incluso si se esperara que la medida tuviera efectos significativos en el Estado, cabría objetar su aplicación en Navarra precisamente porque ésta se beneficiaría del efecto expansivo sin asumir su coste recaudatorio. Y, en cualquier caso, el empeoramiento de las expectativas puede hacer que buena parte de la rebaja fiscal se traduzca en mayor ahorro, sin efecto inmediato sobre el nivel de actividad.

También cabe plantearse si esta medida es compatible con una visión progresista de la sociedad y la economía. Los liberales suelen achacar a la izquierda una obsesión por los impuestos y el incremento de la carga fiscal. En la propia izquierda han surgido visiones más o menos dogmáticas que reniegan de cualquier reducción fiscal. En cualquier caso, las posiciones más progresistas suelen apostar por un reforzamiento de los mecanismos sociales. Por su parte, la derecha liberal o conservadora suele ser partidaria de actuar sobre los ingresos, siempre reduciéndolos. La justificación teórica gira en torno a la denominada «curva de Laffer», un artefacto que no ha tenido mucha credibilidad académica pero que ha sido muy utilizado como argumento por gobiernos conservadores (Reagan, Aznar-Rato). La idea es simple: una reducción de impuestos libera recursos para el consumo y el ahorro, lo que genera más inversión, más actividad económica y, de rebote, un aumento de la recaudación fiscal. El problema es determinar en qué punto de la curva se encuentra una economía. Se podría pensar en un escenario así con tipos impositivos confiscatorios, una situación altamente improbable.

No se trata de entrar en ese debate ni de negar a ultranza la posibilidad de aligerar la carga fiscal. Por el contrario, se trata de analizar los beneficios y los perjuicios de la medida desde la mencionada concepción progresista. Es significativo, por ejemplo, que en una sociedad que constituye el paradigma de Estado de Bienestar, como es la sueca, los conservadores sólo consiguieran llegar al gobierno (en 2006) cuando «aparcaron» sus propuestas anteriores de reducción de impuestos. Al parecer, el electorado sueco es muy consciente de la relación entre ingresos impositivos y prestaciones.

Evidentemente, una rebaja fiscal sería admisible, incluso deseable, si la presión fiscal fuera insoportable, estuviera mal distribuida o impidiera el desenvolvimiento económico. No parece ser el caso. Incluso cabría objetar la diferencia en la carga fiscal según su origen, que, sumado al elevado fraude fiscal, convierte el IRPF de hecho en un impuesto sobre las nóminas. Pero, como ya se ha dicho, las rebajas fiscales son prácticamente irreversibles y hoy nadie se plantea elevar la fiscalidad de las rentas del capital. Sin olvidar que la carga fiscal de las familias se reducirá si lo hace la renta debido a la escala progresiva de gravamen.

También se ha dicho que los impuestos son la contrapartida, la fuente que permite alimentar el gasto público y, dentro de éste, el gasto social, todo el entramado de prestaciones sociales que definen lo que conocemos como Estado de Bienestar. También en este aspecto podría justificarse una rebaja fiscal si existiera un exceso en la provisión de servicios públicos, una mala selección de los mismos (por ejemplo, un gasto militar desmesurado) o un manifiesto derroche. Tampoco es el caso. Los indicadores más gruesos, como el peso del presupuesto público en la economía, dan resultados opuestos (con datos estatales, España está en el puesto 16 de la UE-27 y, salvo Irlanda, los países con un menor esfuerzo en protección social son de las dos últimas ampliaciones y menor nivel de renta). Los indicadores sociales muestran en Navarra un deterioro sostenido en los últimos años, siendo especialmente perceptibles en servicios como la sanidad y la educación (a pesar del discurso triunfalista oficial): la formación profesional presenta muchas deficiencias, la productividad evoluciona negativamente, el desempeño tecnológico es mediocre, los niveles de pobreza relativa son preocupantes, hasta la proporción de camas hospitalarias deja mucho que desear. Dada la situación, parece que el camino a recorrer debería ir en la dirección de reforzar los servicios públicos y las prestaciones sociales e incrementarlas.

La rebaja fiscal sería incompatible con estos objetivos. La recesión económica (utilizando el término en sentido extenso) dará lugar de por sí a una reducción de los ingresos o, al menos, a un dinamismo menor, mientras que los gastos tenderán a incrementarse. Si, además, se reduce la capacidad recaudatoria, se corre el riesgo de que buena parte —si no todo— del superávit acumulado en la fase expansiva se dedique a financiar la rebaja fiscal, al tiempo que se limita la capacidad de respuesta del sector público. Se reproduciría así un esquema desgraciamente frecuente: cuando hay superávit se reducen impuestos. Si cambia el ciclo económico, el déficit se convierte rápidamente en insoportable y se reducen gastos y prestaciones sociales, especialmente las dirigidas a los grupos sociales más desfavorecidos. La consecuencia es un incremento de las desigualdades, una menor capacidad de actuación pública y un abandono a su suerte de los estratos sociales más débiles, puesto que la reducción de prestaciones es selectiva y regresiva.

En suma, después de las sucesivas rebajas fiscales habidas en las últimas dos décadas, el raquitismo y la vulnerabilidad del sistema de prestaciones sociales, desaconsejaban —y desaconsejan— la última reforma fiscal, máxime a la vista de su esperable efecto asimétrico y regresivo. Otra cuestión es cómo ve la opinión pública el asunto. Pero frente al electoralismo a ultranza, que justificaría cualquier medida según un cálculo de votos ganados y perdidos, se impone un ejercicio de pedagogía política.

martes, 15 de julio de 2008

Coitus interruptus (el estilo Zapatero)

Uno de los retos —quizá el fundamental— a que se enfrentaba Nafarroa Bai en la última campaña electoral era la fuerte polarización bipartidista a que jugaban —porque a ambos interesaba— tanto PSOE como PP y de la que, por cierto, la gran perjudicada (esa y no la ley electoral es la causa) fue Izquierda Unida. Había que trasladar al electorado el riesgo que suponía caer en esa trampa. Desde una perspectiva progresista, no convenía dar a Rodríguez Zapatero el cheque en blanco del voto útil, y sí condicionar de cerca su acción de gobierno, máxime cuando ya entonces era evidente que se aproximaban tiempos de desolación. Y ello por dos razones: la primera, porque el presidente español parece dar algún valor mágico, taumatúrgico, a las palabras, al margen de su contenido; parece pensar que con tildar algo de progresista ya lo es. Así, inició la campaña electoral con una promesa, la de los 400 euros, típicamente conservadora y regresiva. La segunda es que su supuesto y cacareado optimismo antropológico aparenta ser más bien incapacidad (¿también antropológica?) para enfrentarse a situaciones complicadas. La pasada legislatura gobernó a través del prisma deformante de los sondeos y todo fue un continuo amagar y no pegar, freno y marcha atrás, un ininterrumpido coitus interruptus. Por si no fuera suficiente para ganar, se dedicó a cultivar y alimentar la crispación del PP, en una apuesta muy arriesgada cuyas consecuencias se empiezan a ver ahora.

Pero gobernar así no es demasiado complicado si la situación económica es buena. Claro que, en realidad, no era tan buena. Hemos llegado a un punto en que a la Administración de turno sólo le interesa exhibir agregados macroeconómicos aparentemente brillantes, sin atender a la forma como se alcanzan. De tal manera que se utilizan las cifras para engañar y manipular. Mucho de lo que se exhibía con triunfalismo era ficticio, puro efecto riqueza de una sociedad que vivía de algo tan vaporoso como una burbuja inmobiliaria. Eso significa, primero, que no se puede echar toda la culpa de lo que pasa a la situación internacional; y segundo, que, precisamente por eso, la caída es más rápida y dramática de lo que cabría esperar. Hasta hace unos meses, y en la misma campaña electoral, el PSOE alardeaba de ser el responsable de una situación económica envidiable. Ahora, cuando las tornas han cambiado, se buscan culpables exteriores. Pero el razonamiento debe ser el opuesto. Las cosas van peor de lo que debieran, porque cuando iban bien la gestión no fue la adecuada, no se fortaleció la economía, no se eliminaron viejos desequilibrios, se vivió del aire, desaprovechando una coyuntura y un contexto que, entonces sí, empujaban la economía hacia arriba y hubieran facilitado esas actuaciones.

Resultado: el Gobierno paralizado y Rodríguez Zapatero con la sonrisa congelada como quien piensa que eso no le puede estar pasando a él. Su torpe empecinamiento en evitar la palabra crisis es sintomático. Y eso que coincido en su apreciación, porque prefiero utilizar el término en su acepción más restrictiva. Pero tener al país pendiente de que pronuncie la palabra de marras roza la estupidez. Es lo que pasa cuando se renuncia a la pedagogía en favor del electoralismo.

Hasta la fecha el Gobierno español ha presentado dos planes de contenido económico. El primero, un decreto en el que lo fundamental era la reforma del IRPF para incluir la deducción de 400 euros. El resto de medidas tenían poca enjundia, incluyendo una sobre el calendario de adaptación de las empresas a la reforma contable (¡en un decreto "de medidas de impulso a la actividad económica"!). El segundo plan tampoco contiene medidas relevantes, salvo una ampliación de la partida presupuestaria para otorgar avales a medianas y pequeñas empresas. Eso y algunos pequeños ahorros en gasto corriente (incluyendo la congelación salarial de los altos cargos), que suponen 250 millones de euros en dos años. No han sido capaces de ofrecer nada más, precisamente por la parálisis que afecta al Gobierno, mientras se siguen haciendo pronósticos irresponsables y la población empieza a percibir un rápido empeoramiento de la situación. Ciertamente, hay también mucho agorero empeñado en hacer ver las cosas más negras de lo que son, pero sin la ayuda inestimable de la inacción gubernamental sus mensajes apocalípticos perderían mucha verosimilitud.

Los estudios de opinión revelan con claridad que la población, y el propio electorado del PSOE, percibe la parálisis que aqueja a Rodríguez Zapatero y su Gobierno y duda incluso de su capacidad para manejar la situación. Hasta el punto que el PP, sumido en una profunda crisis desde las elecciones, iguala ya al PSOE en intención de voto. La respuesta gubernamental es, nuevamente, humo: una campaña de propaganda en toda regla, incluyendo entrevistas en periódicos y televisiones saturadas de almíbar y ditirambos (por no hablar de un congreso a la coreana en el que la razón para que se adopten o rechacen acuerdos es que el líder así lo quiere). Y, por supuesto, más coitus interruptus y más intentos de crispar a la derecha. Vuelta a empezar con tantos temas por su repercusión mediática, sin entrar a fondo en ellos: vuelta a empezar con la reforma de la ley del aborto: es decir, con la reflexión sobre la reforma; vuelta a empezar con la laicidad sin tocar la cuestión fundamental, que son los acuerdos con el Vaticano: curioso el giro dado al asunto en mitad del congreso y más curiosa aún la razón esgrimida para no suprimir los funerales de Estado (la liturgia católica queda bien); vuelta a empezar con ese patrioterismo jacobino y sensiblero (al rebufo de triunfos deportivos que, al parecer, muestran bien a las claras la intrínseca superioridad gonadal española), que ya llevó a Rodríguez Zapatero a envolverse la pasada legislatura en la bandera monárquica.

Es triste que el mejor remedio (el más concreto) que se le ocurre a Zapatero para salir de la crisis sea —lo dijo en el congreso del PSOE— consumir. ¿Qué será lo próximo? ¿Instar a los parados a colocarse? ¿Quién será entonces capaz de distinguir si quien habla es el presidente del Gobierno español o un camello?