viernes, 26 de septiembre de 2008

Las medidas de «gran alcance» de Sanz

El Parlamento está debatiendo un proyecto de ley foral «de medidas para la reactivación de la economía de Navarra 2009-2011», remitido por el Gobierno y en cuya exposición de motivos se argumenta que una iniciativa de «gran alcance» como el plan Navarra 2012 requiere ser complementada con medidas fiscales y financieras. El proyecto no contiene grandes novedades. Se trata de trasladar a Navarra medidas ya adoptadas por el Gobierno de Zapatero.

En primer lugar, se regula la devolución de los 400 euros en versión foral. Con la excusa de mejorar la progresividad del impuesto, se introducen cuatro tramos que van desde los 440 euros para las rentas del trabajo más bajas a 0 euros para las que superen los 45.800 euros. Claro que el proyecto habla exclusivamente de «rendimientos netos del trabajo», sin ninguna cautela adicional, lo que significa que, por ejemplo, una persona que tuviera 100.000 euros de rentas del capital y 9.000 euros de rendimientos del trabajo (por ejemplo, por asistencia a algún consejo de administración), se podría deducir 440 euros. Pero una persona cuya renta salarial sea tan reducida que no tenga obligación de declarar y no se le haya retenido nada, no se deduciría nada. Para poder obtener la deducción de 440 euros una persona sin obligaciones familiares tendría que percibir, como mínimo, 4.000 euros de rendimientos del trabajo y, unos 7.800 de ingresos totales (11.200 si tiene dos hijos). Eso es lo que significa, para el Gobierno de Navarra, “acentuar la progresividad del tributo”, favoreciendo “a las rentas laborales más bajas”. Regresivo, inconsistente y demagógico.

Una segunda medida se refiere a las deducciones por rehabilitación de vivienda. A falta de una revisión en profundidad del tratamiento fiscal de la vivienda, es, creo, una medida acertada, que llega con retraso. Pero acertada no por las razones que aduce el Gobierno. Mientras los promotores hacían su agosto con la vivienda nueva, le ha importado poco la rehabilitación. Ahora que falta el negocio, se apresura a facilitarles las cosas. Últimamente el único objeto de la acción de gobierno parece ser asegurar los beneficios a un grupito reducido y bien identificado de empresas y empresarios. Entiendo, por el contrario, que es una medida acertada tras años de fomentar una expansión urbana irracional que ha generado un tejido urbano deslavazado y caótico, la pérdida de consistencia del centro urbano, el deterioro y desperdicio de buena parte del patrimonio construido y unos enormes costes sociales y ambientales. Por algo se empieza, aunque sea con tanto retraso.

Hay dos medidas más que pretenden facilitar la actividad de las empresas y que afectan a la amortización acelerada de activos y a la concesión de avales. Son medidas típicas de tiempos de crisis, que no aportan nada nuevo y de las que no cabe esperar tampoco grandes efectos.

Pero en este caso el interés no está en las medidas en sí, sino en la justificación, que no tiene desperdicio. Quizá para intentar ocultar que el proyecto no es más que un cascarón vacío; quizá para dar la sensación de que se gobierna; quizá, simplemente, por pura ignorancia.

Que se diga que al aplicar una escala a la deducción de los 400 euros se «acentúa la progresividad del impuesto» no deja de ser una burla, cuando las rentas del capital tributan al 15%. La progresividad fiscal no se puede analizar figura a figura, impuesto a impuesto, sino en conjunto. Queda por ver si el sistema fiscal navarro es progresivo. Lo que está claro es que no es nada progresista.

Otro objetivo declarado de la medida es incrementar la renta disponible de las familias, «propiciando un impulso de la demanda interna, tanto de consumo como de inversión, estimulando la producción y generando una mayor actividad». Nada menos. Si el mismo Banco de España reconocía que la medida similar (más generosa, incluso) aplicada por el gobierno de Zapatero va a tener escasos efectos, ¿qué cabe esperar en una economía tan pequeña y abierta como la de Navarra? La medida sólo tendría efectos reseñables (y, con todo, reducidos) si la totalidad de la deducción se tradujera en consumo de productos y servicios plenamente navarros, algo impensable. Conmueve tanta ingenuidad.

A continuación el texto del proyecto de ley foral ofrece una perla para saborear con delectación. Dice que «la disminución de la carga tributaria de estos rendimientos amplía los incentivos a incrementar la oferta de trabajo y favorece la productividad, como consecuencia de la disminución del coste del factor trabajo». Es cierto que para disfrutar plenamente de la frase hay que tener cierta familiaridad con la jerga espantosa y triste de la economía, pero quizá se pueda hacer algo.

Conviene aclarar que la oferta de trabajo la realizan los trabajadores, mientras que las empresas demandan trabajo. ¿Cómo una deducción así puede incrementar la oferta de trabajo? ¿Es que como consecuencia de la deducción habrá más personas dispuestas a trabajar? ¿Quienes viven de las rentas preferirán ponerse a trabajar (por menos de 45.800 euros) para beneficiarse de tan cuantioso premio? Si Sanz inventó el keynesianismo foral, esto parece también la versión foral (y aplicada al mercado de trabajo) de la curva de Laffer (una elucubración con ecos etílicos que sólo se creyeron el astrólogo de cabecera de Reagan, Montoro y ahora, al parecer, Miranda).

Pero la medida no sólo incrementa la oferta de trabajo, sino que favorece la productividad, al reducirse el coste del trabajo. El disparate es antológico. ¿Cómo puede afectar al coste del trabajo una deducción en la cuota del IRPF? No se me ocurre, salvo que forcemos el razonamiento hasta extremos inverosímiles: al ver los contribuyentes que se reduce su carga fiscal, estarían dispuestos a trabajar a un menor salario… sin comentarios. Que, además, dé lugar a un incremento de la productividad es algo que se me escapa, porque el coste de un factor no interviene en el cálculo de aquélla; lo que no significa que no estén relacionados, pero desde luego no en el sentido que apunta el texto del proyecto de ley. Igual es que, al sentirse mejor tratadas, las masas trabajadoras acudirán al tajo más contentas y producirán más…

¿En qué manos estamos? Tenemos un borrador de medidas económicas rebozadas en el disparate. Se habla de caídas de los ingresos del 13%, pero en los presupuestos del próximo año se prevé una reducción del 3%. Se actúa con notable irresponsabilidad al dramatizar la situación por intereses espurios. A la desafortunada gestión del consejero Miranda se añade la guinda del lehendakari Sanz, nervioso, errático e histérico. Es consciente de que su política ha llevado a Navarra a un callejón sin salida y busca cómplices desesperadamente para compartir el desaguisado. Habrá que ver el precio de esa complicidad. Jiménez debería tentarse la ropa, no vaya a ser que la marca del PSOE en Navarra termine siendo UPN. Y es que detrás de Sanz parece adivinarse últimamente la meliflua sonrisa de un seminarista gallego…

jueves, 11 de septiembre de 2008

La crisis

Tal como están las cosas, entre dimes y diretes sobre si hay o no crisis y la competición que se empieza a vislumbrar sobre quién le otorga el calificativo más fuerte, estridente o imaginativo, mejor titular esta entrada con brevedad, rotundidad y borbónica sencillez. El documento que sigue es, advierto, prolijo (quizá en todas sus acepciones). Contiene algunas ideas sobre la actual situación económica, su impacto en Navarra, así como posibilidades de actuación. Me he ceñido al problema concreto, consciente de que hay un debate subyacente sobre modelos económicos globales y el mundo que queremos. Pero esa es otra historia y será contada en otra parte (no necesariamente por mí). El texto tiene tres apartados:
  1. El diagnóstico
  2. La respuesta
  3. ¿Qué hacer?

1 El diagnóstico

La crisis económica obedece a una multitud de causas, porque se juntan aspectos coyunturales con otros estructurales. Algunas de ellas son inmediatas en el tiempo, otras se han gestado en un período más largo. En eso es igual que todas las crisis. A veces, incluso, lo que suele aparecer como causa principal no es más que un detonante. Es lo que ocurrió en los setenta con la subida de los precios del petróleo, que no hizo sino sacar a la luz con toda crudeza una situación muy deteriorada que se arrastraba desde mediados de los sesenta. Es lo que pasa también ahora con la crisis hipotecaria en los Estados Unidos.

Las causas de una crisis pueden ser exógenas, generadas en la economía internacional y más allá de la capacidad de control del ámbito de decisión política; pero sus efectos finales sobre una economía dependen de la estructura de ésta y de las políticas que se apliquen. Por ejemplo, la economía española está en peor situación que la alemana para enfrentarse a una crisis, a pesar del «buen» comportamiento de los agregados macroeconómicos en los últimos diez o doce años. El crecimiento era ficticio, especulativo, con unas bases tan poco sólidas como el consumo y la burbuja inmobiliaria.

Se pueden distinguir tres factores que han coincidido en el tiempo y han contribuido al deterioro galopante de la situación económica internacional. Se ha llegado a hablar, incluso, de una «tormenta perfecta», término que en meteorología alude a una poco probable pero catastrófica conjunción de circunstancias.

El primero de ellos es la subida del precio del petróleo. Para empezar, es conveniente situar las cifras en su contexto. Aunque la subida ha sido espectacular, vino precedida de una caída en términos reales. Entre 1986 y 2004 el precio estuvo por debajo del de 1974. Y ha sido recientemente, en 2008, cuando se ha superado el nivel récord de 1984 (con las últimas caídas está aproximadamente al nivel que alcanzó ese año). A diferencia de crisis anteriores, esta vez el problema no viene por el lado de la oferta, sino por un fuerte incremento de la demanda, alimentada por el dinamismo de las economías emergentes, singularmente China e India. La oferta ha respondido con mayor lentitud de lo esperado, en parte por la insuficiencia de la capacidad de refino, en parte por razones técnicas asociadas a los nuevos yacimientos.

El segundo es el incremento en precios de otros productos básicos, como los alimentos, especialmente cereales. Fenómeno que, unido al mencionado de los precios de los combustibles, pone en cuestión el modelo de «desarrollo» económico occidental, iniciado en el siglo XVIII y basado en la depredación de recursos, el derroche de energía barata y el incremento de la capacidad de consumo de una parte relativamente pequeña de la población mundial (el 15% disfruta del 80% de la riqueza). Cuando países de gran tamaño como China o India (juntos representan casi el 40% de la población mundial) intentan seguir el mismo modelo, el sistema se muestra incapaz de responder a corto plazo. Y aunque en Occidente los problemas de adaptación a los nuevos precios (se prevé que, al menos los del petróleo sigan siendo elevados por bastante tiempo) pueden ser duros, el mayor drama se va a vivir en los países más pobres, incluida la población rural china e india, porque no pueden pagar esos precios. Parte de la subida de los precios de los cereales se achaca a la producción de biocombustibles, si bien los datos disponibles indican que su responsabilidad (aun existiendo, sobre todo por su incidencia en los mercados de futuros) es pequeña, porque —al menos de momento— absorben una parte muy reducida de la producción total.

El modelo de desarrollo ha fracasado también en el terreno ambiental. A la depredación de recursos hay que unir la generación de residuos y otros problemas ambientales que hacen imposible, por razones de sostenibilidad, su extensión a otras áreas y países.

El tercer factor, o la tercera crisis que coincide en el escenario actual, es la crisis hipotecaria en los Estados Unidos, que genera desconfianza en los mercados financieros, sobre todo entre los bancos, y va a ocasionar grandes problemas de liquidez: los bancos que necesitan dinero no lo consiguen fácilmente porque nadie se atreve a prestar, dando lugar a una restricción del crédito a los agentes privados (empresas, consumidores). En ausencia de otros factores, sin embargo, el impacto de la crisis de las subprime hubiera sido pasajero y, seguramente, muy centrado en la economía estadounidense.

Esta situación se da en un contexto de creciente globalización, sin que ésta haya venido acompañada por una profundización de los mecanismos institucionales de coordinación internacional, lo cual genera efectos negativos y contribuye a incrementar las diferencias entre ricos y pobres (internacionales e intranacionales), porque las relaciones económicas y políticas son asimétricas. Se carece de un entramado internacional digno de tal nombre que fije unas mínimas reglas del juego y las haga respetar (algo parecido al «keynesianismo multinacional» que reclamaban algunos autores en los años ochenta).

Junto a estas causas, que podemos considerar específicas de la crisis actual, están las que se presentan en toda crisis. Alguien dijo que lo único que un economista puede predecir con alguna solvencia es que después de una expansión viene la recesión, y al revés. La economía se mueve a ciclos, que se pueden suavizar más o menos mediante políticas económicas, pero no eliminarlos. La última expansión ha sido larga (no se conocían fases expansivas así desde los años sesenta), estimulada en nuestro caso por la unión monetaria europea, que dará lugar a una reducción de los tipos de interés hasta niveles históricamente bajos. Se alimentó así la expansión del consumo, del endeudamiento de las familias y, significativamente, de la construcción. Las políticas públicas (especialmente la de vivienda) han sido en parte procíclicas, coadyuvando al proceso y generando efectos negativos que empiezan a manifestarse con crudeza en la actual fase.


2 La respuesta

En Navarra la respuesta ha sido tímida y a remolque de las circunstancias. Ha consistido en juntar proyectos de obras ya previstos y, en algunos casos, adelantar algo su realización. También se ha realizado un recorte significativo del gasto en el actual ejercicio (150 millones de euros). Además, la hacienda foral se ha plegado a las promesas electorales del PSOE y ha introducido, con matices, la reducción fiscal de 400 euros, una medida que no sólo no cabe considerar progresista, sino que contribuye a agravar los problemas presupuestarios.

El Gobierno de UPN se propone, igualmente, trasplantar a Navarra las medidas adoptadas por el Gobierno español, que plantean serias dudas sobre sus efectos. Se trata, en suma, de una actitud meramente reactiva aderezada con dosis de histeria y desconcierto. La tormenta desatada por Sanz en torno a la hipótesis —que no futurible— del apoyo de UPN a los presupuestos del Estado es una buena muestra. La polémica y su torpe manejo revelan el nerviosismo que cunde y la búsqueda desesperada de complicidades para avalar unos presupuestos sumamente restrictivos y con un recorte social que cabe esperar sustancial.


3 ¿Qué hacer?

Para empezar, no queda más remedio que asumir la parte exógena del problema, esto es, la que nos viene impuesta desde fuera. No son aconsejables medidas paliativas de, por ejemplo y como reclaman algunos sectores, la subida de los combustibles. Es un ajuste forzado por las circunstancias, más duro que si se hubiera hecho con inteligencia y gradualmente, pero al que hay que amoldarse, porque el modelo actual es insostenible. El «lado bueno» de la crisis —si alguno hay— es, pues, que va a obligar a cambios que hace tiempo reclamaba el sentido común, pero que no se acometían por su coste político, presiones interesadas, falta de visión de largo plazo o, simplemente, cobardía política.

En situaciones como la actual es muy importante combinar medidas a corto plazo para paliar los efectos más duros, con medidas estructurales para introducir cambios profundos que permitan adaptarse a las nuevas circunstancias. En un planteamiento de izquierdas, la actuación pública deberá tener una orientación fundamentalmente social, para compensar a los más afectados por la crisis, que suelen ser los grupos sociales más desfavorecidos. La «calidad» de una sociedad se mide por su capacidad para reducir desigualdades y generar derechos sociales. No se trata tanto de frenar u obstaculizar cambios que, muchas veces, vienen impuestos desde fuera, como de tener un entramado institucional sólido para atender a los perjudicados. Precisamente uno de los problemas a que nos tendremos que enfrentar será seguramente la insuficiencia de los mecanismos fiscales y presupuestarios, dado que las reformas fiscales que se han sucedido en los últimos veinte años han ido siempre en la misma dirección: reducir impuestos.

Igualmente, responder adecuadamente a la situación significa «olvidarse» del saldo presupuestario por un tiempo. No es de recibo justificar el superávit de los años de bonanza en que hay que ahorrar para cuando vengan mal dadas y, llegado el momento, buscar el equilibrio presupuestario. Hay capacidad para soportar cierto déficit. Por esa razón, es necesario vigilar el gasto social estrechamente, porque aunque el Gobierno no va a reconocer que esté en sus planes reducirlo, terminará haciéndolo. Igualmente deberá explicar qué se ha hecho con los superávit acumulados en los últimos años, en qué se han utilizado y por qué no están disponibles —como debería ser— para paliar los efectos sociales de la crisis. Las transferencias a empresas públicas no sólo sirven para dar opacidad al uso de recursos públicos, sino que previsiblemente van a servir para sostener el esfuerzo en obras públicas, evitándose usos alternativos a esos fondos.

Junto a las medidas de corte social y redistribuidor, hay que acometer otras de mayor calado por cuanto buscan reformas estructurales. Reformas que, además, son insoslayables si se quiere mantener la sociedad navarra en sus niveles actuales de bienestar. En Navarra hay un «divorcio» entre indicadores de renta y otros de mayor calado cualitativo. Así, el puesto que ocupa en nivel de PIB per cápita en la Unión Europea es más alto que el que le corresponde, por ejemplo, por esfuerzo tecnológico o indicadores sociales y educativos. ¿Qué significa esto? Que estamos viviendo de las rentas del pasado, de un modelo que está ya agotado, basado exclusivamente en la atracción de inversiones foráneas y la despreocupación creciente por el tejido empresarial autóctono, la innovación o el sistema educativo. «Que inviertan ellos», podría ser un buen eslogan de toda una época, que ha dado buenos resultados pero que ya no sirve. Ya no se pueden ofrecer incentivos financieros tan generosos. Las posibilidades futuras sólo pueden venir de la atracción de inversión de calidad y la generación interna de iniciativas e inversiones.

Hay que tener en cuenta, además, que en ámbitos económicos tan abiertos, la política económica se ha de desenvolver en el largo plazo. Y en este campo no hay nada nuevo: esfuerzo tecnológico, esfuerzo educativo y política social, teniendo en cuenta que cualquier política ha de cumplir unos requisitos mínimos en materia ambiental, es decir, los criterios de sostenibilidad han de impregnar todas las políticas públicas.

La política social ni es un adorno ni es beneficencia laica. No debe ser entendida sólo como un problema de justicia, sino, también, como un imperativo económico, porque aporta algo esencial para el bienestar colectivo, como es la cohesión de la sociedad mediante la reducción de las desigualdades.

Desde hace bastantes años asistimos a un deterioro de las rentas salariales, que crecen muy por debajo de las rentas del capital. Además, la evolución es muy desigual entre los propios salarios, de manera que los más bajos se deterioran en términos reales. No es sostenible socialmente un contexto en el cual en los años de bonanza se pide moderación, para hacer recaer en períodos de crisis el coste del ajuste en los trabajadores, tanto por la vía de la pérdida de poder adquisitivo de los salarios como por el aumento del desempleo. Es obsceno, por ejemplo, que Miguel Sanz chantajee a los trabajadores públicos y los haga responsables del recorte social. Es necesario hacer políticas de rentas, que podrían pasar, incluso, por fórmulas de participación de los trabajadores en la propiedad de las empresas o el diseño de nuevas formas jurídicas para iniciativas sociales de carácter empresarial.

La búsqueda de competitividad mediante los salarios es una arma peligrosa, sobre todo si va acompañada de incrementos en la precariedad laboral, porque da lugar a pérdida de calidad del empleo y, por tanto, al empeoramiento de las expectativas a medio y largo plazo. Hoy sólo es posible mantener niveles de renta elevados y un sistema de prestaciones sociales avanzado mediante una alta productividad. La batalla de los salarios bajos está perdida. Productividad y salarios elevados no sólo son compatibles, sino que están íntimamente relacionados. Para ello es necesario el esfuerzo tecnológico, pero también el educativo, y no sólo en los niveles superiores, sino especialmente en los intermedios. La gran asignatura pendiente sigue siendo la formación profesional, que es el eslabón fundamental para incorporar las nuevas tecnologías en el sistema productivo. A medio plazo nos podríamos enfrentar, incluso, a un problema serio de falta de personal cualificado, que podría significar un retroceso económico y social.

La política tecnológica debe tener un componente social acusado, no puede consistir simplemente, como es el caso, en el diseño de medidas para incentivar la incorporación de nuevas tecnologías por las empresas, Se trata de un paso necesario, pero no suficiente. De hecho, el número de empresas innovadoras todavía es reducido, especialmente entre las más pequeñas. Por tanto, se trata de imbricar el esfuerzo tecnológico en la sociedad y no exclusivamente en el sistema productivo. Es decir, los planes tecnológicos deben plantearse para quién es la innovación. La respuesta no puede ser simplemente para las empresas, por más que sean ellas las que realizan, prima facie, el esfuerzo.

La aplicación intensiva de nuevas tecnologías a la Administración, por ejemplo a través del teletrabajo, puede servir, además, como un factor de equilibrio territorial, para frenar el despoblamiento de algunas áreas. Igualmente, la política social debe servir para fomentar la innovación y la exploración de yacimientos de empleo de calidad. En este sentido, es contraproducente la política seguida en los últimos años de externalizar los servicios sociales mediante su subcontratación a empresas privadas, lo que redunda en la pérdida de calidad del servicio, la mercantilización de derechos sociales y la merma en la calidad del empleo. La sustitución de prestaciones sociales por compensaciones dinerarias actúa de la misma manera, además de precarizar la propia existencia de la prestación, puesto que es más fácil su eliminación (basta con suprimir la partida presupuestaria).

La globalización y la deslocalización no son amenazas por sí mismas. Incluso, hablando en rigor, no son sino una manifestación del dinamismo inherente a la actividad económica. Sin empresas que se desplazan buscando mejores oportunidades de negocio o, incluso, salarios más bajos, posiblemente Navarra no se hubiera industrializado en los sesenta. Recuérdese que es tan tarde como 1964 cuando la industria sobrepasa en peso económico a la agricultura. Pero se requiere un tejido empresarial autóctono que cuente, además, con empresas de cierta dimensión imbricadas en el mismo. Es un buen argumento para dotar de mayor discrecionalidad la política tecnológica.