El 24 de noviembre de 1885, con Alfonso XII agonizando, Cánovas y Sagasta acordaron lo que se conoce como Pacto de El Pardo , que sancionaba la alternancia en el Gobierno —vigente de hecho desde 1881— entre el Partido Conservador y el Liberal. Se alumbró así un sistema político con apariencia democrática pero autoritario en su esencia. En su diseño fue fundamental la profunda aversión de Cánovas al sufragio universal y su convicción (tan querida por la derecha actual) de que la nación es una realidad externa, independiente y ajena a la voluntad del pueblo que la forma; el sufragio censitario y el sistema caciquil se encargaron, en cualquier caso, de barrer todo resquicio de concesión a la voluntad popular.
Un buen puñado de historiadores —y desde luego los oficialistas— ha tejido una imagen de Cánovas como gran estadista, artífice de una larga etapa de paz y estabilidad en el marco de una monarquía constitucional. Incluso se ha convertido en la referencia totémica de la actual derecha española, y tanto Fraga como Aznar han soñado ser el nuevo Cánovas de la, por enésima (y esperemos que última) vez, restaurada monarquía borbónica: pero Fraga se queda en simple teórico de la democracia orgánica y apropiador desabrido de calles; Aznar, por su parte, no pasa de un mal remedo del peor Gil Robles. Cánovas como figura histórica representa la desconfianza en la democracia y las maniobras para desvirtuarla, la adaptación en la forma para preservar el fondo, esto es, un estado de cosas y un reparto del poder (como Dios manda ) más propio del Antiguo Régimen (se opuso tenazmente a la libertad religiosa). No obstante, a diferencia de sus epígonos posfranquistas, fue un individuo brillante, con el punto de cinismo que suele ir unido a esa cualidad y lo bastante escéptico para no creerse su propio discurso y ser bien consciente de sus limitaciones. A él se atribuye la famosa (y más acabada) definición de los españoles: los que no pueden ser otra cosa.
Tampoco el lehendakari Sanz se ha podido sustraer (¡qué malo es leer!) al magnetismo de la figura de Cánovas. O quizá es simplemente que está muy nervioso (táchese lo que no proceda). Pero hace unas semanas todos asistimos al lamentable y bochornoso espectáculo de un presidente de Navarra ofreciendo al PSN nada menos que consensuar algún tipo de alternancia entre los dos partidos, para dejar fuera del Gobierno sine die a Nafarroa Bai. En sus propias palabras, «un reparto en las cuotas de poder en cuanto al acceso a las instituciones». No se trata de abundar aquí en lo que significa semejante oferta (rápidamente repudiada por Puras, dicho sea de paso) por cuanto adultera el sistema democrático, degrada las elecciones a mera farsa e implica que una pandilla de iluminados se autoadjudique la potestad de decidir sobre lo que conviene o no a Navarra. Más aún, de haberse quedado ahí las cosas, la historia no habría pasado de una anécdota grotesca.
Pero parece que alguien avisado ha convencido a nuestro lenguaraz lehendakari de que estas cosas es mejor ventilarlas al abrigo de la vergonzante discreción de conciliábulos y contubernios, huyendo del escrutinio público. Así al menos parecen indicarlo los rumores sobre una nueva y mucho menos aireada oferta al PSN que consistiría, en lo esencial, en permitir que el PSN formara Gobierno, con el apoyo de CDN (¿adónde vas, CDN? porque si de lo que se trata es de destacar, en Lagartera confeccionan unos trajes muy apropiados); hasta meten en el saco a IU. UPN se comprometería a no obstaculizar la labor de Gobierno, pactando previamente con el PSN las principales iniciativas políticas, en una especie de benign neglect, un dejar hacer condescendiente y hasta negligente, a modo de perdonavidas de patio de colegio. Partiendo de que seguramente IU no se prestaría a semejante componenda, esta situación sólo sería factible si PSN y CDN obtuvieran más escaños que Nafarroa Bai e IU. En otro caso, se requeriría el apoyo activo de UPN, sea dentro o fuera del Gobierno. Cualquiera de las dos posibilidades es impensable en el estado actual de relaciones PSOE-PP, aunque la segunda sería mucho más escandalosa, en Pamplona y en Madrid.
Pero lo más ilustrativo de la situación es lo que deja traslucir. En primer lugar, estas ofertas están ya lejos de los tiempos en que Sanz trataba al PSN a base de exabruptos, chantajes o, simplemente, amenazas. De ahí se pasó al cortejo displicente con aires de superioridad, pero con la obsesión de fondo por los pactos poselectorales de los socialistas. La última fase (la tercera, la de los encuentros alienígenas) consiste llanamente en ceder el Gobierno al PSN. Es decir, se ha pasado de la incertidumbre sobre los resultados a la certeza de que van a ser malos y se atisban mayorías alternativas.
En segundo lugar, muestra una vez más la debilidad de las convicciones democráticas de esta derecha nuestra, que cuando intuye que las cosas no van a salir como le gustaría —como debe ser, porque identifican ambas cosas con demasiado desenfado— comienza a maniobrar para subvertir los resultados, aun a costa, si hace falta, de componendas o pucherazos. Siguen anclados en el siglo XIX. Ni siquiera tienen el fondo de armario ideológico suficiente como para haber asimilado el bagaje intelectual de la derecha del siglo XX (aunque alguna complicidad han tenido con la más perversa o sanguinaria).
Una vez más, Sanz consigue avergonzar a buena parte de la opinión pública navarra, quedar en ridículo fuera y demostrar que carece de cualquier respeto a Navarra, su ciudadanía y sus instituciones. Involucra a la monarquía, a la Iglesia (Sebastián siempre estará dispuesto a rezar por la Navarra de siempre) y a quien haga falta en sus delirios histéricos y ultramontanos. Dice querer blindar Navarra, quizá para poder saquearla (en lo poco que queda ya por vender) con mayor soltura e impunidad. Van a hacer falta años de trabajo para reparar el daño al régimen foral y a esos servicios que son la base del bienestar de la sociedad a que ha conducido un gobierno tan vociferante e irresponsable como falto de ideas y programas. Puede que Sanz aspire a ser Cánovas (o Gamazo, porque parece no tener muy claros algunos conceptos). Pero se queda en trasunto patético del conde de Lerín, ese personaje escaso de escrúpulos y sobrado de desparpajo que vendió Navarra (éste sí que la vendió) y se ganó merecidamente un puesto de honor en nuestra particular historia de la infamia.
(Diario de Noticias, 28 de abril de 2007)
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