El acta de Crawford, recientemente publicada, constituye la enésima constatación de que la arrogancia, la torpeza, la estupidez y el sectarismo fueron la marca de fábrica de Aznar, también en su política exterior, que se fue deslizando de manera imparable hacia la irrelevancia, con la consiguiente pérdida de peso del país como interlocutor internacional, diga lo que diga ahora el PP. No es que España haya sido, desde los mismos albores del siglo XIX, un agente muy a tener en cuenta, pero durante algunos años —aproximadamente entre 1978 y 1996— parecía contar con un cierto respeto internacional. La guinda de la política exterior de Aznar —junto a un minucioso trabajo de zapa para socavar la construcción europea— fue precisamente el asunto de Irak, apresurándose a adoptar sin ningún reparo maneras de procónsul del Imperio. La diplomacia del exabrupto tan de moda por entonces en Washington no podía imaginar mejor complemento que el de un duendecillo saltarín paseándose de aquí para allá haciendo el trabajo sucio, se supone que para acumular méritos (algunas recompensas ha tenido después).
Sin pretender resucitar fantasmas, hay un aspecto colateral en toda esta historia que resulta muy ilustrativo. Antes de rendir su peculiar visita ad limina y renovar juramentos de vasallaje al Emperador en sus posesiones tejanas, Aznar se dio una vueltecita por México, en una visita que dejó al desnudo sus resabios ideológicos, su papel en la farsa y la falta de pudor en la exhibición de tanto servilismo. Naturalmente, Aznar tuvo cuidado de manifestar que no iba a México a convencer a nadie de nada y mucho menos a presionar. Pero, como dijo entonces un periodista de la televisión mexicana: Si no vino a lo que vino, ¿a qué vino? México era uno de los miembros no permanentes en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y, por tanto, con derecho de voto sobre las resoluciones que se pudieran presentar. En ese contexto, la visita de Aznar tenía un tufillo a presión difícil de ignorar. Y, naturalmente, ello produjo considerable indignación entre políticos, periodistas y la opinión pública mexicana.
Pero el asunto tenía más calado que el de la mera visita. ¿Por qué iba Aznar a México? Una posibilidad es que Bush le hubiera encomendado esa gestión. Posible, pero no creíble. Los Estados Unidos han tenido ambiciones imperiales y han actuado de acuerdo con ellas desde el mismo momento de su independencia. Primero territorialmente: con Francia, con la corona española y con México, al que sustrajeron la mitad de su territorio. Pero también por medio del control económico y político del continente entero. Para cuando se formuló la doctrina Monroe (América —el continente— para los americanos —estadounidenses—), ya llevaba años aplicándose. De tal manera que desde antes incluso de la independencia de las colonias castellanas, los Estados Unidos fueron tendiendo sus redes en el continente, mientras la influencia española se esfumaba repentina y completamente. De hecho, España no gozó de ninguna presencia en América durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. Sólo tras el fin de la dictadura y el interés que generó la denominada transición política se puede hablar de una ampliación de las relaciones de España con Latinoamérica, más allá de las puramente diplomáticas (también contribuyó a ello, por supuesto, la oleada de fuertes inversiones de empresas españolas, al socaire de las privatizaciones de servicios públicos en los años ochenta y noventa). En estas condiciones, y dada la falta de sutileza para la diplomacia que reiteradamente ha exhibido la administración Bush, parece poco probable pensar que éste encargase a Aznar una gestión en territorio que considera suyo y, además, de gestión exclusiva.
Desechada la hipótesis del recadero (ya de por sí humillante) queda la aún más humillante del meritorio que, sin encomendarse a Dios ni al diablo y a fin de ser agradable a ojos del señor, acaricia la idea de presentarse al besamanos con un regalo inesperado, cual es el cambio de posición de México, en un momento en que Estados Unidos sólo tenía tres votos seguros en el Consejo de Seguridad. Así que este gachupín de concepciones rancias aparece por México con el aire de suficiencia que le da el pasado imperial para llamar al orden a las colonias. Tampoco era nueva esta orientación. Por aquellos años las alocuciones del Jefe del Estado solían contener abundantes evocaciones orgullosas de glorias imperiales y afanes evangelizadores; la perla fue aquel discurso en que se decía que el castellano nunca se había impuesto a nadie por la fuerza. Por cierto que, coincidiendo más o menos con la reunión de Tejas, la prensa norteamericana se preguntaba de dónde había sacado Bush esos aliados tan irrelevantes, colocando a España en la misma lista que Chequia o los estados bálticos.
México es un país grande, con personalidad política y económica muy marcada, un sentimiento de identidad que, por ejemplo, no existe en España y unos intereses bien delimitados en sus relaciones con los Estados Unidos. Depende económicamente de su vecino del norte, al que va más del 80 por ciento de sus exportaciones y es el origen de una parte muy significativa de las inversiones. Pero también es el destino de millones de mexicanos que emigran legal o ilegalmente. El gobierno mexicano era consciente de su debilidad negociadora. Además, el entonces presidente, el conservador Fox, era claramente pronorteamericano. Sin embargo, supo mantener su posición con notable dignidad y no se prestó a las maniobras de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad. Nada que ver con el servilismo aznarita, su doblez y su obsesión por pasar a la historia a costa de lo que sea. En eso —y en su afán de emular el protocolo monárquico— recordaba a otro personaje igualmente empeñado en responder sólo ante Dios y ante la Historia (lo consiguió y ahí están Rouco y César Vidal para absolverlo).
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