Hace ya algún tiempo que en Estados Unidos se exponen hipótesis variopintas, algunas peregrinas, sobre la autoría y la motivación de los atentados del 11 de septiembre. Así, hay quienes atribuyen la responsabilidad a la propia administración o a perversos intereses empresariales o políticos. Los motivos van desde forzar la intervención militar en Afganistán e Irak (el negocio de la droga y el petróleo; o incluso la pretensión iraquí de operar en euros y no en dólares) hasta la especulación por oscuras tramas inmobiliarias con los terrenos ocupados por el World Trade Center. Algunos niegan que se estrellara ningún avión contra el Pentágono o aventuran que las torres gemelas fueron voladas desde abajo, probablemente por judíos. Normalmente estas historias las propagan grupos marginales, iluminados o gentes con olfato para el negocio editorial.
Ya se sabe que el hombre no estuvo en la Luna: todo es un montaje de la NASA. El holocausto fue una invención de la internacional judía, cuyas intenciones quedaron patentes en los Protocolos de los Sabios de Sión. Y hay muchos más ejemplos. El truco es sencillo. Se trata de, a partir de hechos no discutidos, entretejer una maraña de medias verdades junto a puras invenciones hasta construir una historia con apariencia de verosimilitud. Nada nuevo. Es, por ejemplo, la base de la fortuna editorial de autores como J.J. Benítez o de los programas de Iker Jiménez en radio y televisión, contumaces en la manipulación y el vapuleo del método científico. Lo que no es habitual es que organizaciones «serias» —y mucho menos del stablishment— den pábulo a estas historias o, lo que es peor, que las generen.
Justamente es lo que ha ocurrido —y sigue ocurriendo tras conocerse la sentencia— con la actuación del PP en relación con los atentados del 11 de marzo. Se genera una explicación rocambolesca, pasando incluso por encima (y contra) los mandos policiales nombrados por el propio gobierno popular (y olvidando que era Acebes quien mandaba las fuerzas de seguridad), para encubrir un error garrafal, seguramente el mayor cometido por un gobierno en circunstancias similares y que le costó al PP las elecciones. Si Aznar hubiera aparecido a media mañana en la estación de Atocha en mangas de camisa y prometiendo mano dura contra los islamistas, hoy Rajoy presidiría el Gobierno español. Pero en vez de eso, opta por la solución que, pensaron, les sería más rentable, esto es, atribuir los atentados a ETA contra todas las evidencias y el parecer de los expertos, con una insistencia insultante para los ciudadanos.
La incapacidad para asumir el resultado electoral y la necesidad de justificarse lleva a urdir una historia delirante (de la que han sido principales exponentes Zaplana, Del Burgo y el bufón Martínez Pujalte), apuntalada mediante medias verdades y completas mentiras, dando credibilidad a testimonios de delincuentes procesados, aun a costa de socavar (quién lo iba a imaginar) las bases mismas del Estado, insinuando una oscura trama en la que se unen islamistas radicales, etarras, mandos policiales, servicios secretos españoles y marroquíes y políticos socialistas. Demasiado parecido al contubernio judeo-masónico-comunista de otros tiempos.
Bien pensado, no es tan difícil construir historias verosímiles. Se me ocurre un ejemplo (cualquier parecido con la realidad…): Madrid, 8 de marzo de 2004. Falta menos de una semana para las elecciones generales. Aunque la ley no permite difundir sondeos, nada impide que se hagan. Uno realizado apresuradamente esa mañana trae malas noticias para el PP y sus estrategas: el PSOE aparece como ganador, culminando la tendencia iniciada semanas antes de pérdida lenta pero inexorable de la ventaja con que había contado el PP tiempo atrás. De seguir así, el domingo 14 cabe esperar cualquier cosa, incluso una mayoría absoluta socialista.
El margen de maniobra es escaso, pero la pérdida del Gobierno resulta inadmisible. Demasiada basura que limpiar y que no se puede arrumbar u ocultar sin más debajo de las alfombras. Afortunadamente, siempre hay un roto para un descosido y no faltan conocedores avezados de las cloacas políticas, sociales y policiales. Un subalterno eficiente, de esos que andan permanentemente rumiando algún «plan B», pone encima de la mesa una solución. Drástica, pero solución al fin.
Se sabe que grupos de islamistas radicales andan instalándose en España, buscando la manera de responder a la intervención en Irak. Se les ha detectado por redes «paralelas», estando como está la policía atada de pies y manos por la doctrina oficial de que todos los males vienen de ETA. Ni siquiera hay un control riguroso de los explosivos, habida cuenta de que ETA se aprovisiona en Francia y no utiliza goma 2. Manipulando adecuadamente alguno de estos grupos, se puede conseguir que se inmolen a mayor gloria de Alá, dejando indicios que permitan culpar a ETA. Se trata de llegar al domingo cabalgando la ola de la indignación popular. Después ya se verá.
Se hacen consultas, siempre en círculos reducidos. Se recurre incluso a algún ideólogo vociferante, a fin de asegurarse su anuencia y la colaboración de medios afines para desviar responsabilidades. Hay que moverse rápido, porque los plazos apremian y las cosas deben suceder de manera que la población tenga justo el tiempo de asimilar lo sucedido y atribuir responsabilidades, sin mayores análisis.
Dicho y hecho. El engranaje se pone en marcha. La predisposición de algunos islamistas radicales facilita su manipulación. Enseguida empiezan a actuar como si la idea hubiera sido suya. Se decide actuar en los ferrocarriles, porque ese parecía ser el objetivo etarra en los últimos tiempos. Reciben instrucciones sobre cómo disimular la autoría y poder escapar. Pero es difícil controlar un mecanismo de este tipo cuando se pone en marcha. Lo que debía ser una explosión controlada en un tren semivacío, se convierte en una serie de atentados en trenes atestados, fruto de la «creatividad» de los islamistas.
Lo que vino después es de sobra conocido, con el Gobierno actuando según el guión previsto. Pero no coló. Algo había fallado. Los islamistas olvidaron detalles esenciales. Extraviaron las tarjetas del Grupo Mondragón que debían dejar en la furgoneta; como sonaba parecido, se hicieron con un disco compacto de la Orquesta Mondragón. Para colmo, se olvidaron la cinta con los versículos del Corán que les servía para motivarse. Alguna mochila no estalló y proporcionó información comprometedora. ETA y Batasuna negaban cualquier implicación. Demasiados indicios para un Gobierno inmovilizado, sin capacidad de reacción ante una situación que no era la esperada y que rápidamente se torna contra él. La opinión pública, que ante el desastre se vuelve con naturalidad hacia la autoridad, se siente insultada con un engaño tan evidente. A pesar de todo, la inseguridad creada evita el hundimiento total y asegura al PP algunos votos que de otra forma hubiera perdido.
Es otra visión de las cosas, tan verosímil como la difundida por el PP. Con un poco de creatividad y los recursos de un grupo editorial como el de El Mundo, sería cosa de no mucho tiempo. Pero, como dice Proust, «pese a la idea que se hace el mentiroso, la verosimilitud no es del todo la verdad». Hay, no obstante, más alternativas. Siempre está el recurso a los extraterrestres. O a los fantasmas del Reina Sofía, quizá perturbados en su descanso por el ruido de los trenes. Pero esos son andurriales más propios de Iker Jiménez. De haber seguido gobernando el PP, hoy tendríamos, en lugar de la sentencia del 11-M, un Informe Warren a la española. Y no se olvide que buena parte del mundo sigue preguntándose quién mató a Kennedy.
(Una versión muy similar de este texto apareció en Diario de Noticias el 16 de septiembre de 2006. La publicación de la sentencia del 11-M y las reacciones de los dirigentes del PP hacen que siga vigente, por lo que me permito reproducirlo con ligeras modificaciones)
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