Las
primeras medidas económicas del Gobierno de Mariano Rajoy se ajustan a lo
esperado por casi todo el mundo, quizá con la excepción de quienes creyeron en
su literalidad los mensajes electorales. La comparación con Bush padre y su
“read my lips, no new taxes” es inevitable y, a estas alturas, se habrá hecho
odiosa para muchos seguidores del carismático registrador. Tales medidas,
contenidas fundamentalmente en un Decreto-Ley (y, en lo que afecta al salario
mínimo interprofesional, un Real Decreto), meten con calzador una necesidad
imperiosa en una visión del mundo que parece ir por otros derroteros.
La
necesidad afecta a la recaudación. Por más que se esté a favor de adelgazar el
sector público y de reducir impuestos, hay mínimos insoslayables. Aunque les
pese, el sector público, aunque sea reducido, es condición necesaria para
la existencia de un sector privado regido por normas más comprensibles (y
remuneradoras) que las de la jungla. El Partido Popular es consciente de eso
desde hace tiempo. Su abstención en el establecimiento (reinstauración, si
prefieren) del Impuesto sobre el Patrimonio fue elocuente. Así que o se
preserva cierta capacidad de ingresos o es imposible mantener la mínima
estructura necesaria para poder hablar de "Estado". Y ya va quedando
poco a lo que meter mano: ejército, fuerzas de seguridad, monarquía o
tributación de inmuebles eclesiásticos; es decir, el cogollo de lo que un
partido como Dios manda debe considerar irrenunciable. Pero junto a los
ingresos se tocan también los gastos. El conjunto permite apreciar con bastante
claridad el sesgo del PP.
Una
primera cuestión que surge, antes siquiera de entrar en materia, es la forma.
Se recurre al Decreto-Ley, amparándose en la autorización constitucional en
casos de extraordinaria y urgente necesidad. Pero, como en tantas ocasiones, se
trata de un subterfugio para evitar el debate a fondo que se generaría en la
tramitación parlamentaria ordinaria. La misma constitucionalidad del método
elegido está en entredicho, por afectar a tributos.
Podemos
distinguir tres bloques de medidas: las que afectan a los ingresos, las
relacionadas con retribuciones y plantillas y, finalmente, las medidas
sociales. Vayamos por partes.
En
lo que afecta a los ingresos, se incrementa el IRPF, tanto la tarifa general
(que recae sobre todo sobre salarios), como la de las rentas del capital. En el
primer caso (tarifa general) la subida, presentada como transitoria, aumenta al
hacerlo la renta. Incluso, invirtiendo una tendencia de muchos años, se
incrementa el número de tramos, con un tipo máximo a partir de 300.000 euros de
aproximadamente el 52% (depende de la escala de cada Comunidad Autónoma). En
cuanto a las rentas del capital, se incrementa la tributación y se introduce un
nuevo tramo, a partir de 24.000 euros, con un tipo del 27%. Hay que decir que
este aspecto de la reforma va en la misma dirección que la demandada por la
oposición de izquierda en el Parlamento de Navarra en el debate presupuestario.
Supone un incremento de la progresividad y seguramente una cierta mejora,
siquiera tímida, de la equidad horizontal, aunque el grueso de la presión
fiscal sigue descansando en los salarios y no se toca la tributación de las
grandes fortunas, sea a través del Impuesto sobre el Patrimonio, sea a través
de mecanismos de elusión fiscal como las SICAV.
En
el lado negativo de la reforma, se recupera la deducción por vivienda habitual
(en Navarra no se llegó a suprimir), del que se espera, junto con la reducción
del tipo de IVA para ciertas entregas de viviendas, un incentivo para la
actividad económica. Aun admitiendo que fuera esto cierto, cosa discutible, y a
la vista de la historia económica reciente, cabe preguntarse si es la actividad
más apropiada para fomentar.
En
cuanto a retribuciones y plantillas, se congela el salario de los funcionarios
y se introducen fuertes restricciones en las posibilidades de contratación de
trabajadores, incluso temporal, de todas las Administraciones Públicas. Habrá
que ver cómo afecta este precepto a la prestación de muchos servicios públicos,
ya sean municipales o forales, dado que tiene carácter básico pero está
redactado con mucha ambigüedad. El incremento de la jornada laboral de los
funcionarios estatales hasta las 37,5 horas (lo llaman “reordenación del tiempo
de trabajo”) busca, seguramente, que las aludidas restricciones se traduzcan
efectivamente en una menor plantilla.
El
conjunto de medidas que podríamos calificar de sociales, asociales más bien,
suponen un nuevo retroceso. La única excepción es la amortiguación de la
pérdida de poder adquisitivo de las pensiones, puesto que se incrementan un 1%.
Puede decirse que es un Decreto-Ley de posposición: se pospone la aplicación de
la Ley de Dependencia, se pospone la ampliación del permiso de paternidad, se
pospone sine die la mejora de las pensiones de viudedad. Además, se
deroga la renta de emancipación. Y, muy significativamente se congela el
salario mínimo interprofesional (SMI), porque el momento económico exige la
“adopción de políticas salariales durante el año 2012 que puedan contribuir al
objetivo prioritario de recuperación económica y a la creación de empleo".
Esta justificación es altamente ilustrativa de la concepción que en materia
laboral tiene el PP y lo que cabe esperar de su política: si hay paro o la
economía no crece es porque los salarios son altos. Supone, igualmente, un
mazazo al significado social del SMI. Pero, además, y a pesar del discurso
facilón que sustenta los ataques a cualquier forma de salario mínimo, desde el
punto de vista económico la depresión de la renta en sus niveles inferiores no
tiene por qué propiciar, más bien lo contrario, la recuperación económica ni,
por supuesto, la creación de empleo; y, en la medida en que va acompañada
por la expansión de las rentas más altas, contribuye a la profundización de la
brecha social.
Las
medidas de emergencia, tomadas con harto dolor, contemplan también el
incremento del Impuesto sobre Bienes Inmuebles del que, sin embargo, sigue
estando exento el segundo propietario inmobiliario después del Estado.
Igualmente se prorroga por un año más (y así desde 1985) el plazo para que los
bienes eclesiásticos del patrimonio histórico-artístico se sometan a la
legislación general sobre dichos bienes. Entre tanta urgencia fiscal
encontramos tiempo para mantener esa situación excepcional y el paraíso fiscal
en que se desenvuelve la Iglesia Católica. Deo gratias.
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