viernes, 2 de agosto de 2013
Revolucionario Francisco
Es habitual querer buscar novedades y cambios en cuanto nos rodea. Los medios de comunicación, sedientos ellos mismos de titulares, alimentan, cuando no crean, ese apetito. Se generan así expectativas que resultan infundadas después de un análisis reposado. Con el actual papa (una persona que, por lo demás, despierta simpatías, también las mías) ocurre algo así. En una institución milenaria, monarquía absoluta además, tan dada al inmovilismo como la Iglesia católica, se escudriñan los más leves gestos del autócrata reinante intentando adivinar cambios. Tenemos así un titular que ha dado la vuelta al mundo: “¿Quién soy yo para juzgar a los gays?”.
Para empezar, la frase no deja de acomodarse a las escrituras canónicas: en el evangelio de Lucas (6, 37) se dice: ”No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados”. Y en Romanos (2, 1): “Por eso, tú que pretendes ser juez de los demás –no importa quién seas– no tienes excusa, porque al juzgar a otros, te condenas a ti mismo, ya que haces lo mismo que condenas”. Nada nuevo, por tanto. Aunque habría mucho que decir de esa predisposición de la iglesia, desde los tiempos de Constantino, a juzgar y condenar.
Pero si vamos más allá y nos adentramos en las palabras del papa Francisco, tal como las recoge la prensa, todavía podemos puntualizar más. Francisco, al parecer (El País, 29 de julio de 2013), dijo: “Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo? El catecismo de la Iglesia católica lo explica de forma muy bella. Dice que no se debe marginar a estas personas por eso. Hay que integrarlas en la sociedad”. Por tanto, además de repetir las palabras evangélicas, el papa nos remite al catecismo. ¿Y qué dice éste de tan bella forma (2357 a 2359)?:
El catecismo parte, recogiendo al parecer lo establecido en la escritura, de que la homosexualidad es una depravación grave, califica los actos homosexuales como “intrínsecamente desordenados" y “contrarios a la ley natural”, por lo que “no pueden recibir aprobación en ningún caso”. Aunque, eso sí, quienes padecen “esta inclinación, objetivamente desordenada” deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Pero se les impone como única salida la castidad.
Esto es lo que dice el catecismo católico y a esto es a lo que se refería Francisco. Júzguese lo revolucionario del caso.
Como prueba de que estamos donde estábamos (están donde estaban), el comentario sobre las mujeres: “Como dije a los obispos, sobre la participación de las mujeres en la Iglesia no nos podemos limitar a las mujeres monaguillo, a la presidenta de Cáritas, a la catequista… Tiene que haber algo más, hay que hacer una profunda teología de la mujer. En cuanto a la ordenación de las mujeres, la Iglesia ha hablado y dice no. Lo dijo Juan Pablo II, pero con una formulación definitiva. Esa puerta está cerrada. Pero sobre esto quiero decirles algo: la Virgen María era más importante que los apóstoles y que los obispos y que los diáconos y los sacerdotes. La mujer en la Iglesia es más importante que los obispos y que los curas. ¿Cómo? Esto es lo que debemos tratar de explicitar mejor. Creo que falta una explicitación teológica sobre esto”.
Me limito a poner de manifiesto lo que se dijo y las referencias. No es mi intención profundizar en el tema, que queda para quienes acepten esa autoridad y comulguen con sus directrices. Si lo saco a colación es porque la Iglesia suele pretender pasar por encima de quienes no piensan como ella y trasladar a la legislación civil o penal lo que no debe ser sino una guía para sus seguidores. Quizá Francisco debería empezar su revolución por ahí, dedicarse a salvar a quienes quieren ser salvados y dejar en paz a los demás. Eso sí sería verdaderamente un cambio. Aunque en otras declaraciones, también profusamente difundidas, sobre la laicidad del Estado, no parece dejar muchas opciones para el optimismo...
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