La historia, y la historia de Navarra, suele ser una fuente de modelos para caracterizar con eficacia pedagógica fenómenos contemporáneos. Así, si Miguel Sanz encuentra su imagen especular en el conde de Lerín, del que es un más que brillante émulo (consigue superarlo con creces), Barcina apunta maneras y hechuras virreinales desde el mismo momento en que fue ungida con el carisma del libérrimo dedo del líder. Las actas de las Cortes de Navarra están preñadas de testimonios en los que se aprecia claramente el papel del virrey como celoso vigilante de los intereses del rey y controlador de las veleidades de los tres estados, quién sabe si temiendo que se volvieran locos.
Mutatis mutandis (más que nada en lo tecnológico), es la situación que se vivió en el Parlamento de Navarra durante el pleno sobre autogobierno del pasado 10 de septiembre. Después de que durante meses y desde diversos ámbitos, incluido UPN y su presidenta, se reclamara unidad y consenso, Barcina no compareció para defender el régimen foral o propiciar esa unidad. Por el contrario, atacó a la oposición, sacó a relucir su aversión a la transitoria cuarta y defendió al Gobierno español exigiendo lealtad, basándose en el carácter pactado del régimen foral.
Barcina pareció olvidar que todo pacto, al menos si es simétrico, requiere lealtad por ambas partes. Pese al mito interesado, el Estado nunca ha sido leal. Dispone del resorte de decisión de última instancia (lo cual demuestra que no es un pacto entre iguales) y lo ha aprovechado intensivamente. Si no ha habido más conflictos explícitos ha sido, simplemente, porque tradicionalmente la Diputación Foral se ha retraído a la hora de tomar decisiones cuando preveía la oposición estatal, en un ejercicio más de sumisión que de prudencia.
La olímpica impasibilidad con que Barcina ha contemplado la cascada de reveses que el régimen foral ha sufrido esta legislatura, siempre con origen en Madrid, sólo se descompuso levemente tras la sentencia del Tribunal Constitucional de junio pasado. Quizá por su inconsciencia de la situación, en el mencionado Pleno sobre autogobierno Barcina sólo presentó dos iniciativas concretas: la primera, una reunión de la Comisión Coordinadora a celebrar este mes. Al parecer, cumplir la ley es para ella un mérito, puesto que obliga a ello el artículo 67.3 del Convenio. La segunda, una reunión con Montoro a la que acudió el 17 de este mes, ufana, convencida de haber hecho los deberes, para rendir el debido vasallaje al ministro. Volvió demudada, sin plumas y cacareando. Que no sea consciente del pecado agrava aún más el efecto de la penitencia, por inesperada e incomprensible (para ella). Barcina se resistía a tomar una tacita y le han endilgado un tazón de proporciones bíblicas.
Será verdad que Barcina no lo vio venir. Ni UPN. Lo que no puede aducir es que no se le ha advertido reiteradamente. Pero siempre ha preferido utilizar el resorte madrileño para ajustar cuentas a la oposición en Navarra, incrementando aún más una debilidad, derivada de su minoría parlamentaria, ya de por sí palmaria. Recordemos que en su día se permitió la osadía, y la torpeza, de acudir a Madrid (a uno de esos foros en los que se siente tan bien tratada y donde afloran sus impulsos más oscuros) a suplicar que la trataran bien porque si no llegarían los vascos. En pleno frenesí centralizador (recentralizador, que aquí del jacobinismo sólo se ha tomado lo malo), sólo cabía esperar que el Estado aprovechara la situación, aunque ello exigiera la cabeza de su virreina.
La actuación del Estado en este asunto se ajusta como un guante a las fases que los militares distinguen en el combate ofensivo. La primera es la de aproximación, rápida, por distintos ejes y a menudo con un control descentralizado. Caso de encontrar alguna resistencia, la segunda fase es la de valoración del contacto con el fin de diseñar el ataque, que se desarrolla en la tercera fase. Los hitos del mismo han sido dos sentencias del Tribunal Constitucional. La siguiente fase, en la que ahora nos encontramos, es la de aprovechamiento del éxito, consecuencia directa del buen resultado inicial del ataque. Se pretende explotar la debilidad del enemigo para, posteriormente, ya en la persecución, aniquilarlo. Si el ataque se dirigió a la capacidad tributaria de Navarra, ahora haciendo aguas, el aprovechamiento del éxito pretende pulverizar los últimos bastiones, dejando la Hacienda de Navarra es una situación de ruina que impida cualquier reacción. Ese es el sentido del recurso del Gobierno español ante el Tribunal Supremo que, qué duda cabe, ganará.
Si la crisis se ha llevado por delante el mito de la capacidad de gestión del regionalismo navarro y ha dejado al descubierto sus errores, su concepción caciquil de la cosa pública y su propensión natural al despilfarro, los últimos acontecimientos dejan bien a las claras que UPN no sólo no es el único y cualificado paladín de la foralidad, sino que ni siquiera es un buen y eficaz defensor de la misma. Más aún, la experiencia muestra que, hoy por hoy, es su mayor enemigo, por su incompetencia y su empeño en utilizarla como arma arrojadiza en lugar de defender los intereses de Navarra, de toda Navarra, allí donde están amenazados.
A día de hoy el Convenio Económico está a merced de la discrecionalidad y arbitrariedad del Estado y el Gobierno de UPN carece de la capacidad, la credibilidad y la fuerza negociadora para enfrentar la situación. Dada su resistencia a buscar consensos internos, Barcina debería abstenerse de cualquier iniciativa más allá de la pura gestión hasta las próximas elecciones. En este momento es muy probable que el riesgo y el coste asociados a sus actuaciones sean muy superiores a los que comportaría la inacción.
La situación es muy grave y comprometida y va siendo hora de reflexionar seriamente sobre las posibilidades reales de la sociedad navarra para encarar el futuro y los instrumentos disponibles. Está por ver si la decimonónica ensoñación cuarentayunista, ya sea la militante, ya esa otra vergonzante que parece extenderse por ciertos ámbitos socio-políticos, es capaz de dar respuestas en contextos radicalmente distintos. ¿Puede Navarra decidir sobre su modelo político, social y económico con los mimbres actuales? ¿Es autogobierno un instrumento de financiación sobre el que tiene la última palabra el Estado? ¿Está Navarra dispuesta a soportar el enésimo atropello derivado de la incapacidad o complicidad interesada de nuestros privativos Quisling forales, sedicentes adalides de la foralidad? Es tiempo de decisiones. Con manifiestos o sin ellos.
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