La concesión de la medalla de oro de Navarra a Félix Huarte y Miguel Urmeneta ha levantado una considerable polvareda en la que, como suele ser habitual, las posiciones se atrincheran sin concesiones al rigor y, por tanto, al matiz. De tal manera que si se está a favor todo cuanto afecte a estos próceres es positivo, y al revés ocurre si se está en contra.
Para empezar, entiendo que sólo por razones muy excepcionales y muy próximas en el tiempo, se justificaría la concesión de un galardón de este tipo a título póstumo. Seguro que desde los primeros pobladores de cuevas como, pongamos, la de Alkerdi hasta hoy se nos pueden ocurrir centenares de merecedores de la medalla (lamentablemente, es muy probable que en esa hipotética lista hubiera muy pocas mujeres, lo cual también debe hacernos reflexionar sobre nuestra manera de pensar, elaborar y explicar la historia).
En segundo lugar, y creo que este es el meollo de la cuestión, la medalla se concede a estas personas en tanto que impulsores del Programa de Promoción Industrial (PPI) de 1964 (Decreto Foral 109/2014). No se trata de negar el acierto y la incidencia del PPI, con su efecto real y sus limitaciones, porque sería absurdo. En un trabajo de 1996, centrado en la industria del automóvil en Navarra, apuntaba en una nota a pie de página: “Falta todavía un estudio histórico global de la segunda mitad de este siglo en Navarra, aunque van apareciendo estudios parciales muy significativos. (…) Igualmente se echa en falta el análisis de la incidencia de la familia Huarte en el proceso de industrialización. Las opiniones recogidas durante el desarrollo de la investigación entre responsables empresariales (algunos de ellos desde los años sesenta) apuntan a su importancia. Especialmente relevante parece haber sido el papel de D. Félix Huarte, tanto como industrial como en su calidad de vicepresidente de la Diputación Foral de Navarra”. Salvo por el hecho de que hoy disponemos de más información y estudios al respecto, no veo motivos para dejar de suscribirlo.
Pero lo cierto es que Huarte y Urmeneta pudieron promover y gestionar el PPI en virtud de los cargos que ocupaban. No es una cuestión baladí. Supongo que a estas alturas no es necesario abundar en los méritos que había que acumular (y no precisamente en valores democráticos, que si se tenían, que ya es decir, no se iban proclamando o exhibiendo) en la dictadura para llegar a cargos como el de alcalde de Pamplona (y parece que todo fueron aciertos, cuando hay sonoros desaciertos), vicepresidente de la Diputación Foral o diputado foral. Puede sentar mejor o peor, pero su descripción como prohombres del franquismo (y no solo local) es ajustada. El curriculum de los cargos públicos en las dictaduras se ve inevitablemente contaminado por las características de esos regímenes y los requisitos de acceso a los mismos.
Y esa es la verdad objetiva. Lo que ni quita ni pone al devenir vital de estas personas y a los méritos que, en otros campos, pudieran acumular. Pero la medalla se concede por lo que se concede. No a trayectorias personales, a la práctica paternalista de la beneficencia con ribetes sociales, al patrocinio de actividades que aún perduran y que han trabajado duro a favor del euskera; ni tampoco al fomento mediante inversiones propias del tejido industrial navarro, a escuelas de formación profesional, a la promoción de artistas relevantes (como Oteiza) o a los muy trascendentales, polémicos y polifacéticos Encuentros de Pamplona de 1972 (costeados por la familia Huarte, al parecer como consecuencia directa del testamento de Félix Huarte).
No se requiere, pues, falsear la historia (es el caso de la polémica sobre el uso de mano de obra esclava por parte de Huarte en la construcción de la basílica de Cuelgamuros), para argumentar la improcedencia e inoportunidad de la medalla, que deviene en homenaje a un régimen político. Tampoco edulcorarla para hacer digerible el galardón. Un nuevo gol del Gobierno de Barcina que ha conseguido descolocar a demasiada gente.
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