domingo, 10 de junio de 2012

Intervenciones bancarias: ¿por qué se llega a esa situación?


Desde que se inició la crisis se han sucedido declaraciones sobre la salud del sistema bancario, así como intervenciones e inyecciones de dinero público. Ello ha generado mucho debate sobre su conveniencia y sobre la forma concreta de tales intervenciones, así como sobre la exigencia de responsabilidades. Con esta entrada pretendo (otra cosa es que lo consiga) explicar qué puede llevar a una situación así. Para ello, creo que la mejor manera es partir del balance de un banco.

La figura muestra la estructura del balance (ciertamente simplificado) de un banco. En el activo tenemos el denominado encaje bancario (el efectivo que mantiene en sus cajas y los depósitos en bancos centrales, en este caso Banco de España y BCE), así como los préstamos concedidos y los valores de distinto tipo que pueda poseer el banco (por ejemplo, deuda pública y privada o participaciones industriales). Se trata, pues, de derechos frente a terceros.

El pasivo comprende dos tipos de rúbricas: el patrimonio neto, compuesto sobre todo por los fondos propios (capital social, es decir, las aportaciones de sus accionistas, y reservas), que por definición no es exigible; y el pasivo propiamente dicho, que son obligaciones frente a terceros: deuda (préstamos recibidos) y depósitos de clientes. Es esta última partida la que realmente diferencia el pasivo de un banco del de cualquier otra empresa. Cuando el pasivo exigible es superior al activo, la empresa no puede hacer frente a sus obligaciones y quiebra.

Como es bien sabido, el balance está equilibrado, en el sentido de que las dos columnas deben sumar lo mismo. Así, si un banco quiere aumentar los créditos a clientes (columna izquierda), debe incrementar partidas de la columna derecha, ya sea emitiendo acciones, captando depósitos o endeudándose. La burbuja inmobiliaria se alimentó de la concesión de créditos. Como los depósitos eran insuficientes, los bancos recurrieron a préstamos de bancos internacionales. Ese es el meollo de los problemas actuales.

¿En que situación estamos? El estallido de la burbuja inmobiliaria y, en general, la crisis económica, ha llevado a que el activo de los bancos valga menos de lo que aparece en sus cuentas. Muchos de los préstamos del activo son incobrables. Algunos llevan asociada una garantía (terrenos, viviendas) que ha pasado a manos de los bancos. Pero, aun en este caso, su valor también es inferior a la que aparece en las cuentas, debido a la caída de los precios. La recesión económica, puesto que empeora las expectativas, reduce la actividad y lleva al aumento del desempleo, hace que, además, el balance siga deteriorándose.

Si el valor del activo cae tanto que no cubre el pasivo, el banco puede quebrar, lo que implicaría, entre otras cosas, que no podría hacer frente a la devolución de los depósitos de la clientela. Es cierto que el Fondo de Garantía de Depósitos cubre hasta 100.000 euros, pero es probable que un encadenamiento de quiebras hiciera imposible cumplir esa garantía.

Así las cosas, quedan dos opciones: incrementar el capital o pedir más préstamos. Esta segunda vía está virtualmente cerrada, porque nadie (salvo el BCE con sus célebres manguerazos de liquidez) quiere prestar a unas entidades sobre cuya salud hay serias dudas. Además, tampoco es deseable mantener bancos endeudados hasta las cejas. Por tanto, la única opción es capitalizarlas, incrementar los fondos propios. Ese es el sentido del rescate (dejemos aparte las discusiones terminológicas) que se acaba de aprobar.

Hay, pues, dos ámbitos distintos de debate. El primero, el básico, si se debe socorrer a los bancos o es preferible dejarlos quebrar. Mi opinión es que, salvo entidades menores y de pequeño impacto en el conjunto, la segunda opción sería una temeridad por el alcance, siempre difícil de cuantificar, que pudiera tener. El sistema financiero es una pieza muy delicada y peculiar. Una oleada de quiebras bancarias no se quedaría ahí, sino que tendría unas repercusiones impredecibles pero seguramente colosales en la economía, con el consiguiente e inmenso coste social.

El segundo, es la forma de hacerlo. Es obvio que una operación así, que puede llevar (y de hecho lleva) a la sustitución de deuda privada por deuda pública (socialización de pérdidas) no puede salir gratis ni a los accionistas ni a los acreedores ni, por supuesto, a los gestores de los bancos. Antes de la intervención es necesario que el balance quede debidamente fijado en sus valores reales y, por tanto, el montante efectivo del capital social. En el caso de los acreedores, puede hacerse mediante quitas de deuda, conversión de parte de la deuda en capital, o ambas. Por último, la exigencia de responsabilidades civiles, penales (ni siquiera hace falta modificar el Código Penal, basta con aplicarlo) y de todo tipo a los gestores de las entidades debe ser inexcusable.

En todo caso, la intervención con dinero público debería pasar por un control riguroso de la gestión y la orientación prioritaria de ésta a la rentabilización y devolución de los fondos aportados. En mi opinión la cuestión no es tanto si intervenir o no como la forma en que tal intervención se haga.

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