El texto determina que estas medidas van dirigidas a personas en riesgo de exclusión. Entiende por tales a quienes formen parte de familias sin ningún tipo de ingresos por trabajo o actividades económicas, que la hipoteca afecte a la vivienda habitual y se carezca de otro tipo de bienes, así como que la cuota hipotecaria sea superior al 60% de los ingresos netos familiares. Es sutil la barrera que separa exclusión de no exclusión y da la impresión que los criterios son muy cicateros.
También se determina el valor de las viviendas que pueden acogerse a las medidas. Para Navarra (se establecen los umbrales según el número de habitantes), el límite máximo es de 150.000 euros para Pamplona y 120.000 euros para el resto. Por debajo, desde luego, de los módulos de VPO, lo que hace pensar que va a tener escasa repercusión práctica.
Un aspecto relevante a considerar es que se trata de un código de buenas prácticas al que los bancos pueden adherirse voluntariamente. Bien es verdad que la práctica totalidad de las entidades financieras se han adherido, pero ello no empece su carácter voluntario o el hecho de que no están claras las responsabilidades que asumen los bancos si incumplen, algo que no ocurre con los deudores, para los que se prevé el castigo correspondiente, incluido el caso de quien "busque situarse o mantenerse en el umbral de exclusión con la finalidad de obtener la aplicación de estas medidas". Lo de siempre: la culpa está en quien padece la exclusión (o el desempleo o las agresiones sexistas).
A nadie se oculta que nos enfrentamos a un problema social y un problema social grave. Con visos, además, de empeorar, tanto por la propia dinámica de las cosas como por el decidido impulso político de medidas como el Real Decreto-ley de 30 de diciembre, la reforma laboral o los presupuestos estatales recientemente aprobados. Desde el punto de vista personal, la pérdida de la vivienda acelera o agudiza la exclusión social, con el agravante de que la deuda puede seguir viva, al menos en parte, lo que dificulta enormemente el acceso a una vivienda en el futuro (e incluso el desarrollo de cualquier actividad económica).
Decía que es un problema social porque no se circunscribe al ámbito estrictamente individual o familiar. Es social porque lleva a la exclusión, con sus consecuencias económicas, sociales y políticas para el conjunto de la sociedad. En su mismo origen hay elementos que exceden de la responsabilidad individual y que tienen, además, responsables claros: entidades financieras, Banco de España y los propios gobernantes.
Para empezar, una política de vivienda cuando menos irresponsable, en un contexto de expansión monetaria y reducción de tipos de interés, que llevó a una sobreinversión en el sector y la consiguiente absorción de abundantes recursos que podían haber ido a usos mucho más productivos. La regulación financiera no ha sido tampoco ajena. Tan tarde como en 2007 el Gobierno del PSOE autorizó el uso de instrumentos como la hipoteca inversa o la hipoteca de máximo, cuestionados por la UE debido a su elevado riesgo, o la posibilidad de titulizar hipotecas subprime. Medidas de este tipo y la proliferación de malas prácticas bancarias contribuyeron poderosamente a que desapareciera la tradicional válvula de seguridad del sistema hipotecario, es decir, que el valor de las hipotecas se quedara claramente por debajo del valor de las garantías. Ha habido problemas con las tasaciones, en un contexto de dependencia de las sociedades de tasación respecto de los bancos y a pesar de las minuciosas regulaciones del Banco de España sobre el tema. La fuerte asimetría de las relaciones banco-cliente ha alimentado la venta de productos financieros poco adecuados o, incluso, auténticos fraudes, amparados en instrumentos financieros complejos o en la letra pequeña de los contratos. Por ejemplo, la venta de derivados financieros asociados a las hipotecas, que mantienen los tipos por encima del teóricamente pactado; o las cláusulas de suelo, que aseguran un rendimiento mínimo al banco; el fraude en la venta de seguros junto con los préstamos; el alargamiento de los plazos de las hipotecas hasta superar a menudo la vida laboral del prestatario; sobretasación; concesión del importe total de la tasación, ...
¿Quién es responsable de tanto disparate? ¿Quienes iban a solicitar préstamos impelidos por un mecanismo infernal que les obligaba a ser propietarios de vivienda? La misma crisis es una circunstancia imprevisible y fuera del control de los deudores. Es obvio y difícilmente se discutirá esta afirmación. Pero ¿se puede decir los mismo de los acreedores? No está tan claro, tanto por su mayor disponibilidad de información, como porque su actuación ha tenido un impacto decisivo en la propia crisis.
La experiencia acumulada indica la necesidad de establecer mecanismos legales más exigentes, tanto para controlar el funcionamiento bancario como el de las sociedades de tasación. Igualmente es necesaria una mayor protección jurídica a la vivienda habitual e, incluso, tal como sugiere la Defensora del Pueblo española, del negocio familiar. Y, por último, urge legislar acerca del sobreendeudamiento, materia contemplada en los ordenamientos jurídicos de nuestro entorno y cuya ausencia en el español es una anomalía jurídica. Es cierto que, seguramente por razones de técnica jurídica, estas reformas no afectarían a las situaciones ya creadas, pero negarse a ello es miope, por cuanto deja las puertas abiertas para que se repitan. Y, además, es inmoral, en un contexto en el que vemos cómo se proporcionan recursos públicos a las entidades financieras para tapar errores y desmanes pasados, sin las necesarias contrapartidas. Contrapartidas que deberían pasar, entiendo, por la transparencia, el control público de la gestión, la garantía de recuperación (por delante, desde luego, del reparto de dividendos a los accionistas) y la depuración de responsabilidades patrimoniales y penales.
En suma, una iniciativa cicatera, corta, que apenas va a incidir en un problema extraordinariamente grave, mientras se cierran las puertas a las verdaderas reformas que, incluso sin elevar el nivel de exigencia, serían necesarias para enfrentar el problema u, sobre todo, evitar que se repita en el futuro. Se ayuda a los grandes pecadores y se deja caer a quienes, sin comerlo ni beberlo, se han visto atrapados en una destructiva trampa.
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