sábado, 14 de abril de 2012

Valores republicanos


In memoriam Lino García Erro, teniente de alcalde del Ayuntamiento de Cáseda, asesinado el 4 de diciembre de 1936

Cada año, al aproximarse el 14 de abril, se vuelve a hablar no sólo de la República, sino de los valores republicanos. ¿Existen realmente tales valores? ¿Cuáles son? ¿Los de Sarkozy o los de Ahmadineyad? ¿Deben todos ser metidos en el mismo saco por mor de la tan traída y llevada —y quizá mal entendida— transversalidad? En principio, el concepto de república es neutro y en él caben, como demuestra la experiencia, tanto democracias, en cualquiera de sus versiones, como dictaduras o teocracias. ¿Por qué, pues, lo asociamos a determinados valores?

Hay un hecho incontrovertible que puede explicarlo. En nuestra historia, la República, y muy destacadamente la II República española, siempre ha estado ligada a la democracia, la libertad, la igualdad, la justicia social y la separación Iglesia-Estado, elementos todos ellos caracterizadores de sociedades avanzadas. La reacción a estos elementos —siempre violenta— ha amalgamado monarquía, absolutismo o autoritarismo, confesionalidad, imposición de una religión de Estado y desigualdad, un paquete o coalición de intereses que encuentra en el franquismo su expresión más acabada. Todavía hoy, las deficiencias de la democracia imperfecta que tenemos —o que, tal como van las cosas, padecemos— encuentran su resumen en la monarquía, que no por casualidad es el más visible y descarnado entronque con la dictadura y la más palmaria negación de los valores simbolizados por la República, empezando por la igualdad.

El tiempo, la evolución, la dinámica de las cosas, ha llevado a completar aquellos valores con otros como la redistribución de la riqueza, la ampliación del concepto de igualdad radical de las personas, la sostenibilidad ambiental y la solidaridad en todos los ámbitos. Y ocurre que, ayer como hoy, tales valores son enarbolados y constituyen las señas de identidad de quienes siempre se han definido como republicanos y, particularmente, de la izquierda. En tierra de nadie, como legitimadores y garantes de un statu quo aberrante, pero que les rinde pingües beneficios, están quienes proclaman su republicanismo envueltos en la bandera borbónica y venden una reforma constitucional para suprimir la primacía del varón sobre la mujer en el acceso al trono como la realización más acabada de la igualdad.

Dice Haro Tecglen (El niño republicano, Alfaguara, 1996) que “el sentimiento de lo republicano (y la noción de patria dentro de ese conjunto) es el de una aspiración de libertades y el de un conocimiento respetuoso del mundo y de los demás. Es también una estética: algo más que una política”. En esa aspiración de libertades está la Tercera República. Pero también, por supuesto, la Primera, la nuestra. Aquélla por solidaridad (no es condición necesaria ni suficiente); ésta por coherencia y —tal como están las cosas— por necesidad.

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