miércoles, 30 de julio de 2008

A san Fermín pedimos...

Ahora que se han terminado las fiestas y que nos vamos recuperando poco a poco —que el cuerpo ya no está para tanto trote— ahí va alguna reflexión que he ido rumiando estos días, irreverente, quizá desatinada y hasta molesta para algunas personas. Qué le vamos a hacer.

No vamos a negar que los sanfermines son muchas cosas, algunas muy positivas y otras no tanto. Después del consabido y anual baño de ditirambos y autocomplacencia (el balance de la alcaldesa merece capítulo aparte), centrémonos en las segundas. Son los sanfermines, por ejemplo, el lugar por excelencia para el tópico y la mistificación, la horterada y el chovinismo cutre. Por algo esta es la tierra del flamante e insigne premio Príncipe de Viana 2008, Alfredo Landa, cuya definición (autodefinición) de navarro debe quedar para los anales de la antropología social y como monumento por excelencia de esa corriente cultural que es el landismo, prez de la nación navarra y española. Y es que hay mucha falsedad en los sanfermines, empezando por esa espontaneidad de que tanto se alardea y que no es las más de las veces sino mascarada, un papel perfectamente estudiado, ajuste a un tópico urdido de la nada y donde el ingenio consiste, simplemente, en molestar al prójimo y hasta ofenderle o vejarle (las inenarrables despedidas del estado solitario que se suceden a lo largo del año sirven de eficaz ensayo). Lo que ahora se hace o se dice sobre las fiestas es de hace cuatro días. Pero en esta tierra basta repetir una cosa dos veces para que se convierta en costumbre. A la tercera es tradición ancestral.

En esta evolución no hay que desdeñar la eficaz aportación de esa derecha tan rancia que padecemos, pervirtiendo la esencia misma de lo espontáneo, borrando con altanería lo que no le gusta (que es casi todo), pretendiendo encerrar los espectáculos y llevárselos de un centro que quieren vacío (temen la algarabía porque temen al pueblo) y cultivando una pseudocultura folclorista y casposa. Barcina es quien mejor ha encarnado esa política, pero no la única. Jaime (¿recuerdan? el de la apología de la lectura) también la aplicó eficazmente. El resultado, la ciudad convertida en un enorme escaparate, presentándose y representándose a sí misma pugnando por ajustarse al tópico.

Y qué decir de la parte musical. Propongo que, al igual que se hace el día del libro, se organice una lectura pública y en alta voz de letras de jotas. Sería muy ilustrativa. Letras que, con honrosas excepciones, cuando no son reaccionarias o machistas son anacrónicas, como esa que dice
«es la jota de tu Navarra, la que hoy te canta…», porque el destinatario, de existir, no tenía pajolera idea de lo que pudiera ser su Navarra (no entiendo de música, pero a mí siempre me ha parecido que la jota no se canta, se grita).

Otro ejemplo sanferminero del mejor jumelage entre la tradición y las bellas artes se puede ver cada mañana justo antes del encierro en forma de cántico pleno de devoción y de calidad poética («a san Fermín pedimos…»). Y, además, con repetición, como manda una liturgia chabacana que sería explicable en su ridiculez por el poso (sedimento, residuo, zaborra) de los siglos, pero que apenas si tendrá media centuria. Cosas veredes...

El velo de la sospecha recae también sobre la propia existencia del santo, el Ferminico este de nuestras entretelas, del que no se tuvo la más remota noción hasta el siglo XII. ¿Cómo va a existir si quien, se dice, le convirtió, le bautizó y fue primer evangelizador de estas cristianísimas tierras, si es que existió, nunca llegó a este Cantábrico oriental que sólo aparece en los mapas meteorológicos como símbolo de mal tiempo y de lo que no debe ser el cambio climático? De Saturnino sólo se empieza a hablar en Pamplona, qué casualidad, cuando llegan los francos a instalarse en su burgo: llegan con armas, pertrechos y santo tutelar, ya habrá ocasión de encajarlo en el imaginario local. Eso si es que que Cernin y Fermín no son ambos trasunto del mismo mito. Vamos, que la historia de Fermín no tiene más enjundia que las mitologías de toda procedencia y condición —incluida la autóctona— y de las que con tanta suficiencia hablan los que se creen a pies juntillas aquélla y hasta la tratan como conocimiento científico.

Puestos a contar historias (en castellano no hay manera de distinguir lo cierto de la pura invención literaria o de la mentira: todo son «historias»), ahí va la mía.

Como todo el mundo sabe, porque está a la vista, Fermín no tenía piernas. No hay más que ir a su capilla en san Lorenzo o a la de Aldapa para constatarlo. Incluso debía de tener algún problema, porque la posición de sus manos (sosteniendo el báculo la siniestra, bendiciendo la diestra) es inverosímil; quizá eran prótesis, y de ahí su textura metálica. Todo lo cual nos conduce a pensar que, dado que la política social de la época era aún más precaria que la de UPN; que la noción de lo políticamente correcto tenía que ver con la calidad de la «carne» que se echaba a las fieras en el circo o el estado de forma de los gladiadores; y, finalmente, que era un uso arraigado que los desvalidos vivieran de la mendicidad, el bueno de Fermín se ganaba la vida como podía en la escalinata de acceso al templo de Vesta, junto al atrio, muy cerca seguramente de la actual catedral (se preguntarán, ¿hay constancia de un templo de Vesta en Pamplona? Pero eso no viene al caso).

Dicho sea de paso, tampoco era Fermín romano, mucho menos patricio (qué manía con convertir a todo el mundo en noble cuando menos; fíjense que quienes creen en la reencarnación siempre han sido en vidas anteriores personajes de nombradía, nunca del común). El nombre procedía, seguramente, del romano a quien servían sus padres. Vamos, que era uno de esos vascos que para la historiografía navarrista al uso nunca han existido, porque aquí sólo ha habido celtas y visigodos. Y quizá hasta tuviese algún rasgo de esa idiosincrasia que con tanto orgullo se exhibe y hasta se cultiva aun hoy, cuando es pura cazurrería (ya saben: ¿A que no hay cojones...?). La cosa es que un buen día, cuando pasaba una vestal (sacerdotisa —lo políticamente correcto manda decir sacerdota, pero no me acostumbro— de Vesta, elegida con esmero y reverenciada social y religiosamente), al bueno de Fermín no se le ocurrió cosa mejor que soltarle un requiebro de mal gusto. En mala hora. La vestal se lo tomó muy mal y lo acusó de sacrilegio. Es cosa sabida que el concepto de proporcionalidad de las penas de los romanos difería del actual. Por ello cabe considerar la pena impuesta, decapitación, benévola, cuando se le podía haber enterrado vivo después de una buena azotaina y obligado a escuchar los discursos completos del lehendakari Sanz hasta morir.

¿No se lo creen? Hacen mal, porque mi historia es tan verosimil como la oficial. Diría incluso que más. Pero así se construyen los mitos. De una historia banal termina por surgir una leyenda dorada donde todo encaja para mayor gloria de quien la inventó y edificación del pueblo ignaro.

1 comentario:

  1. Mu güeno, Longás.
    Ahora que no sé lo que vas a durar diciendo esas cosas... Que la jota se grita... ¡la virgen del pilar!
    Y luego usas muy poquico el"ico".
    No sé yo...

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