Uno de los retos —quizá el fundamental— a que se enfrentaba Nafarroa Bai en la última campaña electoral era la fuerte polarización bipartidista a que jugaban —porque a ambos interesaba— tanto PSOE como PP y de la que, por cierto, la gran perjudicada (esa y no la ley electoral es la causa) fue Izquierda Unida. Había que trasladar al electorado el riesgo que suponía caer en esa trampa. Desde una perspectiva progresista, no convenía dar a Rodríguez Zapatero el cheque en blanco del voto útil, y sí condicionar de cerca su acción de gobierno, máxime cuando ya entonces era evidente que se aproximaban tiempos de desolación. Y ello por dos razones: la primera, porque el presidente español parece dar algún valor mágico, taumatúrgico, a las palabras, al margen de su contenido; parece pensar que con tildar algo de progresista ya lo es. Así, inició la campaña electoral con una promesa, la de los 400 euros, típicamente conservadora y regresiva. La segunda es que su supuesto y cacareado optimismo antropológico aparenta ser más bien incapacidad (¿también antropológica?) para enfrentarse a situaciones complicadas. La pasada legislatura gobernó a través del prisma deformante de los sondeos y todo fue un continuo amagar y no pegar, freno y marcha atrás, un ininterrumpido coitus interruptus. Por si no fuera suficiente para ganar, se dedicó a cultivar y alimentar la crispación del PP, en una apuesta muy arriesgada cuyas consecuencias se empiezan a ver ahora.
Pero gobernar así no es demasiado complicado si la situación económica es buena. Claro que, en realidad, no era tan buena. Hemos llegado a un punto en que a la Administración de turno sólo le interesa exhibir agregados macroeconómicos aparentemente brillantes, sin atender a la forma como se alcanzan. De tal manera que se utilizan las cifras para engañar y manipular. Mucho de lo que se exhibía con triunfalismo era ficticio, puro efecto riqueza de una sociedad que vivía de algo tan vaporoso como una burbuja inmobiliaria. Eso significa, primero, que no se puede echar toda la culpa de lo que pasa a la situación internacional; y segundo, que, precisamente por eso, la caída es más rápida y dramática de lo que cabría esperar. Hasta hace unos meses, y en la misma campaña electoral, el PSOE alardeaba de ser el responsable de una situación económica envidiable. Ahora, cuando las tornas han cambiado, se buscan culpables exteriores. Pero el razonamiento debe ser el opuesto. Las cosas van peor de lo que debieran, porque cuando iban bien la gestión no fue la adecuada, no se fortaleció la economía, no se eliminaron viejos desequilibrios, se vivió del aire, desaprovechando una coyuntura y un contexto que, entonces sí, empujaban la economía hacia arriba y hubieran facilitado esas actuaciones.
Resultado: el Gobierno paralizado y Rodríguez Zapatero con la sonrisa congelada como quien piensa que eso no le puede estar pasando a él. Su torpe empecinamiento en evitar la palabra crisis es sintomático. Y eso que coincido en su apreciación, porque prefiero utilizar el término en su acepción más restrictiva. Pero tener al país pendiente de que pronuncie la palabra de marras roza la estupidez. Es lo que pasa cuando se renuncia a la pedagogía en favor del electoralismo.
Hasta la fecha el Gobierno español ha presentado dos planes de contenido económico. El primero, un decreto en el que lo fundamental era la reforma del IRPF para incluir la deducción de 400 euros. El resto de medidas tenían poca enjundia, incluyendo una sobre el calendario de adaptación de las empresas a la reforma contable (¡en un decreto "de medidas de impulso a la actividad económica"!). El segundo plan tampoco contiene medidas relevantes, salvo una ampliación de la partida presupuestaria para otorgar avales a medianas y pequeñas empresas. Eso y algunos pequeños ahorros en gasto corriente (incluyendo la congelación salarial de los altos cargos), que suponen 250 millones de euros en dos años. No han sido capaces de ofrecer nada más, precisamente por la parálisis que afecta al Gobierno, mientras se siguen haciendo pronósticos irresponsables y la población empieza a percibir un rápido empeoramiento de la situación. Ciertamente, hay también mucho agorero empeñado en hacer ver las cosas más negras de lo que son, pero sin la ayuda inestimable de la inacción gubernamental sus mensajes apocalípticos perderían mucha verosimilitud.
Los estudios de opinión revelan con claridad que la población, y el propio electorado del PSOE, percibe la parálisis que aqueja a Rodríguez Zapatero y su Gobierno y duda incluso de su capacidad para manejar la situación. Hasta el punto que el PP, sumido en una profunda crisis desde las elecciones, iguala ya al PSOE en intención de voto. La respuesta gubernamental es, nuevamente, humo: una campaña de propaganda en toda regla, incluyendo entrevistas en periódicos y televisiones saturadas de almíbar y ditirambos (por no hablar de un congreso a la coreana en el que la razón para que se adopten o rechacen acuerdos es que el líder así lo quiere). Y, por supuesto, más coitus interruptus y más intentos de crispar a la derecha. Vuelta a empezar con tantos temas por su repercusión mediática, sin entrar a fondo en ellos: vuelta a empezar con la reforma de la ley del aborto: es decir, con la reflexión sobre la reforma; vuelta a empezar con la laicidad sin tocar la cuestión fundamental, que son los acuerdos con el Vaticano: curioso el giro dado al asunto en mitad del congreso y más curiosa aún la razón esgrimida para no suprimir los funerales de Estado (la liturgia católica queda bien); vuelta a empezar con ese patrioterismo jacobino y sensiblero (al rebufo de triunfos deportivos que, al parecer, muestran bien a las claras la intrínseca superioridad gonadal española), que ya llevó a Rodríguez Zapatero a envolverse la pasada legislatura en la bandera monárquica.
Es triste que el mejor remedio (el más concreto) que se le ocurre a Zapatero para salir de la crisis sea —lo dijo en el congreso del PSOE— consumir. ¿Qué será lo próximo? ¿Instar a los parados a colocarse? ¿Quién será entonces capaz de distinguir si quien habla es el presidente del Gobierno español o un camello?
Una vez más coincido contigo Juan. Aunque con la matización de que en la legislatura anterior el amigo Zapatero hizo algo más que amagar: se cargó el estatut aprobado en el Parlament de Catalunya. Mi hijo tiene en el móvil un gracioso clip de morphing, en el que en 3 segundos la imagen de Zapatero se transforma en Mr. Bean. Cuando lo ví, me pareció todo un editorial ;-)
ResponderEliminarInteresante y acertada reflexión. Ahora bien, lo del valor mágico, taumatúrgico, de las palabras, al margen de su contenido; eso de pensar que con tildar algo de progresista ya lo es, no le ocurre también a Nafarroa Bai?
ResponderEliminarHay algo que hecho de menos en este artículo y en el blog en general. En ningún lado se encuentra nada sobre la política de infraestructuras de transporte que están desarrollando, primero el PP y ahora PSOE con la estrecha colaboración de nacionalistas vascos, catalanes y demás.
Sin entrar a valorar dicha política, es una ausencia estridente, a mi parecer.