lunes, 28 de abril de 2008

Autonomía fiscal, política económica y sobornos electorales

La promesa electoral de la «devolución» de 400 euros del IRPF ha generado una polémica en la que se mezclan dos aspectos bien distintos que conviene tratar por separado. El primero tiene que ver con la conveniencia de la medida en la actual coyuntura económica. El segundo, con su aplicación en Navarra.

La medida consiste en una deducción de la cuota líquida del impuesto para perceptores de rentas del trabajo o autónomos, que reduce la carga fiscal individual en 400 euros. Tal como aparece en el decreto que la regula, la idea es adoptar «medidas de naturaleza fiscal que mejoren la renta disponible de las familias». Un somero repaso a cualquier manual de introducción a la economía nos proporcionará un respaldo sólido: la reducción del ritmo de actividad económica aconsejaría aumentar la capacidad de gasto de las familias para así incrementar el gasto agregado y frenar la desaceleración económica. En este sentido, podríamos considerar teóricamente indiferente la reducción de impuestos o el incremento del gasto público para encarar tiempos difíciles. Sin embargo, no es así.

Para empezar, los impuestos progresivos como el IRPF ya reflejan la evolución de la situación económica, por cuanto la cuantía a pagar se altera automáticamente al variar la renta (declarada) de los individuos. Si la presión fiscal fuera insostenible o, al menos, muy elevada, se podría admitir un alivio fiscal adicional en período de crisis. Pero no es el caso: el gasto público en España está en torno al 80% de la media de la Unión Europea (27 países). Precisamente —y siguiendo al propio Solbes— si el equilibrio presupuestario ha de ser un objetivo a alcanzar en el conjunto del ciclo económico y no año a año, es porque en las fases de menor crecimiento o de recesión entran en funcionamiento mecanismos que impulsan el gasto público al alza y los ingresos a la baja. Si a esa recaudación ya disminuida se añaden reducciones fiscales, el superávit acumulado se agota rápidamente —se dilapida— y el déficit puede desbocarse, de manera que al operar los estabilizadores automáticos e incrementarse el gasto social, se corre el riesgo de que ocurra lo mismo que en recesiones anteriores, esto es, la reducción de prestaciones sociales, que afecta con mayor intensidad a los grupos más desfavorecidos. Por ello es discutible que una medida así sea «progresista»: se reduce capacidad de actuación precisamente cuando más necesaria va a ser, especialmente en el terreno social.

En una «cata a ciegas» de políticas económicas, difícilmente un catador avezado atribuiría a un gobierno de izquierdas una medida así, más propia del thatcherismo o del «conservadurismo compasivo» de Bush. Es característico de gobiernos de derechas traducir de inmediato cualquier superávit que pueda aparecer en las cuentas públicas en reducciones impositivas con el argumento, falaz, de devolver a la ciudadanía parte de lo que aporta. Recientemente, para justificar su veto a una ampliación de la cobertura sanitaria infantil, Bush adujo que «no es aceptable la expansión del sector público, en lugar de hacer los cambios necesarios para fortalecer un sistema basado en el consumidor». No es que el gobierno socialista haga suyas necesariamente esas premisas (alguno de sus más influyentes miembros sí), pero los resultados son los mismos. El conservadurismo compasivo (una mezcla de políticas económicas y supuestamente sociales cuyas bases ideológicas proceden de la época de Reagan) dirige todos sus esfuerzos a reducir la presencia del sector público, especialmente en el terreno social, aun a costa de aceptar mayores desigualdades y formas diversas de beneficencia. Repartir cupones de comida no es política social. Evitar que sea necesario repartirlos, sí. Una vez más, Zapatero muestra la debilidad de sus convicciones progresistas en favor de medidas regresivas pero populares (y populistas).

¿Y qué pasa en Navarra? Si la situación ya resulta difícil de entender a los naturales del Reyno, para los foráneos debe de ser completamente incomprensible. El lehendakari Sanz parece no conocer el régimen fiscal de Navarra, y al tiempo que presume de un keynesianismo de alpargata (cemento y gasto ya previsto), reclama que sea el Gobierno de Madrid el que devuelva los 400 euros a los contribuyentes de Navarra. Un brindis al sol, que sale gratis. Puestos a ser rigurosos, ni siquiera es cierto que —como ha afirmado— los navarros hayan contribuido al superávit presupuestario, salvo en un sentido muy genérico e indirecto.

El PSN, por su parte, exhibe su populismo de derechas y, con su portavoz Jiménez en pose zarzuelera, exige que la Hacienda Foral se haga cargo del coste. Es decir, pretende que un gobierno de otro partido aplique una promesa electoral suya. Como de costumbre, van de farol. Quizá sólo pretendan tapar sus propias vergüenzas, al aire desde el momento en que no se molestan en aclarar a sus posibles votantes que la medida no era de aplicación inmediata en Navarra, porque la decisión corresponde al Gobierno de Navarra, que es de UPN. Otro brindis al sol, que sale gratis. El PSN sólo podría prometer algo así si gobernara en Navarra, que, como todo el mundo sabe, no es el caso. Pero aunque fuera así (algo que no parece entrar en los planes de Elena Torres), sólo muestra que el PSN cree poco en la autonomía fiscal de Navarra, ya que se limita a trasladar miméticamente lo que otros deciden fuera.

La autonomía fiscal de la que tanto alardean socialistas y conservadores y que tan mal administran y protegen, significa que —con más limitaciones de las deseables— Navarra controla los dos lados del presupuesto: los ingresos y los gastos. Es ese detalle el que convierte dicha autonomía en el elemento esencial, en la base de la autonomía política y del bienestar (muy menoscabado después de tantos años de gobierno de UPN) de nuestra sociedad. De tal manera que, para ver si —como tanto se ha oído estos días— un navarro está en mejor o peor situación que otros ciudadanos, habría que comparar el resultado final, en términos de obligación fiscal a igualdad de condiciones y de calidad de prestaciones sociales; nunca partida por partida, un mecanismo que, de paso, llevaría a la desnaturalización de la autonomía fiscal y terminaría en la pura traslación a Navarra del IRPF estatal.

Lo que sí es grave, y de ello apenas se habla, es la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio, por lo que significa de señal a la ciudadanía de la deriva de la política fiscal. Su misma justificación: no lo pagan los más ricos, sino las fortunas medias; si se admite el argumento, habría que suprimir el IRPF, que se ceba en las rentas salariales y no precisamente en las más altas. O la eliminación de los impuestos que gravan sucesiones y donaciones. La derecha se dedica a difundir la idea (insidiosa) de que todo lo público (salvo la ley y el orden) es malo y que el fisco no hace más que confiscar rentas limpiamente ganadas. Se olvida de que buena parte de esas rentas (en número y cuantías) se debe justamente a la existencia del sector público. Y no es causalidad que los cambios que se ejecutan al amparo de estas argumentaciones vayan en detrimento de quienes están en peor situación. Las recesiones se suelen saldar con menos prestaciones y de peor calidad y más desigualdad. Esta vez con la complicidad de un gobierno que se dice de izquierdas.

1 comentario:

  1. Claro y rotundo. No sé si lo has publicado como artículo en algún periódico, pero si no es así te animo a hacerlo.
    Es un placer leer estas cosas, auténtico aire fresco en medio de tanta mediocridad.
    Gracias
    Mikel

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