En el baile de propuestas, contrapropuesta y ocurrencias que acompaña toda campaña electoral, las fiscales suelen ocupar un lugar destacado, aunque esta vez prácticamente todas las ocurrencias corren por cuenta del Partido Popular. En el caso de Navarra al contexto electoral se añade la reforma fiscal que ha enviado el Gobierno al Parlamento, lo cual contribuye a avivar el debate, que no significa cargarlo de contenido.
Es habitual exhibir el señuelo de la rebaja de impuestos para atraer o mantener clientela política. La crisis puso de manifiesto los peligros de socavar irresponsablemente la base fiscal, especialmente si se pretende asegurar un sistema de prestaciones sociales de cierta calidad. El fulgurante empeoramiento de las cuentas públicas y la propia intensidad de la crisis tienen mucho que ver con eso. Se suele decir que el Estado de bienestar es insostenible o que estábamos viviendo por encima de nuestras posibilidades. Estas afirmaciones no resisten el análisis con un mínimo de rigor, pero se convierten en punta de lanza de una acción política enmarcada de lleno en eso que se suele denominar neoliberalismo y que persigue una radical contrarrevolución política, social y económica. Contrarrevolución que se ventila en el ámbito siempre negado de esa lucha de clases que, como bien se dice, la están ganando, y por goleada, los ricos.
Estos días hemos tenido ocasión de oír muchas barbaridades, burradas y exabruptos a cuenta de la reforma fiscal, en general sin excesivas sorpresas, incluyendo el plus de acritud que la campaña electoral propicia. Todas las voces proceden, qué casualidad, de la derecha, aunque el PSN parece, todavía y también en este tema (a diferencia, por cierto, de la templanza exhibida por el PSOE), incapaz de desprenderse de una subordinación que, sin embargo, no parece rentarle mucho. Conviene recordar que el año pasado se aprobó, a propuesta precisamente del PSN, una rebaja fiscal regresiva que, para colmo, lastró considerablemente los ingresos públicos, sin que se observen los benéficos efectos que, se decía, iba a traer.
Que la derecha propugne rebajas fiscales es normal, encaja plenamente con su visión del mundo. La justificación suele ser muy burda e inconsistente y la propia realidad se ocupa de desmentirla una y otra vez, sin que ello genere incentivo alguno para cejar en tanta contumacia. Se dice que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos o que reducir la carga fiscal incrementa la renta disponible y ello, a su vez, impulsa el consumo y la inversión y, por tanto, la actividad económica (el crecimiento económico, en su versión desarrollista, inconsciente e inconsistente). El resultado sería un aumento de ingresos públicos (la omnipresente curva de Laffer). Verdades que, así expresadas, son inobjetables a la vista de lo que explican los manuales de introducción a la economía, pero no necesariamente ciertas. El que lo sean o no, y en qué grado, depende crucialmente de la carga fiscal efectiva, de su distribución y de la situación económica concreta. En la actual, son afirmaciones sin contenido, por no decir falsas. Por supuesto, y aunque de forma vergonzante cuando no es abiertamente negado, las rebajas fiscales se centran en las rentas más altas, basándose en que por ser mayor su capacidad de ahorro, el impacto macroeconómico es también mayor.
A pesar de todo, las rebajas fiscales gozan de buena prensa y son bien acogidas por el público, pero tienen trampa. La derecha sabe muy bien que las reducciones de ingresos se terminan traduciendo en reducciones de gastos. La experiencia de los años de crisis es buena prueba de ello, con el deterioro evidente, y quizá irrecuperable, de los servicios públicos. Ese es su verdadero objetivo: reducir el sector público a su mínima expresión, esto es, la que asegure la obtención de beneficios (privados) sin trabas, aunque sea haciendo alguna mínima concesión a formas básicas de atención social (beneficencia) en situaciones extremas para evitar conflictos demasiados agudos. Así pues, tras tanta retórica, tras esas contundentes afirmaciones desmentidas una y otra vez por la realidad, tras una envoltura argumentalmente atractiva, se esconde un ataque brutal, despiadado y sin concesiones a todo lo que huela a redistribución, prestaciones públicas, políticas de rentas o consensos sociales.
Por todo ello no es sorprendente que ante una tímida y limitada reforma fiscal que eleva levemente los tipos para las rentas más altas y que persigue mejorar, siquiera ligeramente, las posibilidades de mantenimiento de unos servicios públicos básicos muy deteriorados como consecuencia de las políticas seguidas en los últimos años, la derecha política, mediática y económica irrumpa violentamente en el debate con argumentos disparatados y manifiestamente falsos. Desde quien habla de una presión fiscal “tremebunda”, a quien es capaz de cuantificar el número de empresas que se van a marchar o a quien, siendo cómplice del despilfarro y el expolio de lo público durante tantos años, predice un empobrecimiento generalizado. Incluso, en el apogeo de la pataleta, se llega a poner en solfa la capacidad de Navarra para hacer otra cosa en materia fiscal que no sea trasladar sumisamente, letra a letra, las normas estatales.
Al hilo de todo esto, conviene hacer tres observaciones. La primera, que el PP actúa con considerable falta de honestidad con la opinión pública, habida cuenta de que promete rebajas fiscales, o se opone agresivamente a la reforma navarra, sin explicar adecuadamente cómo va a hacer frente a esa vuelta de tuerca en forma de nuevos ajustes que le exige Bruselas. Quizá porque su pretensión es trasladarla íntegramente al lado del gasto, con lo que eso implica. Quizá porque, en línea con la propuesta de algún otro partido, pretende compensar la bajada del IRPF con el aumento de otros impuestos socialmente más injustos (eso que se da en llamar “ampliación de las bases imponibles” del IVA).
La segunda, que la reforma fiscal que se plantea en Navarra se alinea con los análisis y las sugerencias de organismos tan dados a heterodoxias y veleidades revolucionarias como la Unión Europea o la OCDE; así de mojigata es, pero incluso en ese estrecho marco queda aún camino por recorrer.
La tercera, que hasta el modelo de sociedad que parecen perseguir la derecha y el empresariado asilvestrado (hay empresarios muy conscientes de la importancia de una sociedad cohesionada para su propio futuro), requieren un sector público eficiente y una intervención mínima que está muy por encima de lo que, con una considerable miopía, pretenden. Lo demás, esas referencias a la presión fiscal, a lo que es o no es insoportable, a estar mejor o peor que otros, a lo que el Convenio con el Estado permite o no permite, parece una combinación de demagogia y estulticia en la que resulta muy difícil discernir el peso de cada componente.
La campaña electoral endurece y esquematiza los discursos, aunque quizá por ello permite desbrozar lo accesorio de lo esencial. Y entre tanto eslogan, titular y exabrupto se percibe nítidamente el modelo de sociedad que cada quien propugna. Porque en última instancia en estas elecciones de lo que hablamos es de modelo de sociedad. En todos los ámbitos.
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