Desde que comenzó la crisis hemos asistido, para nuestro mal, a una serie de cambiadas que, a lo que se ve, van a terminar en un gran cambiazo. El problema es que, una vez más, los perjudicados son los de siempre y los beneficiados también. Como parte del juego, se exhiben cifras macroeconómicas que, quizá, se vayan notando en los bolsillos de las grandes fortunas (esas que raramente paran allí donde se generan y buscan rápidamente el cobijo de los paraísos fiscales), mientras demasiadas personas siguen en situación de auténtica emergencia y sin visos de salir de ella.
Cuando estalló la crisis hubo un amplio consenso, académico, técnico y político, en que sus causas estaban en la intensa desregulación de las décadas anteriores y la falta de controles adecuados sobre el sistema financiero. El sistema alumbrado a partir del Consenso de Washington mostraba su peor cara y se desmoronaba con estrépito y a un coste inmenso para las arcas públicas y el Estado del bienestar. Inmediatamente surgieron voces a favor de una regulación más estrecha y de un cambio de las reglas del juego. Allí están las proclamas de Obama o el afán refundador del capitalismo de Sarkozy.
No bien se hubo pasado el primer susto, gracias a las inyecciones de dinero público y acogotados los Gobiernos por el incremento de la deuda, correlato de aquéllas, el escenario cambió bruscamente y los rescatados se convirtieron en voraces y exigentes fiscalizadores de la actuación pública. Las tornas habían cambiado y los de siempre volvían a tener la sartén por el mango. El afán reformador se agotó pronto, incluso en una socialdemocracia balbuceante que apenas era capaz de repetir sin demasiada convicción las ya huecas —por carentes de contenido real— consignas de antaño. Los Gobiernos, fueran del color que fueran, lo fiaron todo al cambio de ciclo económico, no sin antes haber administrado dosis de austeridad que, en algunos casos, fueron causa directa de la agudización irremediable de los males económicos y de su coste social. Uno de sus más feos efectos, el aumento de las desigualdades, puede tener a largo plazo un coste inmenso en términos de eficiencia. Al modo de las sangrías de la medicina precientífica, lejos de curar al paciente lo debilitan, cuando no lo matan.
Y en esas estamos, exhibiendo con aire triunfal datos que en otro tiempo se hubieran considerado desalentadores y tratando de convencer a la población de que los males económicos, e incluso su percepción concreta, son pura imaginación. Lo dijo Rajoy con proverbial crudeza y dosis considerables de cinismo: “¿Quién habla ya del paro y de la recesión?”. Quizá en los círculos en los que él se mueve nadie porque ahora andan afanados en dar una vuelta más de tuerca. Lo ha dicho el FMI y lo ha dicho el Banco de España: más IVA, más reforma laboral y menos servicios públicos; y quien quiera sanidad o educación, que se la pague. También hay un ajuste fiscal pendiente que nadie se atreve a explicar (año electoral, ya se sabe) de dónde va a salir o a costa de qué se va a perpetrar.
Pero boutades de Rajoy al margen, el asunto tiene trampa y las declaraciones programáticas que se oyen, incluso por parte de grupos progresistas, supondrán a la vuelta de la esquina un clavo más en el ataúd del sistema de prestaciones sociales y un nuevo impulso al ya insostenible aumento de las desigualdades. El ciclo parece haber cambiado y de ello cabe esperar un aumento de la recaudación y, por tanto, algún alivio para las cuentas públicas, lo que permitirá recuperar parte del gasto social perdido estos años atrás. Eso si es que el discurso facilón de la derecha e, insisto, de muchos grupos que se denominan progresistas no se lo lleva antes por delante. Me refiero a ese afán por transformar cualquier holgura recaudatoria (aunque sea sólo prevista) en reducción de impuestos.
En buena parte la angustiosa crisis presupuestaria tiene su origen en el debilitamiento del sistema tributario, al reducirse los ingresos estructurales a favor de los coyunturales, muy ligados a la burbuja especulativa. El sector público devino así cómplice del desbarajuste y la redistribución regresiva de rentas. Posteriormente no ha habido reformas de calado que aseguren una eficaz financiación de unos servicios públicos y prestaciones sociales mínimos. Como tampoco ha habido ni siquiera intentos de reformar el modelo económico y productivo, a pesar de la proliferación de declaraciones de intenciones y de que probablemente es donde nos jugamos el futuro de nuestras sociedades. Con el gasto educativo y el esfuerzo en I+D retrocediendo terminará por consagrarse aquella barbaridad del “país de camareros y albañiles” (hubo ocasión de escucharlo —off the record— en el mismo Parlamento de Navarra).
En ausencia de tales reformas, fiar cualquier recuperación del gasto social únicamente —y en el mejor de los casos— a la inercia del ciclo económico es pan para hoy y hambre para mañana, por cuanto el inevitable cambio de ciclo en un futuro más o menos próximo —que es lo único que la ciencia económica permite predecir con solvencia— abocará a un nuevo retroceso social, con el agravante de que la posición de partida será mucho más endeble. Es decir, la sociedad se enfrenta a una dinámica perversa en la que a cada paso adelante se sucederán casi indefectiblemente dos atrás. El saldo neto de tal dinámica es obvio. Y eso siempre que no se recurra al afán mencionado por compensar cualquier mejora recaudatoria con bajadas de impuestos. Ciertamente halaga los oídos del público (el manido discurso, falso por simplificador, de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo de los ciudadanos), pero tiene trampa, porque hace enormemente complicado cualquier incremento de un gasto social ya muy mermado —no se olvide— desde que comenzó la crisis. No es difícil aventurar en este escenario el futuro del Estado del bienestar.
A ello hay que sumar un contexto global que contribuye poderosamente a condicionar nuestro actual modelo socioeconómico y en el que no es una pieza menor el TTIP, que se pretende un tratado comercial para favorecer a las PYMES exportadoras y no tiene nada que ver ni con el comercio ni con las PYMES y sí mucho con la financiarización de la economía y el fin de la economía productiva a la que estamos habituados. La pregunta es sencilla: ¿hay propuestas y acciones concretas para cambiar dicho modelo o la opción es instalarse en una inercia que nos lleva al desastre?
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