El Gobierno del Partido Popular anuncia su intención de reformar la ley electoral para permitir la, dice, “elección directa” de alcaldes cuando alcancen el 40 por ciento de los votos, en aras, al parecer, de la “regeneración democrática”. Y eso a apenas nueve meses para las elecciones municipales. Algo huele a podrido en la propuesta y, lo que es peor, en las intenciones y convicciones que deja traslucir. Incluyendo el propósito de sacarla adelante en completa soledad. Por no tener, no tiene ni siquiera el habitualmente incondicional y acrítico apoyo de UPN. Que ya es decir.
Es, en primer lugar, una propuesta oportunista, ante el deterioro de sus expectativas electorales y la fragmentación política de la izquierda (dicho sea con afán descriptivo y sin ninguna connotación negativa, antes al contrario).
En segundo lugar, no se alcanza a vislumbrar el problema que la propuesta pretende resolver. De hecho, la legislación actual ya favorece a la lista más votada cuando nadie obtiene mayoría absoluta y no hay nada parecido a un caos generalizado en los gobiernos municipales. Más aún, los casos de mal gobierno municipal o corrupción están estrechamente ligados a las mayorías absolutas. No parece que un enroque presidencialista (que no elección directa de alcaldes) que prime desmesuradamente (más de lo que ya lo hace la regla d'Hondt) al grupo mayoritario vaya a resolver el problema sino, si acaso, a agudizarlo. Lo cual nos lleva nuevamente a la cuestión del oportunismo.
En tercer lugar, la pretensión del PP toca un elemento muy sensible del sistema democrático, como es el principio de representación. Parece como si el problema de la democracia española radicase en ser demasiado representativa, cuando ocurre justo lo contrario. Por eso mismo es llamativa la perversión del discurso justificativo, que a la ya mencionada “regeneración democrática” une la necesidad de responder al hartazgo ciudadano y al alejamiento de la política como motivos centrales de la propuesta. Es decir, toman elementos conceptuales que surgen del debate ciudadano y de la efervescencia social en estos años, para ir justo en sentido contrario a las demandas que a partir de ese diagnóstico se planteaban. No es, pues, sólo oportunismo político. Hay un componente ideológico propio de una derecha que parece adoptar los ropajes democráticos sólo por pura conveniencia y que a la menor ocasión vuelve por sus fueros autoritarios. Lo que cambia es que las viejas argumentaciones puramente políticas (poco vendibles en los tiempos que corren) son sustituidas por apelaciones al coste o a ganancias de eficiencia que resultarían, se dice, de la restricción democrática. El mismo sonsonete, por cierto, de Barcina o de algún think tank foral en sus arremetidas contra el Parlamento de Navarra.
Así pues, una nueva muestra de las convicciones más profundas de la derecha española. La desafección ciudadana se resuelve restringiendo la democracia. La supuesta “regeneración democrática” es, objetivamente, degeneración democrática. Y suma y sigue.
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