En los últimos tiempos asistimos a una sucesión de actuaciones por parte del Estado, y en no pocas ocasiones con el acicate o una mal disimulada aquiescencia del Gobierno de UPN, que socavan, lenta pero minuciosamente, la capacidad de autogobierno de Navarra. La gota que colma el vaso ha llegado en forma de sentencia del Tribunal Constitucional del pasado veintiséis de junio, que declara inconstitucional la ley foral reguladora del impuesto sobre el valor de la producción de energía eléctrica.
Es de suponer que las sentencias hay que acatarlas, más que nada porque no queda otra. Cosa distinta es compartirlas. Y, desde luego, nada obliga a respetarlas más allá del aludido y forzado acatamiento. Por muy sentencia que sea, no está libre de ser absurda e, incluso, antijurídica. Doctores tiene el derecho que sabrán desenmarañar los entresijos jurídicos de la que ahora nos ocupa. Pero de un mínimo conocimiento de las bases jurídicas del sistema de convenio económico cabe concluir que la sentencia sólo se sostiene vaciando de contenido aquél. La línea argumental no es nueva, puesto que se recoge la de la malhadada sentencia 208/2012 en relación con la aplicación de la LOFCA a Navarra (ignorando, de paso, otras decisiones del mismo tribunal que van en sentido opuesto).
La aplicación de la LOFCA a Navarra para los tributos “no convenidos” tiene, al menos, dos consecuencias inmediatas: la primera, que se limita de hecho (se “congela”) el número de figuras tributarias con capacidad normativa propia a las ya armonizadas en el vigente Convenio, salvo concesión graciosa del Estado. La segunda, que la capacidad para establecer nuevos tributos a iniciativa propia queda prácticamente anulada y se condena al sistema tributario navarro a ser un mero reflejo del estatal. Se dejan sin efecto, pues, el artículo 1 del Convenio, que establece que “en virtud de su régimen foral Navarra tiene potestad para mantener, establecer y regular su propio régimen tributario”, así como el 2.2, según el cual “la Comunidad Foral de Navarra podrá establecer tributos distintos de los convenidos”. De paso, se hurta la posibilidad de que la fiscalidad contribuya al diseño de un modelo socioeconómico propio que se desvíe de las consignas madrileñas. Como suele decirse, un torpedo en la línea de flotación del régimen foral.
Puede parecer excesivo residenciar la esencia de la foralidad en la capacidad tributaria, pero la propia sentencia así lo reconoce, al afirmar que “la naturaleza del régimen foral tiene su ámbito natural de proyección en el ejercicio de las competencias tributarias”. Por tanto, anulemos la capacidad para ejercer dichas competencias y ya tenemos reconducido el régimen foral al de las comunidades autónomas de régimen común. Muerto el perro se acabó la rabia. Hacendistas mercenarios, centralistas recalcitrantes o antiforalistas viscerales no podían esperar mejor regalo. Y si Barcina se siente tentada, como tantas veces ha hecho, a echar la culpa a ventoleras de un Parlamento que se haya vuelto loco, debe recordar que la ley suscitó un consenso general, también en las exenciones que prevé y que afectan a pequeños productores. Por cierto, que el Tribunal Constitucional ha generado una situación extraña, por cuanto no queda nada claro si a día de hoy rige en Navarra el impuesto estatal y a quién corresponde su exacción.
Argüirán los puristas que hay separación de poderes, que estamos ante una decisión jurisdiccional y que no puede meterse en el mismo saco cuanto proceda del Estado. La realidad es que los resortes del poder, todos ellos, están en manos de unas élites que conforman un grupo compacto, por más que eventualmente actúen en ámbitos de poder distintos (por lo demás bien intercomunicados) o, incluso, tras siglas diversas. Y desde esa atalaya el régimen foral (en el supuesto de que sea bien comprendido, algo que cabe dudar vista la sentencia del Constitucional) no es más que un estorbo para sus querencias uniformizadoras. Por ello se equivoca Barcina, si es que su objetivo es realmente salvaguardar la foralidad, buscando la complicidad del Estado frente a la oposición interna.
Y es que a la situación creada no es ajena la persistente patrimonialización que UPN ha hecho del Convenio, y muy especialmente la actitud de Barcina, que reiteradamente ha acudido al Estado para que le resuelva los problemas que su minoría política y su insistencia en actuar a espaldas del Parlamento le generan. El Convenio se ha convertido así, en sus manos, en un arma arrojadiza contra la oposición. Hasta tal punto han llegado las cosas, que el Gobierno de Navarra llegó a extender a este ámbito tan delicado su afán por la contabilidad creativa, acudiendo presuroso a Madrid para que le adelantaran 200 millones de los ajustes por impuestos indirectos con el fin de tapar agujeros presupuestarios. Quizá Barcina o Salvador piensen que en Madrid cuela su retórica de Navarra foral y española como dique de contención de separatismos y baluarte de la España una, pero allá se miran las cosas de otra manera, desde otra perspectiva. Favor con favor se paga. A día de hoy, con una negociación política y técnicamente muy compleja en puertas, Barcina sigue sin formar la comisión negociadora que le ha reclamado el Parlamento y el Gobierno responde con evasivas cuando se le plantea la cuestión. Nuevamente se pretende utilizar el régimen foral con fines partidistas, con la pérdida de fuerza negociadora que ello acarrea, acrecentada por la debilidad política de UPN. Barcina parece no entender que no es UPN quien negocia, sino Navarra; ni que lo que negocia no es su programa político, sino un marco estructural en el que luego se pueden desenvolver políticas de diverso signo.
En las declaraciones que hizo Barcina para comentar la sentencia que nos ocupa, mencionó varias veces la palabra tradición. Y es que cuando ella habla del fuero parece referirse más a una reliquia medieval que a una herramienta moderna de autogobierno. De alguna manera, no es más que la heredera de aquella élite navarra que en 1841 intercambió deuda por soberanía y se avino a ser el brazo ejecutor en la provincia de los designios estatales. Hoy el fuero es otra cosa, pero UPN parece anclado en las ensoñaciones cuarentaiunistas. El problema es que, habiendo mucha deuda (económica y política), queda mucha menos soberanía para intercambiar.
Hace unos meses, la presidenta Barcina sostuvo en el Parlamento que si se daba la ocasión de una nueva gamazada, ella misma la encabezaría, en defensa del régimen foral de Navarra. Pues bien, ahora tiene la oportunidad de hacer honor a su palabra, aunque la foralidad no parece formar parte de sus genes políticos, más proclives a favorecer intereses empresariales de las Koplowitz que a esforzarse por entender las Coplas de Monteagudo. Y eso no es modernidad, sino vasallaje y servidumbre.
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