Día intenso y emotivo en Cáseda. Se ha homenajeado a cuatro vecinos asesinados en los comienzos de la sublevación militar franquista. Cuatro más, en un pueblo extraordinariamente castigado por la barbarie fascista. Tras su hallazgo en 2010, han podido ser identificados, entregados a sus familias y debidamente enterrados en el panteón que existe en el cementerio, donde también se ha recordado al resto de asesinados que reposan allí desde 1979, así como a quienes aún hoy siguen desaparecidos. Y, por supuesto, al párroco del pueblo, un hombre comprometido con la justicia social al que, con la coartada de Dios y de España, no dudaron en decapitar. Valiente Dios y valiente España.
Habrá quien piense que estos actos son innecesarios, que no hacen más que hurgar en un pasado que es mejor no tocar. Hay quien lo piensa por indiferencia, por hastío y hasta por miedo. O, simplemente, porque la vida da muchas vueltas. Y también por convicción. Como esa derecha bienpensante de memoria selectiva. La misma derecha, por cierto, que se empeña en imponernos el himno bajo cuya cruel férula fueron asesinados estos vecinos. Alguna inseguridad tendrán. O ganas de joder.
Actos como el de hoy en Cáseda son necesarios como justa reparación (triste y exigua, pero justa) a las familias. Las fibras más recónditas del alma se conmovían viendo la emoción de personas ya ancianas que, después de toda una vida, logran recuperar la memoria tangible de quienes perdieron en la infancia.
Y es que se trata de eso, de recuperar la memoria. También por eso son necesarios estos actos. Porque cuando se secuestra la memoria (histórica, social, personal) se roba, además, el relato. La apropiación de la historia, no sólo durante la dictadura, sino hasta mucho después, significa también la apropiación del relato, de la verdad y, en gran medida, de la vida, especialmente de la de los vencidos (también de la de los vencedores, pero no suelen ser conscientes de su vivir amputado). De ahí que la recuperación de la memoria (histórica, social, personal) suponga también que quienes se vieron despojados hasta del relato de la propia vida puedan ahora recuperarlo, puedan decir lo que pasó y confrontarlo con una verdad oficial antes agresiva, ahora pacata y siempre cruel.
Eso es lo que da miedo a una derecha cuya incapacidad para desprendense del legado de la dictadura la convierte en heredera y sucesora de quienes fueron capaces de ejecutar tantos horrores durante tanto tiempo. Y se refugian en el discurso cobarde y cómplice del olvido y de no remover el pasado. Un pasado que clama por la justicia desde sembríos, yermos y cunetas. También desde la hornacina de una maltratada paloma en el cementerio de Cáseda.
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