(Es coautor de este texto Aitor Lakasta Zubero, concejal de Nafarroa Bai en el Ayuntamiento de Pamplona, que autoriza su inserción en el blog)
Como es conocido, el Gobierno
de Navarra ha elaborado un proyecto para reformar la renta básica, que pasa a
denominarse renta de inclusión social. La renta básica es una prestación garantizada
para cubrir necesidades básicas de hogares sin recursos económicos. Atiende,
pues, situaciones extremas de personas y familias que se ven abocadas a la
exclusión social. Que sea una prestación garantizada significa que es un
derecho y, por tanto, queda fuera del ámbito de la discrecionalidad
administrativa.
La exclusión se hace por dos vías. La primera, endureciendo los requisitos de residencia para acceder a la prestación (residencia legal en territorio español y residencia efectiva de dos años en Navarra). Al parecer, el motivo es evitar el fraude y el “efecto llamada”. Argumento tramposo y peligroso, por cuanto se busca la complicidad de la población autóctona, enfrentándola a supuestos defraudadores que vienen de fuera a aprovecharse de nuestra generosidad. Negamos la mayor: no existe fraude, o si lo hay es mínimo y económicamente insignificante. Cuando se indulta a banqueros y defraudadores fiscales de alcurnia, sonroja de pura vergüenza oír cómo se apela al fraude en la renta básica para cambiar políticas sociales; tampoco hay razones para sostener la existencia de ningún efecto llamada.
Pero hay otra exclusión más maliciosa. Se trata de la distinción entre personas y familias en situación de exclusión social (los “pobres de siempre”) y aquellas otras que están en desempleo y no tienen derecho a prestaciones. Aquí está la madre del cordero. La crisis ha disparado las peticiones y el gasto en renta básica, en parte procedente de personas hasta hace poco perfectamente integradas y que se han visto arrojadas fuera del sistema, al abismo de la pobreza y la exclusión. La secuencia es sencilla y dramáticamente habitual: se pierde el empleo, se terminan las prestaciones, se pierde la vivienda... ¿No es eso riesgo severo de exclusión social, cuando no exclusión propiamente dicha? Pues según la Consejera Torres no. ¿Y qué pasa si hay niños? ¿Dónde queda la Ley de Protección a la Infancia en el nuevo esquema legal?
De hecho, la distinción entre estos dos grupos es capciosa y tramposa, porque no son compartimentos estancos. Sin embargo, las personas del segundo grupo quedan literalmente con el culo al aire, al albur de una política de integración sociolaboral que no existe y que no es más que una excusa para restringir prestaciones. Es un paso más en esa insidiosa estrategia de privatización de los problemas sociales que se observa desde los inicios mismos de la crisis y que consiste en convertir a las víctimas en victimarios, como si su situación fuera consecuencia de sus propias decisiones y no de una política económica y laboral nefasta. Es el equivalente actual del “quien no trabaja es porque no quiere” que tanto se oía en la crisis de los setenta. En una sociedad moderna, toda persona debe tener garantizado un mínimo vital y, a partir de ahí, es responsabilidad de los poderes públicos (en eso consiste la política económica en sus distintas vertientes) generar oportunidades de empleo y poner las bases para la prosperidad individual y colectiva.
Que la reforma legal tiene por objeto simplemente recortar gasto viene expresado descarnadamente en la memoria económica que la acompaña, donde se calcula que permitirá ahorrar 9 millones de euros, esto es, un 25%. Y lo hace por tres caminos: en primer lugar, la ya aludida “limpieza” del censo de posibles solicitantes mediante el endurecimiento de requisitos. En segundo lugar, las rebajas progresivas de la cuantía a medida que pasa el tiempo. Cuantía que, en tercer lugar, deja de estar referida al salario mínimo interprofesional (SMI), como hasta ahora, para quedar fijada en la ley. Se subvierte así el carácter garantizado de la prestación, puesto que el Gobierno de Navarra podrá jugar con las cuantías, en función de las peticiones que se prevean, para adaptarlas a las disponibilidades presupuestarias (es decir, a lo que ideológicamente se estime que se puede gastar por ese concepto).
Una vez más, y ya son muchas, se carga el peso de los ajustes sobre aquellas personas en peor situación para conseguir, además, ahorros magros en ese océano de derroche y desbarajuste presupuestario que ha sido la política económica de Navarra en los últimos años. Se vista como se vista, es exclusión y es recorte.
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