miércoles, 14 de abril de 2010

Sobre ciencia, patrañas y el espejismo de la «tradición»

Es obvio que la ciencia, o más bien el método científico, tiene lagunas y falla a la hora de proporcionar explicaciones completas e, incluso, convincentes, de muchos problemas de todo tipo a que se enfrenta el género humano, en parte porque lo que hace es no tanto afirmar como excluir hipótesis; en parte, también, porque está sometido a procedimientos rigurosos de formulación y contrastación de hipótesis. Pero eso no otorga de forma automática validez a otras supuestas formas (hay quien las llama «alternativas», en un intento de colocarlas al mismo nivel) de acceso al conocimiento. Y no se olvide que el método científico está estrechamente ligado en sus orígenes a la Ilustración, la igualdad de las personas y la democracia (obsérvese que todo eso pasa necesariamente por la separación Iglesia-Estado).

Pero siguen existiendo reflejos, tics, que nos llevan a concepciones mágicas, precientíficas, del mundo, mucho más arraigadas de lo que parece. La religión, en tanto que filosofía fosilizada —o quizá abortada— no es ajena a ello por más que, en algunos casos, se aprecie cierto afán modernizador, con las lógicas limitaciones de quien parte de la verdad revelada y, por tanto, del argumento de autoridad como razón última de las cosas.

Por ahora se cumple el cuarto centenario del célebre auto de fe de Logroño que mandó a la hoguera a parte del vecindario de Zugarramurdi. Si había lugar a tales ceremonias era porque brujos, brujas, inquisidores y el común de los mortales creían en la existencia física del diablo, en sus malas artes y en la magia (véase el delirante Malleus maleficarum, responsable de tantas atrocidades y crímenes «legales»). Abundando en ello, es muy recomendable la lectura del capítulo correspondiente de El señor inquisidor y otras vidas por oficio de Caro Baroja o La bruja y el capitán del maestro Sciascia.

Muchas de las cosas que se dicen hoy sobre medicinas alternativas tienen que ver con ese residuo de la visión mágica del mundo, que todo lo arregla con sortilegios en la forma que sea: danzas, brebajes, imposición de manos y hasta supuestas operaciones quirúrgicas sin instrumental y sin cicatrices. Muchas veces, además, se da por bueno lo antiguo por el mero hecho de serlo, sin tener en cuenta que puede consistir en «saberes» que no han pasado por un proceso de contrastación con garantías. El saber tradicional procede la mayoría de las veces por acumulación inconsistente de conocimientos a menudo obtenidos mediante formas groseras de inducción. Da risa oír a estas alturas a algunas personas defender, por ejemplo, el uso médico de las sanguijuelas apelando a esa supuesta «medicina» tradicional tan sabia y con tan sólidos fundamentos (es sabido que la mortalidad era en el siglo XVII, pongamos por caso, infinitamente menor que hoy o la esperanza de vida mucho mayor). Lo mismo cabe decir de la medicina tradicional china; puede que tenga algunas virtudes y proporcione algún conocimiento válido, no lo sé, pero compárese la situación sanitaria y demográfica de China a principios del siglo XX y hoy y sáquense conclusiones.

Eso sí, como signo de la modernidad, van surgiendo versiones sofisticadas de viejas creencias (que no teorías), como el «diseño inteligente», que pretende superar las evidentes limitaciones del mucho más tosco creacionismo envolviéndolo en una jerga supuestamente científica. O recurrir a no sé qué restos de fuerzas gravitatorias de moléculas inexistentes en los compuestos homeopáticos para justificar una eficacia que ni la ciencia ni la razón avalan. La argumentación exótica basada en ignotas propiedades de diseños y materiales en artilugios de toda laya y efectos casi milagrosos entra en esta categoría. Las mismas personas ávidas de milagros que no se cansaban en otro tiempo de ver apariciones del santoral católico, singularmente marianas, hoy son ufólogas que hacen de la existencia de vida en otras partes del Universo cuestión de creencia y de dogma. Y si la Virgen sólo se manifiesta a creyentes, son estos acólitos de la nueva fe los únicos llamados a presenciar las apariciones de las (salvíficas o no, en esto hay división de opiniones) naves espaciales.

Otra característica de muchas de estas patrañas, con la pretensión, seguramente, de dotarlas de verosimilitud y actualidad, es la apelación a informes de organismos científicos. Por ejemplo, hace años se habló mucho de un informe de la NASA sobre la Sábana Santa de Turín que demostraba, decían, la resurrección de Jesús. Tal informe concluía, en realidad, que no hay manera de asegurar que fuese el sudario de Jesús (así se lo atribuye la revista Goddard News —vol. 27, nº 16, 26 de mayo de 1980— de la NASA a uno de los miembros del equipo de investigación: «According to Lynn, there is no way to prove the Shroud of Turin is actually Christ’s burial cloth. The most anyone can do is chase information to improve the possibility that is»). A partir de ahí se han extraído unas consecuencias que no se derivan directamente del estudio, pero que pretenden legitimarse en él y obtener un marchamo científico. Que las marcas de la Síndone fueron causadas por radiaciones debe demostrarse. Que tales radiaciones tuvieron por causa una resurrección debe demostrarse. Que el resucitado es Jesús de Nazaret debe demostrarse. Sin embargo, se eliden todos esos pasos necesarios y se ligan directamente las marcas de la Síndone a la resurrección de Cristo, en lo que es un auténtico salto en el vacío con dosis considerables de manipulación (hay que decir que el propio Juan Pablo II se negó a dar ese salto y relativizó considerablemente en la misma catedral de Turín la validez de la Sábana; y, al parecer, tampoco le hizo gracia que fuera sometida a la prueba del Carbono 14, con los resultados ya conocidos).

En la literatura dedicada a la ufología hay abundantes referencias a informes de servicios secretos o militares sobre naves extraterrestres. Cuando tales informes existen, resultan que hablan de «objetos», «luces» y términos de similar tenor que pueden tener su origen en fenómenos meteorológicos, atmosféricos o artefactos humanos. Pero, una vez más, se da completa credibilidad a la fuente (lo cual es ya de por sí cuestionable) y se hacen cabriolas en el vacío para concluir que son ovnis (y puede que lo sean, pero en su acepción de objetos no identificados, no de naves extraterrestres). Un maestro de la manipulación en este campo (y en algún otro) es Iker Jiménez, cuyos programas resultan fascinantes, no por su contenido, sino por las tretas utilizadas para sacar conclusiones aventuradas que no se desprenden del razonamiento, construir silogismos falaces y, al mismo tiempo, dar imagen de equidistancia y neutralidad.

Hay dos ejemplos de razonamiento falaz sobre el que se construye una historia con pretensiones de verosimilitud que, por cercanía, me llaman la atención. En el Cusco (Perú) se venera un Cristo (de color negro y por la misma causa que es negro san Fermín) llamado Señor de los Temblores. La historia viene a decir que cuando la ciudad fue sacudida en 1650 por un violento terremoto, bastó sacar la imagen para que aquél cesara. También se le atribuye que las réplicas del terremoto no fueran devastadoras. Tanto milagro casa mal con la evidencia de que el de 1650 fue seguramente el peor terremoto que ha sufrido la ciudad del Cusco. Ítem más, un terremoto no dura eternamente. Es de suponer que para cuando alguien piensa en sacar al Cristo, se ponen manos a la obra y finalmente se ejecuta la acción hay tiempo para que se produzcan varios seísmos. Al final lo que se atribuye a la imagen milagrosa ¡es que no hubiera más destrucción de la que hubo! Sorprendente el bajo nivel de exigencia a la divinidad. Dicen las crónicas que el terremoto «duró lo que duran tres credos» y, al parecer, hubo más de 400 réplicas. Cuenta un texto periodístico de 1950 que, cuando en ese año se produjo otro terremoto igualmente devastador, una persona que se hallaba en la plaza de la Catedral espetó al Cristo: «Negrito, ¿por qué nos haces esto?».

En Pamplona, cada Jueves Santo el Ayuntamiento acude en Cuerpo de Ciudad (ay, la aconfesionalidad; ay, por dónde se pasa la Constitución tanto –y tanta— constitucionalista de boquilla pero franquista de corazón) para pasear en procesión un simulacro con la representación de cinco llagas rodeadas por una corona de espinas (ay, la casquería católica). El motivo es cumplir con un voto realizado en 1599 a cuenta de una peste que asolaba la ciudad. El causante fue un fraile que quizá no tenía peste pero andaría febril vaya usted a saber a causa de qué sustancia, bebedizo o ungüento. El caso es que después de una serie de rituales relacionados con las cinco llagas y la corona de espinas, la peste cesó repentinamente. Es comprensible que las gentes de la época, desbordadas por algo que escapaba a su comprensión y capacidad de acción, se refugiara en la religión, la magia o cualquier otro artilugio que le prometiera solución a sus males. Con ocasión de esa misma peste ya el Ayuntamiento había hecho voto, en nombre de la Ciudad, de no comer carne la víspera de san Fermín y san Sebastián (que no se entere Barcina o nos quita el chuletón del 6 de julio), así como levantar una ermita a san Roque y acudir en procesión a ella todos los años. El caso es que la peste, por entonces endémica en Europa, tenía episodios que desaparecían solos (y solían alcanzar su pico hacia la primavera). Al final, la agenda del Ayuntamiento de Pamplona la marcan, en parte, las visiones de un fraile alucinado; alucinante.

El problema no está en lo que se decía o pensaba en el siglo XVII, que era consecuencia de un estado de los conocimientos y de una visión del mundo acorde con aquéllos. Más aún, si hubiera aparecido alguien con antibióticos para la peste, seguramente habría acabado en la hoguera. El problema es que esas anécdotas se fosilizan y se transmiten tal cual, inmunes al paso del tiempo y a la evolución del conocimiento del mundo, hasta convertirse en verdad absoluta.

Por seguir un razonamiento del mismo tenor, me atrevo a proponer un remedio para el resfriado común que, aunque se antoje truculento, es de una gran eficacia. Consiste en amputarse un dedo. En un plazo no superior a siete días el resfriado se pasará. La única pega del remedio es que el margen disponible alcanza a veinte resfriados (evitaré en este punto chistes obvios y hasta zafios).

No hay comentarios:

Publicar un comentario