La globalización es un artilugio del que todo el mundo habla, pero que raramente se entra a definir y acotar. De manera que es habitual utilizar el mismo término para referirse a realidades diferentes, lo que es causa de malentendidos y hasta desencuentros. Yo diría que el problema no está tanto en el proceso en sí, como en su gestión, caracterizada por la ausencia de normas, tras la ofensiva liberal de los ochenta. Ya nos vamos enterando de a qué conduce el mercado cuando se confía ciegamente en él o se le encomiendan funciones que es incapaz de realizar.
La globalización ha venido siendo las dos últimas décadas el pretexto más socorrido —por todos los gobiernos, pero singularmente por los conservadores—para justificar amputaciones del Estado del Bienestar y recortes de derechos o prestaciones. También ha servido como excusa para, por ejemplo, flexibilizar el mercado de trabajo hasta convertirlo en una jungla de explotación inclemente o reducir la fiscalidad a —qué sorpresa— las rentas más altas y las procedentes del capital. La dichosa globalización deviene, pues, en el talismán que todo lo puede o la coartada que todo lo justifica. Pero, curiosamente, hay límites para el fetiche. Al menos, cuando conviene al poder. Un ejemplo flagrante y sangrante es el de la migración. Ahí no hay globalización que valga y, mientras se eliminan barreras económicas o se crean zonas de libre comercio, se levantan muros (no sólo legales, también físicos) a las personas. El caso de Estados Unidos con México es un ejemplo. El de España con Marruecos, otro. El lehendakari Sanz nos ha obsequiado recientemente con otro más, relacionado con la eurorregión Aquitania-Euskadi-Navarra.
Desde los mismos albores de las sociedades organizadas, una de sus características más conspicuas es la tendencia a la aglomeración, tanto de la población como de la actividad económica. Surgen así las ciudades, que se van articulando en redes jerárquicas, según su tamaño y la importancia de las funciones que en ellas se desarrollan. La globalización exacerba el proceso y la inserción de un territorio depende de sus características concretas y de su situación en relación con los ejes de comunicaciones, que vertebran el territorio global. Uno de los resultados de esa evolución —a menudo olvidado por los diseñadores de políticas económicas— es que las actividades susceptibles de desarrollarse en una zona concreta dependen de la ubicación de ésta en la jerarquía. Las ciudades desempeñan en este contexto un papel fundamental, puesto que son el medio de conexión de su entorno con el resto del mundo. Lo local pasa a relacionarse directamente con lo global, al tiempo que el ámbito estatal pierde importancia en lo económico y se configura de forma creciente como un ámbito meramente político.
Pues bien, en Europa existe una área, denominada el Pentágono y delimitada aproximadamente por Londres, París, Hamburgo, Fráncfort y Milán, donde se concentran los principales centros de decisión económica, tecnológica y, también, política del continente, constituyendo, por tanto, uno de los núcleos de poder mundiales. El resto de Europa define su situación actual y, sobre todo, sus expectativas, según su grado de perifericidad (discúlpese el palabro) respecto de esta área. Perifericidad que sólo parcialmente está relacionada con la distancia y que tiene que ver con la capacidad tecnológica, el sistema educativo, la calidad de las infraestructuras económicas y sociales o los flujos económicos. Ese núcleo central cuenta con un enorme atractivo para las actividades más avanzadas, que sólo en fases posteriores se irán difundiendo, en un proceso muy selectivo, hacia otras áreas o regiones. Para compensar esas tendencias centrípetas son necesarios núcleos de entidad suficiente que se conviertan, a su vez, en centros de generación o atracción de actividades avanzadas. Una Europa policéntrica es imprescindible para asegurar ese desarrollo armónico que se proclama como objetivo del proceso de unión europea desde sus mismos inicios.
Así llegamos a Navarra, una región semiperiférica que ha tenido un buen comportamiento los últimos veinte años y cuenta con algunos elementos favorables, pero cuya dimensión la relega a un puesto muy secundario en la jerarquía europea. Se suele apelar con cierta frecuencia (en una muestra más de ese chauvinismo autocomplaciente que tanto abunda) a la privilegiada posición geográfica de Navarra. Pero la propia Estrategia Territorial de Navarra (ETN) es consciente de la debilidad de tal posición y de la necesidad de conectar el territorio navarro con los principales ejes de comunicaciones. Además, reconoce, en su diagnóstico, la existencia de un núcleo de cierta relevancia, articulado en torno al eje formado por Bilbao y la eurociudad San Sebastián-Bayona, en el que podría integrarse Pamplona (y, por tanto, Navarra); núcleo bien conectado con el eje Burdeos-Toulouse y con el propio Pentágono. Frente a eso, constata la falta de continuidad en el resto de las fronteras navarras, hacia Soria y Aragón. Francia ha dejado bien claro una y otra vez, además, que la vía de paso occidental, tanto por carretera como por ferrocarril, desde la Península Ibérica, es Irún. A ello hay que añadir la intensidad de los flujos (de todo tipo, pero también económicos) entre Navarra y la Comunidad Autónoma Vasca. Todo apunta al interés estratégico para Navarra de tener presencia institucional —y, por tanto, intervenir activamente— en la configuración de ese espacio.
Frente a esa realidad, se impone un dogmatismo político de campanario con pretensiones seguramente de uniformización ideológica y, por tanto, de perpetuación de un sistema de apropiación y control del entramado institucional navarro, renunciándose quizá a buena parte de las posibilidades de futuro de Navarra o empeorando las expectativas, cuando son ya demasiados los signos de agotamiento del modelo económico de Navarra, basado en la atracción de capitales foráneos, mientras no se vislumbra un recambio y la actuación pública va dando palos de ciego. Toda economía está de alguna forma integrada en otras de nivel superior (salvo las áreas marginales, y ello constituye para ellas un grave problema). Le guste o no le guste a Miguel Sanz, será muy difícil cambiar una tendencia con cimientos demasiados profundos. Lo relevante es si se quiere estar ahí decidiendo o como invitado de piedra, asumiendo las consecuencias de decisiones adoptadas por otros y según su conveniencia.
No es muy alentador el balance de Sanz ahora que se respira el aire enrarecido y pasota de los finales de reinado: desnaturalización de la autonomía y capacidad de decisión de Navarra; deterioro visible del sistema de prestaciones sociales y de su calidad; utilización del presupuesto público con fines clientelares y tics cortijeros en la administración de la cosa pública foral; y, ahora, supeditación de los intereses económicos y sociales de Navarra a sus propias fobias políticas, culturales y personales. Miguel Sanz ha encarnado mejor que nadie el espíritu que impregna la famosa frase: si se hunde el mundo que se hunda, Navarra siempre p’alante. El problema es que el mundo no se hunde y Navarra recula.
zis zas zis zas .
ResponderEliminaresta nos ha encantao
se impone un dogmatismo político de campanario .
me quito la txapela ante este artículo.
ResponderEliminartiene que publicarse en algún periodico con tirada.
es de obligada lectura.
eskerrik asko!!
Gracias, pero ya se publicó en Diario de Noticias en su momento. Lamentablemente, dos años después seguimos en el mismo sitio, con el agravante de que cada vez queda menos tiempo para enmendarlo
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