lunes, 18 de noviembre de 2013

Reforma fiscal y vuelta a las andadas

El Gobierno del Partido Popular comienza a hablar de reforma fiscal. No es que signifique mucho, dada su ductilidad para ignorar promesas. Lo que ocurre es que para la derecha reforma fiscal es siempre e inequívocamente reducción selectiva de impuestos. En Navarra, Barcina también ha sacado el tema, con una mayor concreción: reducir impuestos a las empresas y a los grandes patrimonios. Que elija precisamente ese caballo de batalla, que puede resultar impopular, es sintomático de cuáles son las preocupaciones —y de quién manda realmente— en UPN.

La argumentación de la derecha al tratar cuestiones fiscales gira en torno a dos ejes: el primero, que menores impuestos impulsan la generación de riqueza y el crecimiento económico. Es una verdad a medias, aunque tenga cierto predicamento. De hecho, la crisis ha demostrado con creces lo peligroso que es, también para el sector privado, debilitar la base fiscal y el sector público hasta hacerlo inoperante y eliminar su capacidad de reacción en una situación de emergencia. Por otra parte, es cierto que menores impuestos generan riqueza… para unos pocos. El incremento de las desigualdades sociales así lo corrobora. Todo depende de qué impuestos se toquen, de qué forma, y en qué manera esa mayor renta disponible se transforma en inversión. Muy lejos, pues, de los simplificadores clichés que al respecto manejan las consignas políticas al uso. Pero, además, se olvida otra cuestión muy relevante. El sistema fiscal debe ser capaz de atender los requerimientos del sistema de prestaciones sociales, cuya amplitud y características deben definirse a partir de consensos sociales y políticos. Por tanto, centrarse exclusivamente en el lado de los ingresos es una forma de ignorar la otra parte de la ecuación, de intentar ocultar las intenciones al respecto.

El segundo eje argumental es que ya se pagan demasiados impuestos. Su validez queda en entredicho desde el momento en que se erige en argumento universal, aplicable a cualquier sociedad, sea cual sea su presión fiscal. Pero sirve también como arma política para descalificar al contrincante en la medida en que se sostiene que la izquierda lo que pretende permanentemente es subir impuestos. Otra verdad a medias que se convierte en mentira por mor de la generalización.

Que la presión fiscal sea alta o baja depende, en primer lugar, de lo que se quiera hacer con esos ingresos. Si son para entregar 100.000 millones a la banca, quizá sea excesiva. Si son para sostener un sistema sanitario o educativo de calidad, o para favorecer la existencia de un clima socioeconómico favorable para la iniciativa empresarial, probablemente ya no esté tan claro.

En segundo lugar, depende de cómo se distribuya. Por ejemplo, en España la presión fiscal es reducida en comparación con la mayor parte de los países europeos. Pero eso no quiere decir que todas las rentas se enfrenten a una presión fiscal reducida. De hecho, la de las rentas salariales es elevada, suficientemente elevada. Habría que pensar, incluso, en reducirla para las rentas más bajas. Las rentas del capital, sin embargo, soportan una fiscalidad mucho más benévola. Seguramente una mayor presión fiscal sobre las rentas del capital permitiría gravar menos los salarios, aun manteniendo la misma presión fiscal global. Conviene no perderlo de vista, porque otra trampa conceptual muy utilizada consiste en tratar los impuestos uno a uno, cuando forman parte de un conjunto que ha de ser contemplado en su totalidad. A ello hay que añadir que el menor gravamen sobre las rentas del capital (la llaman fiscalidad del ahorro) se basa en una falacia, la de que el ahorro se convierte automáticamente en inversión. En nuestro caso, y a mayor abundamiento, tampoco está asegurado que esa inversión, de hacerse, se materialice efectivamente en Navarra.

La eliminación o reducción de la imposición sobre el patrimonio se intenta vender como una decisión pragmática y no ideológica. Se aduce que la desigualdad de trato hace que se deslocalicen contribuyentes. Incluso se dice que está funcionando mal, cuando el incremento de la recaudación es palpable, a pesar del efecto riqueza negativo ocasionado por la depreciación generalizada de activos financieros y bienes inmuebles. Además, es un instrumento de equidad y de igualdad de oportunidades que no se puede desechar a la ligera.

También ha aludido Barcina al impuesto sobre sociedades, un impuesto cuya capacidad ha disminuido considerablemente en los últimos años: en 2006 se recaudaron 649 millones, frente a los 197 de 2012 (gráfico 1). Lleva camino de convertirse en una figura testimonial en nuestro panorama fiscal. Pero lejos de procurar una reforma sustancial que le devuelva la relevancia que debería tener, la propuesta de UPN parece ir en la misma dirección que ha conducido a la situación actual.

El impuesto sobre sociedades presenta desde hace muchos años problemas de diseño que lo convierten en un coladero. Para empezar, hay una fuerte divergencia entre el tipo teórico y el efectivo, mucho más reducido. España es uno de los estados de la OCDE que menos recauda en términos de PIB por ese concepto (gráfico 2). En la mayoría de los países se ha mantenido el peso recaudatorio del impuesto a lo largo del tiempo, a pesar de que se redujeron tipos de forma generalizada desde los años ochenta. ¿Cómo ha sido esto posible? Fundamentalmente porque la reducción de tipo vino acompañada de una simplificación y reducción de deducciones, reducciones y beneficios fiscales. Es decir, se produjo un acercamiento entre tipos nominales y efectivos. Algunos de ellos, porque sus efectos no eran los previstos o porque generaban efectos perversos. Añadamos a ello que las empresas parecen guiarse más por los tipos nominales que por los efectivos, por lo que estamos en desventaja al tener unos tipos nominales elevados, por mucho que los efectivos se reduzcan considerablemente. Con una adecuada limpieza del impuesto, se podría, incluso, reducir los tipos nominales manteniendo o incrementando su capacidad recaudatoria.

Veamos dos ejemplos. Una de las fuentes más sustanciales de deducciones en el impuesto sobre sociedades es la debida a actividades de I+D. Sin embargo, existe un considerable escepticismo sobre su eficacia. Otra es la deducción de los gastos financieros. Éstos proceden del endeudamiento de las empresas y hacen mucho más atractivo financiar la inversión con deuda que con beneficios no distribuidos. Se generan así incentivos perversos, que además facilitan, como señala la OCDE, la erosión de las bases fiscales, convirtiendo gastos financieros allí donde son deducibles en dividendos, allí donde la presión fiscal es menor.

Hay una reforma fiscal pendiente. Una reforma profunda, con figuras tributarias diseñadas con claridad y simplicidad, capaces de atender con estabilidad y solvencia el sistema de prestaciones sociales y de estímulos económicos. Nada que ver con lo anunciado por Barcina, que no es más que volver a las andadas. Ya veremos en qué se concreta.

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