No es raro que cuando un gobierno se ve, por una u otra razón, impelido a adoptar medidas impopulares, apele a su inevitabilidad y a la bondad de la sociedad para aceptarlas. Ello es comprensible, puesto que no cabe esperar un reconocimiento de errores o culpas y la tentación de acudir a la coyuntura (todos están igual, si no peor), especuladores (versión moderna del contubernio judeo-masónico-comunista) o la mala suerte (¿quién lo iba a prever?) es permanente. Además, se tacha de irresponsable a quien se resiste a comulgar con esas ruedas de molino, al tiempo que, tanto el Gobierno como sus apoyos, por acción u omisión, se escudan en la responsabilidad. Como ultima ratio regum de un Gobierno acorralado por sus propios errores, se conceden cartas de buena conducta y aun de patriotismo, según se acomode o no cada quien a su dictado.
Pero es que, además, la inevitabilidad de las medidas no se deriva de un análisis riguroso acompañado de la correspondiente y pedagógica explicación, sino que procede de la necesidad de «calmar a los mercados», es decir, de someterse a ellos. Habrá que concluir, pues, que son los «mercados» los que realmente gobiernan y que el sistema de prestaciones sociales, la estructura legal e institucional del mercado de trabajo, la capacidad redistribuidora del sistema impositivo y de los presupuestos públicos, o la propia formación de consensos políticos y sociales, no dependen ya de la voluntad soberana del pueblo expresada a través del voto y de la actuación de sus representantes, sino «de los mercados». Pero ¿qué son los mercados? En realidad, una entelequia, un recurso dialéctico tras el que se agazapan agentes económicos buscando su beneficio (que no lleva necesariamente —a pesar de lo que dijera Adam Smith con su ingenua metáfora de la mano invisible— a maximizar el interés general y que a veces se concreta en la ruina del prójimo). Son bien conscientes de que cuanto mayor sea su poder, más fácil será conseguir que, cuando vengan mal dadas, las pérdidas que pudieren derivarse de sus trapacerías correrán a cargo del erario público (universalización del principio too big to fail). El mismo Smith, santo tutelar del liberalismo económico, era consciente de la facilidad de comerciantes y manufactureros para convencer, «con protestas y razonamientos capciosos [...] de que el interés privado de una parte de la sociedad coincide con el general de toda ella».
Si algo muestra dramáticamente la actual crisis es el fracaso del mercado como dogma universal para la asignación de recursos. La ola desreguladora que se impuso con la denominada «revolución conservadora» (clamoroso oxímoron) de Thatcher y Reagan, azuzada por una ilimitada fe en la capacidad de autoorganización de los mercados tuvo un final apocalíptico con el hundimiento precisamente de los mercados considerados autorregulados por excelencia, los financieros. No es que el mercado sea inútil, sino que no se le puede exigir más de lo que razonablemente es capaz de hacer, que es menos de lo que, interesadamente, se dice.
Contra lo que pudiera parecer, las crisis financieras son habituales: según un informe de la Comisión Europea, entre 1970 y 2007 se registran 122 crisis financieras sistémicas, de las que 22 tienen lugar en países de la OCDE. Su duración media supera los cuatro años. En el caso de países de la Unión Europea el coste neto de cada crisis para el presupuesto público ronda el 5,5% del PIB (en países emergentes estas cifras se disparan), sin que los rescates bancarios hayan conseguido frenar su impacto sobre la economía real. Además, suponen en muchos casos un empeoramiento de las cuentas públicas y un incremento del nivel de endeudamiento, que tarda más de ocho años en recuperar el nivel previo a la crisis. La liberalización de los mercados financieros parece conducir, además, a incrementos, tanto de la frecuencia como de la intensidad de las crisis financieras. Resumiendo: las recurrentes crisis financieras y bancarias se saldan con un coste considerable para las arcas públicas. Esos mismos agentes financieros así salvados se ocupan después de exprimir y someter a las economías, atacando el punto más débil que es la deuda generada en su beneficio. Si las reglas del juego existentes no funcionan, lo lógico sería cambiarlas. Por el contrario, nos encontramos con que los Estados pierden soberanía y se pliegan a intereses espurios en el sacrosanto nombre del mercado.
Y en esas estamos. Todos recordamos los cantos a la regulación y el aparente consenso sobre la necesidad de controlar mejor los mercados financieros (la dichosa refundación del capitalismo). En dos años todo eso se ha desvanecido. Los desacuerdos se generalizan y el chantaje de los mercados financieros (azuzados en ocasiones, todo hay que decirlo, por intereses políticos poco ejemplares) termina por templar los ánimos y llevar el agua al molino de siempre. Ahí radica uno de los problemas de la actual situación. El sector financiero convence (digámoslo así) a gobiernos y organismos internacionales de que no hay que regular; que, en todo caso, hace falta más mercado. Eso se traslada miméticamente a otros sectores y actividades (España: mercado de trabajo, con protagonismo estelar del Gobernador del Banco de España). Y aquí paz y después gloria… si no fuera porque eso significa poner las bases de la próxima crisis. Es decir, no sólo se venden soluciones que son falsas, sino que contienen el virus que, más pronto que tarde, generará un nuevo marasmo. Y vuelta a empezar.
Mientras tanto, en un país sin ideas, voluntad ni recursos, todavía están por acometerse las reformas estructurales necesarias para construir una economía realmente moderna y sostenible en todos los aspectos; al mismo tiempo, como quien no quiere la cosa, se refuerza el centralismo y se recorta la capacidad de autogobierno en razón de «intereses superiores». Después de tanta verborrea social y despropósito económico, al mejor estilo del «capitalismo popular» thatcheriano, que nos ha tocado padecer desde 2004 (también antes, pero sorprendía menos), pincha la burbuja y descubrimos, no que el rey está desnudo (no caerá esa breva) sino que lo está la sociedad entera: desnuda y desamparada. Y luego nos piden responsabilidad y más mercado.
Predican como si las crisis fueran tan naturales como los fenómenos meteorológicos, como si cayeran del cielo; pero nos las arroan desde el Olimpo, ese Olimpo de los dioses de Chicago.
ResponderEliminarVendrán desde Chicago, pero tienen fervientes seguidores/as en estas tierras. PPSOE se han destapado definitivamente como dos caras de la misma moneda (nunca mejor dicho), pero en lo fundamental el resto les aplauden con las orejas (ahora parece que IU empieza a despertar).
ResponderEliminarConozco líderes "de izquierda" que hasta hace nada celebraban la infalibilidad del sistema de mercado, "se regula solo" decían como si entendieran del tema. Y el PNV, ilustre socio de Nabai, hablaba hace nada de desenterrar el hacha de guerra si se tocaba la dotación presupuestaria del TAV, con la escusa de la crisis. No creo que EA ande lejos de esa postura. Solamente queda despejar la duda de Aralar, y es que Batzarre ya dijo que si paraba en Tudela, ellos y ellas encantados/as.
Muy edificante y esperanzador el ejemplo de nuestra clase política.
Internet tiene muchas cosas buenas (otras no tanto, claro). Una de ellas es que (todavía) nos permite acceder a información sensible, información que contadísimos medios de comunicación o partidos políticos proporcionan. Ahí van dos buenos ejemplos:
ResponderEliminarConfesiones de un ex-sicario económico:
http://www.youtube.com/watch?v=LatARfVSa4E
O el blog de Juan Torres Lopez, "ganas de escribir", completito que se dice:
http://hl33.dinaserver.com/hosting/juantorreslopez.com/jtl/