La crisis económica suele asociarse con calificativos que, por manidos, terminan por perder su significado original para convertirse en una coartada, mera excusa de cuanto ocurre. Así, se dice, con razón, que la crisis es global. Pero a estas alturas parece una coletilla dirigida a eludir responsabilidades o disimular la propia inacción o incapacidad. Las causas concretas de la crisis son bien conocidas: las de la internacional y la propia, que aunque se solapen y aquélla alimente ésta, no son plenamente coincidentes. Es igualmente cierto que en el origen de la crisis no sólo hay variables incontrolables y elementos fortuitos, sino políticas discrecionales y decisiones deliberadas. El corto plazo y la ganancia fácil han constituido durante demasiado tiempo guía de la toma de decisiones, por encima de lo que dictaba la razón y una noción elemental del buen gobierno.
También se repite que la crisis es estructural y, nuevamente, con razón. El modelo de crecimiento (habrá quien lo llame desarrollo) es socialmente injusto, financieramente salvaje, ambientalmente insostenible y depredador, por lo que se enfrenta a límites físicos, recurrentes catástrofes financieras y dilapidación de capital humano. A todo ello se añade, en el caso español, una burbuja inmobiliaria y una elefantiasis del sector de la construcción que hacía que el entramado que ha sostenido la apariencia de prosperidad de la última fase expansiva fuera particularmente débil y enfermizo, a pesar de las bravatas sobre la economía de champions league y otras aún más ridículas.
Y así llegamos a la situación actual, con una economía postrada y gravemente enferma; el desempleo desbocado y sin expectativas de reducción a medio plazo; un sistema fiscal debilitado por el fraude y sucesivas reformas (¿recuerdan aquello de que bajar impuestos es de izquierdas?) y no sólo por la crisis; un déficit público, en fin, que habrá que financiar y que, en parte, se debe a las ayudas concedidas a un sistema financiero al que le ha faltado tiempo para aplicar su lógica implacable y agravar, por un puñado de euros en comisiones, los males de la economía (que es lo mismo que decir los males de todos, en beneficio de unos pocos).
Frente a todo ello, ¿qué se está haciendo? Bien poco, apenas unas medidas de parcheo y nada de esas reformas estructurales que se debían haber emprendido cuando las cosas iban bien pero que ahora son aún más urgentes. La prioridad del momento parece ser recuperar indicadores positivos, que no equivale estrictamente a volver a la situación de partida, porque algunos pelos habrán quedado en la gatera. Hoy por hoy, las únicas propuestas de calado que hay sobre la mesa son la reforma laboral y la del sistema de pensiones. El asunto tiene mucha más enjundia de la que parece. Primero porque, en un hábil retruécano, se reduce el problema económico del país a un problema eminentemente social, cuya solución pasaría por empeorar la situación de colectivos estructuralmente débiles. Y segundo, porque revela con aterradora claridad el gran fracaso de la socialdemocracia. El estallido de la crisis encuentra a la izquierda sin un discurso ideológico propio, en gran medida porque (por diversas razones que sería largo examinar) el discurso progresista ha estado monopolizado por una socialdemocracia cuyo objeto no ha sido cambiar el sistema, sino meramente gestionarlo. Se acepta, seguramente con buena intención, la lógica del sistema, liberal en sus fundamentos, intentando minimizar o corregir los efectos socialmente más duros. Pero esa es una estrategia siempre perdedora, como muestra la historia reciente. Es cierto que en el caso español lo más parecido a un Estado de bienestar, famélico y endeble por lo demás, fue obra de los primeros tiempos del socialismo en el poder. Pero desde entonces todo ha sido recortar. Y lo que es más importante, las crisis se saldan, no tanto con recortes del gasto, que también, sino de derechos sociales.
Los gobiernos socialdemócratas son así rehenes de la lógica perversa del mercado: o mercado o catástrofe, ignorando deliberadamente que cuando se deja al mercado solo el resultado más probable es la catástrofe. Se entiende que a la derecha económica le guste tanto ese discurso. Es el suyo, el de la propiedad, el de los rendimientos del capital, el de la voracidad del beneficio irrestricto; pero también porque, en presencia de dificultades, no suele haber coincidencia entre quienes ocasionan los desaguisados y quienes pagan los platos rotos (y entonces no se hacen ascos a la intervención pública). No hay que ir muy lejos para comprobarlo. El simple hecho de que para el Banco de España, el Gobierno y los agentes financieros, la solución a los problemas económicos de España dependan del mercado de trabajo y las pensiones es buena muestra de ello. Que el razonamiento sea pueril no significa que sea inocuo. Aceptar la lógica liberal del mercado significa aceptar que la salida a la crisis debe pasar por eliminar trabas al libre funcionamiento de los mercados, es decir, menos impuestos al capital y a los beneficios y flexibilización de todos los mercados, incluido el de trabajo (que es considerado, en ese esquema de razonamiento, una mercancía más). No deja de ser un juego en el que unos pocos son seguros ganadores y al resto se les vende la esperanza (humo al fin) de que no se sabe bien por qué singular mecanismo (la celebrada mano invisible) también les llegará algo. Venía a decir Stiglitz no hace mucho que a lo mejor el problema de la mano invisible es que no existe: a ver si la economía va a estar edificada sobre una metáfora tan simplona como el cuento de los Reyes Magos y nadie termina de enterarse que son los padres. Ciertamente, se intenta salvar los muebles con algunas medidas sociales paliativas que mantienen la apariencia de Estado de bienestar. Pero incluso cabe albergar serias dudas de que esas medidas sean sostenibles a largo plazo, dado el debilitamiento fiscal del sector público: el marasmo de la recaudación del Estado en 2009 es buena prueba de ello.
Otro aspecto no menor del problema es que se pretende que las medidas propuestas son las únicas posibles, lo que exigiría su aceptación resignada por los agentes sociales y justificaría un gran pacto de Estado para respaldarlas. El propio Jefe del Estado interviene en ese mismo sentido: curioso concepto el suyo de verbos como arbitrar o moderar. Se escamotea así cualquier debate en profundidad sobre modelos económicos y de sociedad, porque se niega la mayor, esto es, la posibilidad de otro modelo: cualquier cambio ha de hacerse, necesariamente, dentro del marco del sistema actual. Al mismo tiempo, el esbozo, todavía de trazo grueso, que se va adivinando, no invita al optimismo: un Estado débil e incapacitado para responder a los cambios de coyuntura; un mercado de trabajo convertido en una jungla; una inserción en la división internacional del trabajo muy desfavorable, por estar basada en actividades de escaso valor añadido o de mera fabricación y en la competencia en costes; el empecinamiento en un crecimiento imposible y absurdo porque no puede asegurar simultáneamente recursos y demanda. El esquema que se pretende reproducir incesantemente sólo funciona si son unos pocos los que crecen, pero la situación es ya otra y entre 1980 y 2005 la mano de obra se ha cuadruplicado en el mundo.
De las decisiones que se tomen ahora puede depender que las generaciones futuras lleguen a tener una vida digna o se enfrenten a una expectativa laboral de veinte o veinticinco años de explotación intensiva y se vean condenados después a sobrevivir precariamente en espera de una jubilación sin contenido. ¿Catastrofismo, pesimismo? Ojalá. Pero algo así se vislumbra ya y no sólo entre personas sin cualificación. La propia clase media, que hasta ahora se creía al margen de estos riesgos, debería pararse a reflexionar antes de aplaudir con el entusiasmo habitual y sancionar con los votos cualquier reducción de impuestos. Pensando en sus hijos seguramente no le iría mal un paseo por la izquierda.
muy bueno JC. Éste es uno de los grandes debates que nos viene. Nos van a decir que no hay más remedio para salir de la crisis que bajar los impuestos, y nos lo venderán como "consejo de gurú". La España de los 400 euros y de las prejubilaciones alocadas también tendrá que plantearse un par de cosas:
ResponderEliminar1.- Que la presión fiscal es claramente más baja aquí que la de los países europeos en la que habitan buena parte de los gurús.
2.- Que la Política Fiscal no es sólo la cuestión tributaria, sino en qué se gasta o invierte. Y que va siendo hora de que en los Presupuestos se debata sobre la prioridad que tienen los pilares del estado del Bienestar en esos presupuestos