Al parecer, los estrategas de la Iglesia católica creen haber encontrado un filón, quizá un recurso de supervivencia, en la familia. Así, en diciembre de 2007, con el ambiente político caldeado y el PP en el monte, convocaron una misa-manifestación (o manifestación-con-misa) a la que se sumó gustosa toda la extrema derecha y que, por lo mismo, fue un «éxito» (dejemos a un lado la inflación interesada de asistentes, delirios de contables frustrados, mejores discípulos de Goebbels que del autor del milagro de los panes y los peces). Así que se dispusieron gozosamente a repetir la algarada en 2008. Ahí la cosa ya no les fue tan bien. La asistencia se redujo a la mitad, sea cual sea la cifra de referencia. Hubo, además, ausencias episcopales y políticas significativas; el PP no se involucró con la misma intensidad; a última hora el propio Rouco pretendió quitar hierro político al evento. Todo ello pudo influir en la merma de asistentes.
En esta cuestión se observa una deriva sutil en el planteamiento eclesiástico. Se ha pasado con toda naturalidad del concepto de «familia cristiana» (católica, en realidad) al de «familia tradicional». La finalidad no es otra que concitar la adhesión de sectores sociales que, ajenos a los valores o la moral católica, comparten su oposición, a veces igualmente frontal, a las últimas reformas legales, singularmente al matrimonio entre personas del mismo sexo (también a la nueva regulación de la adopción). A cambio, se reduce la belicosidad hacia matrimonios civiles, divorcios o parejas de hecho. El matrimonio «como Dios manda» ya no es sólo el bendecido por la Iglesia, sino, simplemente, la unión de un hombre y una mujer; con la boca pequeña se le añade el inocuo calificativo de «estable». Recuérdese que hace tan solo un año se consideraba que cosas como el divorcio exprés socavaban hasta las bases de la democracia. Se pueden aventurar dos factores explicativos de un cambio táctico tan sorprendente. El primero, la evidencia de la pérdida de influencia política (la social está muy desmejorada desde hace tiempo) por parte de la Iglesia católica, que se ve obligada a buscar aliados de circunstancias. Así se entiende, por ejemplo, la incursión que en su día hiciera el papa Wojtyla en el Plan Hidrológico, o el apresurado viaje de la Iglesia católica española hacia la extrema derecha política, de la mano de Rouco y Cañizares. Para colmo de males, la Iglesia se enfrenta a la necesidad de ser agradable a un poder político del que recibe amenazas y desplantes, al tiempo que se muestra como el más generoso desde la firma de los inconstitucionales e inmorales acuerdos con la Santa Sede. El segundo factor es la constatación del arraigo de esas otras formas de familia objeto de la ira eclesiástica, y la tolerancia social imperante, que imponen la necesidad de actuar antes de que sea demasiado tarde y la situación se consolide definitivamente, aliándose con el mismo diablo (todo se queda en casa) si es necesario.
En definitiva, la Iglesia católica va, una vez más, contra la corriente de la historia, de la sensibilidad social e, incluso, de los derechos de las personas. La sociedad es mucho más rica, diversa y tolerante. Diría más, el propio derecho va muy por detrás en esta cuestión y la misma institución del matrimonio es una rémora cuestionable, generadora de conflictos y de desigualdades. Es tan nítida la evidencia de la realidad social que el debate ha llegado a una organización tan ultramontana como UPN. Ha llegado y se ha esfumado en cuanto la autoridad competente ha puesto las cosas en su sitio, restableciendo el tan apreciado orden «natural». Pero ya es mucho que la juventudes de UPN se hayan planteado aceptar todas las formas de familia (y rechazar no sólo la reforma de la ley del aborto, sino cualquier forma de aborto: una de cal y otra de arena, no ilusionarse).
Ha sido gracias al debate que se ha suscitado en UPN —y en el que ha intervenido, con mal disimulado regocijo, todo el mundo— cuando hemos descubierto que aún hay otra forma de familia: la familia foral y navarra. El artífice de tan iluminadora reducción del ámbito de nuestra ignorancia ha sido José Ignacio Palacios, cabeza visible del PPN (ellos se denominan «populares de Navarra»: ya veremos). La necesidad que tiene el PPN de diferenciarse de UPN sin parecer sucursalistas en exceso les lleva a intentar sobrepasar a UPN en su propio terreno: el fuerismo folclórico y el integrismo moral. Palacios considera que Sanz, «como garante de nuestra foralidad y específicamente del matrimonio regulado en el Fuero Nuevo, tiene el deber de pronunciarse rechazando toda alteración o manipulación de la familia foral y navarra».
Parece ser que la regulación de la familia «foral y navarra» en el Fuero Nuevo es fruto de la revelación divina y, por tanto, inmodificable. Por ello, las nuevas formas de matrimonio son contrarias al régimen foral. Tanto tiempo convencidos de que las tablas de la ley las había roto, presa de un monumental cabreo, el propio Moisés en las estribaciones del monte Sinaí, y ahora resulta que estaban en Navarra. Al final, lo que se pretende con tan altisonante verborrea es que sólo se considere matrimonio la pareja (¿estable?) formada por un hombre y una mujer. Pero si de familia navarra se habla, la disquisición puede llevarnos muy lejos. De fiarnos del Codex Calixtinus la familia navarra sería más bien un trío, animal incluido: «los navarros practican también la bestialidad y se dice que toman sus medidas para que nadie pueda acercarse a su mula o yegua, sino él mismo. También besa lujuriosamente el sexo de la mujer y de la mula». Así que el lehendakari Sanz, guardián de las esencias forales, debería aplicarse sin demora —en su función de garante del matrimonio foral— a la tarea de redefinir los módulos de VPO para incluir un aposento adecuado (cuadra, establo) para que los navarros (y las navarras, con permiso del Fuero Nuevo) puedan acceder a su correspondiente irracional con la dignidad y el decoro propios del ya bien instalado siglo XXI.
Resulta obsceno que se utilice el régimen foral como excusa. Pero de ser cierto que el Fuero Nuevo es una rémora para ampliar derechos y conseguir la efectiva igualdad de las personas, peor para el Fuero Nuevo, puesto que habrá que colegir que es una antigualla y ya no sirve. Y ya se sabe: las cosas que no sirven, al museo o a la basura.
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