El pasado 17 de septiembre hubo elecciones en Suecia y las ganó el bloque conservador, en lo que se interpretó como una reacción de hastío tras doce años de gobierno socialdemócrata. Conviene aclarar que desde 1930 los conservadores apenas han gobernado diez años (1976-1982 y 1991-1994). Su último período concluyó abruptamente debido, al parecer, a que el electorado no veía con buenos ojos la aplicación de las teorías neoliberales en lo que a intervención pública en la economía y sistema de prestaciones sociales afectaba. El señuelo de las reducciones impositivas no funcionó. En 1994, cuando la derrota conservadora parecía inminente, los empresarios intervinieron en la campaña electoral, advirtiendo que de ganar los socialdemócratas podría haber un desplazamiento masivo de empresas e inversiones a países con menores exigencias ambientales, fiscales y laborales.
Pues bien, nada de eso ocurrió. La situación de Suecia es hoy envidiable en muchos aspectos. Incluso tiene superávit presupuestario y todo ello a pesar de permanecer fuera de la unión monetaria europea. Hace unos años se llegó a pensar en realizar un referéndum para aprobar rebajas impositivas y se renunció porque los estudios de opinión señalaban que una mayoría amplia de la población prefería pagar más impuestos a cambio de mantener el sistema de prestaciones sociales. ¿Qué ha pasado en estos años para que los conservadores hayan podido llegar al gobierno? Algo tan simple como que han renunciado a sus viejas aspiraciones y ya no hablan de adelgazar el Estado del Bienestar.
Desde que se iniciara la denominada revolución conservadora , la reducción de impuestos ha sido objeto de una competencia frenética entre gobiernos de todo signo; nadie quiere aparecer como el elevador -ni siquiera mantenedor- de impuestos (otra cosa es la carga fiscal, como bien sabe el PP). Puesto que unos menores ingresos dan menor capacidad de gasto (y, no se olvide, menores posibilidades de reacción cuando vienen mal dadas), el resultado es una reducción (asimétrica y regresiva) de las prestaciones y servicios sociales, en cantidad y calidad.
A pesar de todo, hoy día se admite con generalidad —al menos en el ámbito europeo— que la reducción de las desigualdades sociales, mediante políticas de redistribución, es un objetivo deseable de la actuación pública. Por supuesto, no es un dogma de fe y también hay quien piensa que es un mal objetivo y que el bienestar global se hace máximo si no se eliminan incentivos ni se ponen trabas a la libre iniciativa. Pero la percepción de la calidad de vida —y por tanto del bienestar— parece estar muy ligada a menores desigualdades sociales y económicas.
La reducción de tales desigualdades se ha basado en dos elementos: por el lado de los ingresos, un sistema impositivo progresivo centrado en los impuestos directos; por el lado del gasto, un sistema de prestaciones sociales y transferencias redistribuidor a favor de las rentas más bajas. Pues bien, mediciones de desigualdad realizadas en varios países europeos permiten extraer interesantes conclusiones sobre la capacidad redistribuidora de impuestos y transferencias. En todos los países la distribución de la renta efectivamente disponible por las familias (descontando impuestos y cotizaciones sociales y sumando transferencias) es más igualitaria que la renta bruta. Pero, y aquí viene lo llamativo, la responsabilidad de los impuestos en la redistribución de la renta es pequeña. Seguramente la reducción de la progresividad de la imposición directa, el fraude fiscal o la importancia creciente de los impuestos indirectos han tenido alguna influencia en ello. En consecuencia, el peso de la reducción de las desigualdades recae sobre las transferencias.
Eso no quiere decir, por supuesto, que el diseño del sistema impositivo carezca de importancia. Pero su principal función consiste en proveer de recursos para alimentar el sistema de transferencias y prestaciones sociales. No estaría de más en este contexto alguna reflexión sobre la conveniencia de desarrollar determinadas políticas a través de beneficios fiscales (deducciones en el IRPF) o bien mediante programas de transferencias.
Viene esto a cuento de la presentación al Parlamento del proyecto de presupuestos de Navarra para 2007 y las declaraciones del consejero Iribarren en torno a los mismos. El consejero planteó dos cuestiones que son muy reveladoras de la concepción que tiene la derecha acerca del funcionamiento de la economía y el papel del sector público, así como de la actuación de UPN en sus años de gobierno (dejemos aparte el ciclo electoral del gasto público, que daría para mucho, especialmente en los presupuestos de 2007, buen indicador de hasta dónde cunde el nerviosismo). Y explican el ya evidente deterioro de servicios públicos esenciales, como la sanidad y la educación. Deterioro que no se arregla a última hora proyectando algún colegio o vacunando contra la varicela.
Iribarren reconoció que no es posible incrementar el gasto social, pero el argumento es, como mínimo, irrespetuoso con los asalariados: el 87% de la recaudación del IRPF procede de los salarios y los trabajadores no van a querer que se les suban los impuestos. Es decir, los salarios representan algo más de la mitad de las rentas de la economía, pero el 87% de la recaudación por IRPF. En esas condiciones es lógico que los asalariados no quieran pagar más. Pero seguro que se puede incrementar el exiguo 13% de las rentas del capital. Aplicado a los presupuestos de 2007 ello equivaldría a recaudar de media el 14% de los salarios, pero sólo el 2% de las rentas del capital. Eso sí que es un paraíso fiscal. Y para colmo, el consejero alardeando de que se premia el ahorro. Hagan una cuenta sencilla: con unos ingresos netos anuales de 18.000 euros (sin deducciones familiares ni de otro tipo), la cuota a pagar es de casi un 50% más si las rentas son del trabajo que si proceden del capital; y para tener unas rentas del capital así es necesario un patrimonio de cierta entidad. El viejo cuento de vender reducciones de impuestos y mejora de prestaciones termina por ser insultante y demagógico porque, a diferencia de lo que afirma el consejero, no incrementa el bienestar. Y ahora nos viene con que no vale compararse con Alemania. Quizá hay que compararse con Haití. Cuando conviene, Navarra es el ombligo del mundo. ¿Y cuando no, qué es? ¿Una hemorroide?
(Diario de Noticias, 8 de noviembre de 2006)
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