viernes, 8 de febrero de 2008

Rajoy, su contrato y los inmigrantes (España cañete)

Pocas campañas electorales se presentan tan interesantes como la actual. Los sondeos no dan resultados claros, los gurús de cabecera de Rajoy y Zapatero andan desconcertados, en el PP Aznar da una vuelta de tuerca y deja claro —por si quedaban dudas— por qué ungió a Mariano con su libérrimo dedo. Por el gesto desabrido y el aire de estar permanentemente sometidos a cuaresmales abstinencias, diríase —permítame Gallardón la licencia— que todos son Esperanza.

Zapatero, por su parte, oscila entre el optimismo inveterado —propio de seminaristas iluminados— de José Blanco, que le promete mayorías absolutas, el pragmatismo inmoral de Rubalcaba, que maneja tiempos, detenciones e ilegalizaciones con la misma desenvoltura que si hiciera la lista de la compra, los lúgubres empates anunciados por los más realistas o la tentación canovista con que intenta seducirle el sector más ultra del partido, encabezado por un Bono incapaz de disimular las ansias de desquite.

Y todo como si no hubiera más alternativa y las cosas se dilucidaran exclusivamente entre tan impresentables contendientes. Ni conmigo ni sin mi —parecen decir al elector— tienen tus males remedio, pero opta por quien te va a causar el menor de los daños. Afortunadamente, hay otros mundos que no son el del PP-PSOE (UPN-PSN), otras visiones de la vida y otras formas de hacer política.

En este contexto, ambos líderes —ambos capitidisminuidos— se afanan en una carrera histérica por sobornar a la ciudadanía con añagazas diversas, algunas apelando a lo más oscuro del alma humana. Es lo que ocurre con el «contrato de integración» de Rajoy. Contrato que sólo se compadece con adjetivos como ridículo o patético. No vayamos a pensar que la política del PSOE ha sido mucho mejor. Como en casi todo, se ha quedado a medio camino y después de una regularización tan necesaria como mal explicada, ha dado rienda suelta a corrientes xenófobas más dignas de atención por razones de pedagogía política que de captura de votos.

Por supuesto, el pretendido contrato es inconstitucional de punta a rabo, aunque en los tiempos que corren es algo —lo de los derechos fundamentales— que parece preocupar poco tanto al PP como al PSOE. Pero fijémonos en algunos detalles. Prescribe compromisos como cumplir las leyes o aprender la lengua. El primero es ridículo porque es exigible a todo el mundo. El segundo, porque si quieren desenvolverse adecuadamente no les quedará más remedio. Queda la duda de a qué lengua se refiere Rajoy o si hablar catalán en la intimidad supone incumplimiento contractual.

Otros son ofensivos, como pagar impuestos (se supone que directos, porque los indirectos los pagan, como —casi— todo hijo de vecino). Seguramente —y esta aseveración debería ser un aldabonazo en la conciencia de próceres tan sesudos como Rajoy o Arias Cañete— el de los inmigrantes es el único colectivo interesado en pagar impuestos, entre otras razones porque eso significa que están en una situación regular y hasta estable. Cuando no los pagan suele ser porque no pueden, demasiado a menudo por estar en las garras explotadoras y chantajistas de empresarios (autóctonos) sin escrúpulos.

Comentario singular merece el compromiso de respetar las costumbres de los españoles. ¿Las buenas o las malas? ¿Las tópicas o las sensatas? ¿Las de la España eterna o las de los que quieren romper España? ¿Terminarán los inmigrantes obligados a ir a los toros con peineta y mantilla (española, of course)? No dejaría de tener gracia, habida cuenta de que el PP también se plantea restringir el uso del velo. ¿Extenderán la medida a las monjas católicas o a las majas madrileñas? ¿Cómo se establecerá el criterio delimitador de lo lícito y lo ilícito? ¿Metros cuadrados de tela, superficie del rostro visible (oculta), distancia hasta el suelo? Arduo dilema de consecuencias imprevisibles… Seguramente con esto de los toros, la mantilla y el exigible atracón de «canción española» (igual así venden algo; que pongan a Ramoncín en el catálogo), estará relacionado el requisito de trabajar activamente para integrarse en la sociedad. O quizá ello pasa por afiliarse a algún club parroquial, hartarse de morcilla y trabajar con ahínco viernes, sábados y, ya que son inmigrantes y vienen a lo que vienen, domingos también.

Pero Rajoy es magnánimo y, a cambio del cumplimiento de tan nimias y razonables exigencias, les promete algo: nada menos que «los mismos derechos y prestaciones que a un español». Es decir, mientras no cumplan los requisitos contractuales estipulados por don Mariano —que por eso mismo no van a ser un dechado de tolerancia— están condenados a un appartheid de hecho que los convierte en ciudadanos de segunda o de tercera mientras Rajoy no decida lo contrario. Su problema, y el de Aznar, es que quieren imitar a caudillos protofascistas como Berlusconi o Sarkozy pero les falta mucho glamour para ello. Por no hablar de las referencias de algunos miembros del PP a la higiene. Son como nuevos ricos, que acaban de descubrir las excelencias del agua corriente, aunque todavía no saben a ciencia cierta para qué sirve el bidé… Ahí quedan también las declaraciones de Arias Cañete sobre los camareros «españoles». Está claro que la situación ideal, de los «españoles» y de los inmigrantes, para los capitostes del PP, es la sumisión y la servidumbre.

Rajoy promete a los que cumplan sus condiciones «ayudarles en su integración y respetar sus creencias y costumbres, siempre que no sean contrarias a las españolas». Esto es, que vayan espabilando porque si no son de misa dominical y sábado sabadete (esto los más afortunados) se arriesgan a una ominosa deportación, quizá —siguiendo el ejemplo de Mayor Oreja— debidamente «colocados».

Al final, estas propuestas denotan no ya el omnipresente miedo de la derecha a lo extraño sino, lo que es mucho peor, el afán de explotar electoralmente los más bajos instintos de la población. Sería muy triste que el electorado fuera efectivamente sensible a argumentos como los expuestos.