domingo, 30 de diciembre de 2007

La Iglesia católica o el imperio del mal

La jerarquía eclesiástica está que se sale. Uno ya no sabe si es puro afán de notoriedad o, simplemente, que a un colectivo tan provecto como protervo se le va la olla y, en el desquicio, aflora lo mejor de un pensamiento cultivado desde siempre y atesorado con mimo en los años en que tanta barbaridad no parecía estar de moda. De la inmensidad del anecdotario con que nos suelen regalar los oídos y las meninges, hay dos perlas recientes que merecen alguna consideración.

La primera, como no podía ser de otro modo, se debe a ese prodigio intelectual, a medio camino entre la antropología, la psiquiatría y la prospectiva social, con que la Iglesia ha tenido a bien honrar a los tinerfeños, a cuantos por aquella diócesis se acercan y, gracias a la tecnología, a los que consumíamos nuestra existencia ignorantes de que tan ubérrimas tierras esconden semejante dechado. El curita ha resuelto de un plumazo el gran problema de la Iglesia católica, integrada en sus niveles superiores por un colectivo —el clero— particularmente proclive (abruma la rotundidad de los datos) a la pederastia.

Los homosexuales «del siglo», esto es, los laicos, son unos enfermos que siempre pueden contar con la caridad de la Iglesia en el afán por salvar sus almas. Algo hay de morboso (tal vez inquietante) en esa obsesión por abrir amorosamente los brazos (¿serán sólo los brazos?) al colectivo gay. Pero con la clerigalla es otra historia, porque son los niños (qué malvados, y eso que Jesús les concedió el reino de los cielos... ¡uy!) los que provocan y los pobres sacerdotes sólo son culpables del pecado (pecadillo, tampoco hay que dramatizar) de flaqueza. Así que en la Iglesia no hay homosexuales sino pobres víctimas de los manejos de pérfidos niños. De paso, los ingenuos pederastas ya saben a qué (a quién) se debe su desgracia.

No se trata ya de que, como tan a menudo ocurre, la Iglesia —un representante cualificado— ignore o desprecie a las víctimas. Es más grave aún, porque en este caso culpa a las víctimas de su propia desgracia y hace buenos a los verdugos. El argumento tampoco es nuevo. Que se lo digan a tantas mujeres violadas a las que encima se reprende porque es que van provocando, a los parados que lo están por vagos o a los países pobres que lo son por carecer de ética del trabajo...

Las segunda perla no es, alegrémonos por ello, del mismo calado social, aunque también lo tiene conceptual, doctrinal y político. Y es que el obispo de Valencia, Agustín García-Gasco ha afirmado que el laicismo es un fraude y que nos dirigimos, gracias al aborto, al divorcio exprés y a ideologías manipuladoras de los jóvenes, a la mismísima «disolución de la democracia». Ahí es nada. Sorprende, para empezar, que la palabra «democracia» surja en un discurso episcopal sin pretender condenarla o alertar sobre sus degeneraciones sino, por el contrario, para quejarse de su desaparición. Algo no está bien. El argumento es tramposo y deshonesto de principio a fin. Para empezar, es la propia Iglesia la que ha generado y puesto en circulación toda una teorización del laicismo que es la que conviene a sus intereses: el laicismo, como el pecado, sólo existe en las calenturientas mentes de los ideólogos eclesiásticos. En segundo lugar, no se me alcanza cómo la resolución de problemas sociales mediante la ampliación de derechos puedan terminar con un sistema cuya esencia debería ser, precisamente, obtener el máximo espacio de libertad. En tercer lugar, sólo la Iglesia, por una patente autoconcedida, no manipula: millones de damnificados por los colegios de la Iglesia lo atestiguan. Lo que hay detrás de todo esto es miedo. Miedo a la pérdida de influencia y de poder político y económico. Y en coherencia con su historia, la única salida que se le ocurre a la Iglesia es trasladar al Código Penal sus peculiares concepciones de la vida y la moral. Su «democracia» es un régimen opresivo y vigilado en el que sólo es realmente libre la Iglesia. Ahí está el Estado de la Ciudad del Vaticano: obras son amores...

Deberíamos estar ya hechos al disparate. Pero hay que reconocer a Rouco y sus demoníacos secuaces la capacidad para sorprender una y otra vez (¿no serán ellos las huestes del Anticristo? Se echa de menos la autorizada opinión de Iker Jiménez). El portavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino, llegó a afirmar (según recogió la prensa) que «el matrimonio homosexual es la cosa más terrible que ha ocurrido en veinte siglos». Nada más y nada menos. No las guerras, las matanzas, el desprecio a los derechos humanos, la opresión de unas personas (las más) por otras (las menos), la sistemática discriminación de la mitad de la humanidad (las mujeres) en nombre de principios «sagrados» y un largo etcétera en el que la Iglesia ha tenido mucho que ver (véase, sólo como muestra, Colosenses, 3, 18-19). No, lo peor ha sido que se reconozca la igualdad civil de un colectivo de ciudadanos. Habrá que pensar que la verdadera desgracia en estos veinte siglos ha sido que a un emperador romano se le ocurriera crear una estructura para dominar mejor su imperio y pusiera en marcha ese mecanismo infernal mejor conocido como Iglesia católica.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Juan Pablo II y el callejero

Mientras se dibuja ya en Pamplona el trazado de lo que será —en las estrechas lindes del término municipal— el último ensanche, por agotamiento del suelo disponible, grandes carteles proclaman la magnitud de la obra junto a la denominación de la principal vía que se va a abrir: avenida de Juan Pablo II. Funcionarios municipales se han ocupado, también, de colocar la placa en lo que será el inicio de la nueva calle.

La decisión de denominar así la vía la tomó la alcaldesa Barcina en un malhadado pronto, quizá llevada por la emoción del óbito papal, quizá por pura solidaridad ideológica reaccionaria, tal vez persiguiendo crear una situación irreversible. Haciendo memoria, el lamentable espectáculo —por más que a los apologistas del dolor y del sacrificio les parezca edificante y digno de imitación— de la decadencia física, agonía, muerte y velatorio de Karol Wojtyla siguió magistralmente las pautas marcadas por el propio papa y la dirección de la Iglesia católica desde el comienzo mismo del reinado. En este sentido, lo sucedido tras el fallecimiento mostró que el manejo de los tiempos, de la imagen y de los efectos especiales no era sólo una habilidad personal —innata o aprendida— del papa difunto, sino que impregnaba e impregna —seguramente por el magisterio de aquél, aunque ahora con matices— todo el quehacer eclesiástico.

De Juan Pablo II se dijo que era el papa más aclamado de la historia pero el menos obedecido. Desde luego, puede decirse que a su muerte dejaba una Iglesia más influyente en lo político y menos en lo espiritual. Cultivó con un esmero ribeteado más de soberbia que de humildad cristiana a los poderosos de la Tierra. Fue muy amigo del mesurado Reagan y ávido consumidor —si no generador— de información de la CIA. Parecía experimentar por los dictadores esa fascinación que a menudo sienten hacia sus símiles las gentes de talante autoritario. Pese a los juicios precipitados tributarios de la emoción del momento, hoy la Iglesia está de capa caída y continuará así, dado que el actual pontífice católico es un esencialista que parece preferir una Iglesia corta pero convencida a otra extensa pero mas diluida en sus principios, no necesariamente «cristianos». Por supuesto, como ocurre siempre que desaparece algún líder carismático (venga de donde venga el carisma), abundaron las muestras de dolor y las proclamaciones de santidad. Hasta de Franco se decían cosas así en los días siguientes a su muerte. La globalización acentúa y multiplica esos efectos. Pero la composición del santoral es cosa de la Iglesia y allá ella y sus criterios de calidad.

Otra cosa es que, al calor de un acontecimiento de indudable magnitud y repercusión, se intente ganar unos miserables puntitos entronizándolo en el callejero. Sin entrar en la conveniencia o no de asignar nombres propios a las calles —al menos recientes o poco «reposados»—, estamos hablando de un líder religioso y político a un tiempo, cuya actuación, con implicaciones para personas y grupos sociales, es difícil de asignar con nitidez a uno u otro campo. Así, el Estado de la Ciudad del Vaticano es una monarquía absoluta que no reconoce derechos básicos como la igualdad de sexos o la libertad religiosa y discrimina a las personas por ambos conceptos. Es costumbre criticar con dureza visitas de Estado a países con regímenes discutidos. Cuba es un buen ejemplo. Venezuela también está ahora en el candelero. Sin embargo, no se dice lo mismo de las visitas de alto nivel al Vaticano para bailar el agua a cardenales ultramontanos con motivo de beatificaciones de claro contenido político reaccionario.

¿Qué decir de la política de Juan Pablo II hacia las mujeres? No sólo fue contumaz en negarles la igualdad con los varones, con argumentos circunstanciales y nada teológicos (si Jesús de Nazaret hubiera querido que las mujeres fuesen sacerdotes, decía, habría designado alguna para su selecto grupo de apóstoles). Su aliento a posiciones intransigentes en el tema de los anticonceptivos le hace cómplice de la negación a tantas y tantas adolescentes de países pobres de derechos fundamentales, como consecuencia del matrimonio en la infancia y la maternidad precoz. Como muestra, la actitud de las delegaciones vaticanas en conferencias sobre población o sobre la mujer, que sólo con mucha bondad cabe calificar de irresponsable. Cierto que Juan Pablo II no inventó esa política, pero la llevó al extremo con una intransigencia inaudita. Ahí quedan sus críticas al gobierno de Zapatero y las presiones ejercidas con el fin de evitar el reconocimiento de derechos y la propia igualdad ante la ley (no ante Dios: el Dios de los católicos puede ser todo lo sectario que estime oportuno en su omnisciencia) a determinados ciudadanos. Incluso el apoyo a la actuación de Rouco y sus secuaces y su maridaje con el gobierno del PP terminó con la imposición de obligaciones a los no católicos, mediante la legislación educativa, sólo para que los católicos puedan ser adoctrinados a cuenta del erario público. Por no hablar de la delirante incursión papal en la planificación hidrológica (es de suponer que no hablaba ex catedra; de lo contrario, habrá que concluir que al Espíritu Santo no le preocupa la sostenibilidad ambiental: que consulte con Al Gore.

Con esos mimbres parece más que discutible la decisión de asignarle una calle, salvo que se apliquen criterios sectarios en el callejero, como ya ocurriera en otro tiempo y sin que en muchos casos —como en Pamplona— se haya hecho más que una limpieza somera, subsistiendo una buena porción de individuos y símbolos fascistas (ya veremos qué consigue la alicorta ley de la memoria histórica, abortada en sus mismos inicios por el propio Zapatero). Buena prueba de ello es la abundancia de calles dedicadas precisamente a otro papa, Pío XII, debido sobre todo a su apoyo ideológico e institucional al franquismo. Felicitó a Franco por su victoria (calificada de «católica») y equiparó los principios del dictador con los de la Iglesia, considerando el Estado franquista como «sociedad perfecta». Juan Pablo II es una personalidad controvertida incluso entre los católicos y cuenta con demasiados ángulos oscuros en su personalidad y biografía como para hacer mucho ruido honrándole, por más que hoy sea seguramente el principal negocio de la Iglesia católica.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Decoración navideña en Barcinópolis

Barcina, ya saben, la señora del gris, de la especulación, de los grandes negocios de empresas privadas (privatización de beneficios, socialización de pérdidas), de la depauperación del pequeño comercio en favor de las grandes superficies, del autoritarismo, de la incapacidad para el diálogo y la agresión permanente y enfermiza (por lo obsesiva) al euskera, ha dado una muestra más de su talante. Esta vez ha sido con la decoración navideña. Para empezar, es discutible que tal cosa se siga haciendo en los tiempos que corren, y no por motivos estéticos o religiosos —que darían para otro debate— sino éticos y ambientales. Es difícilmente comprensible que el Ayuntamiento de Pamplona se una al apagón promovido por ONGs contra el cambio climático y, al mismo tiempo, inunde las calles de luces navideñas, por más que sean de bajo consumo y sólo corra parcialmente con los gastos. Pero hace tiempo que Barcina se dedica, no a gobernar la ciudad, sino a hacer gestos para la galería, poniendo hoy una vela a un santo y mañana a otro, si de quedar bien se trata y siempre que haya cemento de por medio.

Pues bien, ni siquiera el mito navideño de la paz, la armonía y los buenos deseos son capaces de doblegar a la inflexible y férrea Barcina que da buena cuenta de su carácter con esos sucedáneos de árboles que, a un coste exorbitante, ha instalado en Carlos III. Lucen enhiestos con regueros longitudinales de bombillas que de noche remarcan aún más su fálica apostura. El fraude continúa en los oropeles que revisten la arborescencia. Aquí y allá se desparraman simulacros de regalos en dorado envoltorio, lazos, bolas, en suma, la parafernalia navideña al uso.

Pero la sorpresa surge en los bajos del artefacto (que suele ser, sobre todo en el caso de la gente menuda, lo primero que se ve). Si uno se quiere acercar a apreciar el primor de la obra, se tropieza con una reja de pretencioso diseño, muro metálico que aleja el objeto del espectador, enfría los ánimos y ofende la sensibilidad. La omnisciente y ubicua Barcina deja bien claro lo mucho que podría ofrecer, si no fuera porque la ignorancia y el afán depredador de una ciudadanía poco propensa a entender y apreciar sus desvelos le obligan a mantenerlo fuera de su alcance. Como a un niño al que se muestra un pastel que no va a probar porque se lo comerán los adultos cuando él no esté presente. Despotismo de sedicente ilustración, pasado por el tamiz del aldeanismo casposo (pensamiento navarro, ya saben).

Y puestos a hablar de decoración navideña, hay que rendir público homenaje a la de las plazas circulares del Segundo Ensanche (Príncipe de Viana y Merindades). Para quien no la haya visto, consiste en unos postes visualmente agresivos que sostienen unas cuerdas de las que cuelgan lo que se supone que son luces, pero que asemejan —especialmente de día— andrajos puestos a secar al frío y escuálido sol invernal de Pamplona. Aunque, a decir verdad, lo más impresionante son las bolas de Barcina, exhibidas con tanta arrogancia como impudicia sobre felpudos de césped (algunas están colocadas con tanto acierto que diríanse partes (sensibles) cruelmente desgajadas de alguna escultura de Botero), quizá sólo con afán de combinar los colores municipales y forales; quizá, quién sabe, con añoranza del blanco que termine por dar cuerpo y solvencia al rojo y al verde...

Una cosa es cierta, Barcina es partidaria de la variedad y sorprende, además, la perspicacia con que se eligen los motivos. Quizá haya algo de revelación de pulsiones inconscientes en la selección. Y es que en la orgía de simulacros todavía queda uno que constituye una eficaz metáfora de Barcina, tal vez la mejor: se trata de las cajas desparramadas por la plaza del Castillo. Cajas grandes, rotundas, de apariencia impecable, con lazos rígidos, perfectamente simétricos, sin la menor arruga o desviación. Aquí no hay margen para la espontaneidad o la improvisación; nada hay fuera de lugar, se percibe un todo impasible y decididamente dispuesto a soportar cualesquiera embates, sean de la inclemente meteorología, sean de la natural curiosidad ciudadana, sean, incluso, de la juventud alegre y combativa. Pero bajo la brillante envoltura, el vacío, nada. Y de tal gobernante tal obra. Así es también la Pamplona de Barcina (y ahora, fruto de la ambición desmedida y de la falta de sentido de la oportunidad, de Torrens), Barcinópolis. Afortunadamente hay otras Pamplonas, diversas, ricas, plurales y coloristas, que sabrán emerger incluso de la vulgaridad oprobiosa de los adornos navideños.