martes, 16 de octubre de 2007

Empleo precario: economía precaria, sociedad precaria

Más allá de las proclamas políticas, de la propaganda o de presentaciones interesadas —por no decir manipuladas— de datos, la crisis de la empresa Sysmo pone de manifiesto con crudeza la realidad en la que nos toca movernos, los rasgos de la política industrial (por llamarla de alguna manera) que se ha venido realizando y, lo que es más grave, el marasmo profesional, laboral y humano a que se condena a buena parte de la mano de obra y especialmente a los más jóvenes.

Así, estamos acostumbrados a que se exhiba la buena evolución económica de Navarra, cifras de paro que nos sitúan de hecho en el pleno empleo (masculino) o una posición destacada en energías renovables. Las magnitudes macroeconómicas, las grandes cifras, son necesarias para estudiar, diagnosticar y, en su caso, diseñar medidas de política económica. Pero no deben tomarse como indicadores absolutos porque no son más que un resumen y, en cuanto tal, esconden situaciones que pueden ser muy dispares (la injusticia de las medias). Es, pues, necesario rascar en esas cifras para ver qué es lo que realmente contienen o si, como a veces ocurre, no son más que artefactos vacíos.

También es verdad que se tiende a demonizar a Volkswagen como si fuera la causa de todos los males industriales de Navarra. El sistema productivo no funciona como un apacible intercambio de cromos en el patio de un colegio; se asemeja más a una jungla en la que todos los actores intentan apoderarse del mayor trozo de pastel posible, en forma de beneficios, salarios u otras rentas. En ausencia de mecanismos sociales equilibradores, el más fuerte se termina por imponer. Seguramente esta forma de operar es más evidente en la industria del automóvil y, en parte, lo ocurrido con Sysmo es buen ejemplo de ello. Hubo un tiempo en que trabajar en ese sector significaba salarios elevados y buenas condiciones laborales. Eso ya sólo es cierto para algunas empresas, entre las que no se cuentan ni el propio ensamblador ni la mayoría de las instaladas en el parque de proveedores de Volkswagen que, en esencia, son talleres de montaje final, sin actividad productiva. Pero la situación se generaliza. En muchas actividades industriales y, por supuesto, en el sector servicios, el empleo que se crea es, en general, de muy baja calidad y mal pagado. La precarización es un hecho.

El primer problema que se plantea es que los bajos salarios no son una fuente duradera de ventajas competitivas, máxime en la industria, donde el peso de aquéllos en el coste total es pequeña, por lo que para obtener reducciones significativas de costes es necesario rebajar los salarios de forma notable. Y la reducción de salarios lleva consigo una menor calidad del empleo. Las consecuencias no afectan sólo a los directamente implicados (quienes pasan indiferentes ante las pancartas y manifestaciones de los trabajadores de Sysmo deberían reflexionar sobre ello) sino a la economía en su conjunto, cuya vulnerabilidad aumenta al reducirse la calidad del tejido productivo y, por tanto, la exposición a la competencia de países y regiones que siempre podrán ofrecer salarios más bajos.

Así pues, reducirlo todo a simples consideraciones logísticas o salariales, reclamar por enésima vez la liberalización del mercado de trabajo o respuestas similares impiden llegar a la raíz del problema. Tampoco hay que confiar en novedosos remedios mágicos fruto de la inspiración de iluminados. Los remedios son bien conocidos y nada espectaculares: se trata de mejorar la calidad de la inversión y la mano de obra, así como el nivel tecnológico de la economía. Hasta el consejero Miranda lo ha reconocido al hablar de un «nuevo modelo económico»: nuevo, con veinte años de retraso.

Ello requiere dos tipos de políticas: la industrial y tecnológica, por un lado, y la educativa por otro. En Navarra no ha existido, al menos en la última década, una política industrial merecedora de tal denominación. Las tímidas e inconexas actuaciones al respecto han tenido dos ejes: la industria del automóvil y la energía eólica. En el primer caso, el dinamismo del sector genera por sí mismo inversiones e implantaciones nuevas (no todas de igual calidad), por lo que las medidas públicas, especialmente si, como ha ocurrido, no son selectivas, tienen escaso efecto, subvencionándose actividades que surgirían igualmente sin esas ayudas. En el segundo, la claridad de ideas quedó de manifiesto palmariamente con la venta de EHN, un error de largo alcance, por la renuncia a desarrollar un sector con grandes posibilidades de futuro a partir de una empresa de gran tamaño y, lo que es más importante, con centro de decisión en Navarra. Entre otros efectos negativos, el Gobierno de Navarra contribuyó así a agudizar uno de los mayores problemas de nuestra economía, cual es que las decisiones de los principales agentes se toman en otros lugares y dando prioridad a otros intereses.

La política tecnológica, por su parte, sólo puede calificarse de tímida, a remolque de las circunstancias y aplicando patrones estandarizados, como si todo consistiera en rellenar formularios. El último plan tecnológico aprobado (el tercero) ganó algo en ambición y la proximidad de las elecciones no fue seguramente ajena a ello. Pero, en conjunto, los planes aplicados se han propuesto objetivos modestos, con un enfoque exclusivamente de demanda y renunciando a hacer apuestas de futuro.

Por último, el sistema educativo viene sufriendo un deterioro fruto tanto del menor esfuerzo presupuestario como del adelgazamiento del sistema público, que deja un campo tan sensible social y económicamente como el de la formación profesional a la intemperie. Las perspectivas no son halagüeñas, si nos atenemos a lo anunciado por Sanz en el discurso de investidura.

En última instancia, se trata de decidir en qué lugar insertar nuestra economía: si compitiendo salarialmente con otras de nivel de desarrollo medio o bajo, o bien con las áreas más avanzadas, mediante la tecnología y el capital físico y humano. A pesar de pronunciamientos y declaraciones (el papel lo aguanta todo), los datos objetivos indican que, de seguir así las cosas, es más probable terminar en el primero.

(Diario de Noticias, 16 de octubre de 2007)

miércoles, 3 de octubre de 2007

La paradoja foral del voto

Como es sabido, el PSN en cuerpo de comunidad pasó por la humillación de ser abroncado sin contemplaciones por José Blanco, un leninista con hechuras blandas e inconsistentes de seminarista. En su exhibición entre arrogante y chulesca, aclaró el porvenir de la sufrida militancia del PSN: el que no esté contento que se vaya, porque el PSN hará lo que Ferraz quiera. También dejó claro que si fuera del PSN no se sabe si hay salvación, dentro seguro que no, al menos para socialistas de pro, porque la probabilidad de acordar gobiernos alternativos a UPN es prácticamente cero.

Con debates o sin ellos y al margen del enfado de buena parte de la militancia, la dirección del PSN ha seguido a lo suyo, lo que mejor sabe hacer, el acaparamiento de cargos con una voracidad sin límites, sin pararse en barras ni inmutarse en el siempre comprometido trance de decir diego donde dijo digo. El PSN se ha convertido en una eficaz máquina para que un exiguo grupito, firmemente instalado en sus engranajes clave, se gane tan ricamente el pan a costa del escarnio de sus votantes y el sudor de los contribuyentes (de vez en cuando se les escapa y lo expresan con crudeza: «tenemos que colocar a 200», oí decir hace poco).

Y se confirma, si alguna duda quedaba, la coalición UPN-PSN (y el agónico CDN, al que también se ha aparecido José Blanco en carne mortal), un engendro que pudiera antojarse extraño a observadores poco avezados y que la costumbre ha convertido en natural. Pero de tal coyunda no cabe esperar sino monstruos (y es, además, mercenaria, habrá que ver su coste presupuestario: Sanz invita y pagamos todos). La unión de un nacionalismo español autoritario y elemental y de un sedicente socialismo, descafeinado en las formas y desprovisto de armazón ideológico, conducen a lo que en otros lugares tendría una denominación altisonante (y siniestra); pero que en versión minimalista navarra, foral y española, es simplemente regionalsocialismo. Ni en la indignidad o la desvergüenza son capaces de dar la talla. Luego dirán que el tamaño no importa.

Cuando Sanz ya tenía pergeñado el pacto con Blanco, se permitió la osadía de lanzar la exigencia del decálogo que debía suscribir el PSN para que el entonces lehendakari en funciones aceptara la pesada carga de presidir el nuevo gobierno (vocación de servicio, que decían los ministros de Franco). Como un Moisés justamente enojado, reprendía con voz tonante y gesto airado a los descarriados que, habiendo perdido de vista a su munificente proveedor, se disponían a adorar el becerro de oro del cambio de gobierno. Entre las condiciones, el compromiso expreso de que el PSN no presentaría ni apoyaría ninguna moción de censura. Puras el Breve, candidato virtual (tercera acepción del DRAE: «que tiene existencia aparente y no real»), rechazó categóricamente tal pretensión. Entre otras cosas, significaba la renuncia a cualquier iniciativa política autónoma, a todo lo que no fuera bendecir las decisiones de UPN. Esto es, la condena de sus votantes al limbo, ese lugar de tránsito para almas no iniciadas, que hasta para los católicos carece ya de tangibilidad.

Pero hace unos días nos enteramos por el propio Sanz (su locuacidad e incontinencia no tienen precio) que hay un compromiso para asegurar la estabilidad del gobierno. Eso sí, gracias a un cambio de posición del PSN-PSOE, porque él, dice, no se ha movido un milímetro y, sobre todo, no piensa hacerlo. O sea, va a hacer lo que le venga en gana con la seguridad de que el PSN dirá amén a todo. La humillación es ya completa. A la bronca del padre («hay que saber aguantarse») se añade la colleja del padrino. Algún concejal del PSN proclive a mesarse los cabellos a cada barrabasada de sus conmilitones, llegará pelón al final de la legislatura.

Prueba fehaciente de cuanto antecede (la coalición UPN-PSN y la enfermiza propensión al acaparamiento de cargos) es lo ocurrido en la Mancomunidad de la Comarca de Pamplona. Torrens corre a negociar para sí la presidencia —siendo el cuarto grupo, que tome nota José Blanco— tras pactar con UPN el apoyo (o la no oposición, qué mas da, Barcina respira al fin tranquila) en el Ayuntamiento de Pamplona. Otra renuncia, otro jirón de dignidad —si es que alguno quedaba— perdido por los rincones de los salones del poder, a sabiendas de que UPN manifiesta una y otra vez que no cederá en nada. Hay una relación entre los dos partidos que tiene todos los ingredientes del sadomasoquismo: UPN castiga y el PSN acepta con mal disimulada complacencia los correctivos. Para colmo, las pocas iniciativas que exhibe el PSN en el Parlamento (y que UPN se apresura a rechazar) consisten en medidas acordadas durante las malhadadas negociaciones con Nafarroa Bai e IUN: hipocresía, mala fe, afán de engañar.

Así que cuando Chivite, Felones o algún otro salen hablando de oposición contundente, de condicionar la acción del gobierno, de realizar su programa electoral y zarandajas de parecido cariz, queda la duda de si es para salvar la cara y salir del apuro con la menor indignidad posible, o consideran a los ciudadanos incapaces y susceptibles de manipulación en cualquier grado; la hipótesis de que se crean ese discurso no es creíble. Hay en román paladino abundantes expresiones, a cual más recia, para expresar lo acontecido; en casi todas intervienen los pantalones (el habla popular sigue siendo sexista), ciertas antifonales partes y alguna variante más o menos expeditiva del pecado nefando.

En Economía se estudia un caso conocido como la paradoja del voto, que muestra que los mecanismos de votación pueden llevar a resultados no deseados por la mayoría, dependiendo, por ejemplo, del orden en que se presenten las alternativas a los votantes (las preferencias expresadas colectivamente no son transitivas, aunque lo sean las de los individuos). También en Navarra tenemos nuestra propia paradoja foral del voto, que podemos expresar en forma de silogismo: votar PSN es votar UPN (la apabullante evidencia empírica avala la solvencia de esta premisa). Votar UPN es votar PP (aunque sus diputados engrosen el Grupo Canario). Por tanto (y me adelanto a la monserga del voto útil que seguro esgrimirán los socialistas en Navarra) cualquier voto al PSN es un voto para Rajoy. Así pues, en Navarra es imposible votar a Zapatero. Para otra ocasión queda dilucidar si Zapatero es un digno destinatario, al menos en Navarra, del voto progresista decente.

El elefante en la cacharrería: los papeles de Crawford, Aznar y México

El acta de Crawford, recientemente publicada, constituye la enésima constatación de que la arrogancia, la torpeza, la estupidez y el sectarismo fueron la marca de fábrica de Aznar, también en su política exterior, que se fue deslizando de manera imparable hacia la irrelevancia, con la consiguiente pérdida de peso del país como interlocutor internacional, diga lo que diga ahora el PP. No es que España haya sido, desde los mismos albores del siglo XIX, un agente muy a tener en cuenta, pero durante algunos años —aproximadamente entre 1978 y 1996— parecía contar con un cierto respeto internacional. La guinda de la política exterior de Aznar —junto a un minucioso trabajo de zapa para socavar la construcción europea— fue precisamente el asunto de Irak, apresurándose a adoptar sin ningún reparo maneras de procónsul del Imperio. La diplomacia del exabrupto tan de moda por entonces en Washington no podía imaginar mejor complemento que el de un duendecillo saltarín paseándose de aquí para allá haciendo el trabajo sucio, se supone que para acumular méritos (algunas recompensas ha tenido después).

Sin pretender resucitar fantasmas, hay un aspecto colateral en toda esta historia que resulta muy ilustrativo. Antes de rendir su peculiar visita ad limina y renovar juramentos de vasallaje al Emperador en sus posesiones tejanas, Aznar se dio una vueltecita por México, en una visita que dejó al desnudo sus resabios ideológicos, su papel en la farsa y la falta de pudor en la exhibición de tanto servilismo. Naturalmente, Aznar tuvo cuidado de manifestar que no iba a México a convencer a nadie de nada y mucho menos a presionar. Pero, como dijo entonces un periodista de la televisión mexicana: Si no vino a lo que vino, ¿a qué vino? México era uno de los miembros no permanentes en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y, por tanto, con derecho de voto sobre las resoluciones que se pudieran presentar. En ese contexto, la visita de Aznar tenía un tufillo a presión difícil de ignorar. Y, naturalmente, ello produjo considerable indignación entre políticos, periodistas y la opinión pública mexicana.

Pero el asunto tenía más calado que el de la mera visita. ¿Por qué iba Aznar a México? Una posibilidad es que Bush le hubiera encomendado esa gestión. Posible, pero no creíble. Los Estados Unidos han tenido ambiciones imperiales y han actuado de acuerdo con ellas desde el mismo momento de su independencia. Primero territorialmente: con Francia, con la corona española y con México, al que sustrajeron la mitad de su territorio. Pero también por medio del control económico y político del continente entero. Para cuando se formuló la doctrina Monroe (América —el continente— para los americanos —estadounidenses—), ya llevaba años aplicándose. De tal manera que desde antes incluso de la independencia de las colonias castellanas, los Estados Unidos fueron tendiendo sus redes en el continente, mientras la influencia española se esfumaba repentina y completamente. De hecho, España no gozó de ninguna presencia en América durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. Sólo tras el fin de la dictadura y el interés que generó la denominada transición política se puede hablar de una ampliación de las relaciones de España con Latinoamérica, más allá de las puramente diplomáticas (también contribuyó a ello, por supuesto, la oleada de fuertes inversiones de empresas españolas, al socaire de las privatizaciones de servicios públicos en los años ochenta y noventa). En estas condiciones, y dada la falta de sutileza para la diplomacia que reiteradamente ha exhibido la administración Bush, parece poco probable pensar que éste encargase a Aznar una gestión en territorio que considera suyo y, además, de gestión exclusiva.

Desechada la hipótesis del recadero (ya de por sí humillante) queda la aún más humillante del meritorio que, sin encomendarse a Dios ni al diablo y a fin de ser agradable a ojos del señor, acaricia la idea de presentarse al besamanos con un regalo inesperado, cual es el cambio de posición de México, en un momento en que Estados Unidos sólo tenía tres votos seguros en el Consejo de Seguridad. Así que este gachupín de concepciones rancias aparece por México con el aire de suficiencia que le da el pasado imperial para llamar al orden a las colonias. Tampoco era nueva esta orientación. Por aquellos años las alocuciones del Jefe del Estado solían contener abundantes evocaciones orgullosas de glorias imperiales y afanes evangelizadores; la perla fue aquel discurso en que se decía que el castellano nunca se había impuesto a nadie por la fuerza. Por cierto que, coincidiendo más o menos con la reunión de Tejas, la prensa norteamericana se preguntaba de dónde había sacado Bush esos aliados tan irrelevantes, colocando a España en la misma lista que Chequia o los estados bálticos.

México es un país grande, con personalidad política y económica muy marcada, un sentimiento de identidad que, por ejemplo, no existe en España y unos intereses bien delimitados en sus relaciones con los Estados Unidos. Depende económicamente de su vecino del norte, al que va más del 80 por ciento de sus exportaciones y es el origen de una parte muy significativa de las inversiones. Pero también es el destino de millones de mexicanos que emigran legal o ilegalmente. El gobierno mexicano era consciente de su debilidad negociadora. Además, el entonces presidente, el conservador Fox, era claramente pronorteamericano. Sin embargo, supo mantener su posición con notable dignidad y no se prestó a las maniobras de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad. Nada que ver con el servilismo aznarita, su doblez y su obsesión por pasar a la historia a costa de lo que sea. En eso —y en su afán de emular el protocolo monárquico— recordaba a otro personaje igualmente empeñado en responder sólo ante Dios y ante la Historia (lo consiguió y ahí están Rouco y César Vidal para absolverlo).